Los años salvajes del lenguaje
En el centenario de su nacimiento, las teorías y la figura del crítico y ensayista Roland Barthes mantienen su influencia en la cultura contemporánea
Si las circunstancias de la vida de Roland Barthes hubieran sido ligeramente distintas, el perfil que presenta su figura hoy, cien años después de su nacimiento, sería completamente diferente. Considerando su indudable brillantez como escritor, su probada solvencia intelectual y su agudeza instintiva para detectar diferencias relevantes en el tejido de lo aparentemente monótono, habría sido un notable historiador de las letras francesas y un destacado crítico literario marxista, de los que saben cómo utilizar la novela para poner al descubierto las desigualdades sociales y los chantajes políticos, y de los que se atreven –como él se atrevió en 1955– a acusar a un gigante como Albert Camus de “individualismo moral” burgués en nombre del dogma realista del materialismo histórico, y de conseguir que el autor de La peste respondiese por escrito a esas imputaciones. Y, si hubiera sido así, seguramente no estaríamos hoy hablando de él.
Pero, de pronto, el panorama cultural dio un giro inesperado. En el ámbito social, la combinación de la pax americana, el bienestar político, el consumismo económico y el desarrollo de los nuevos medios de comunicación masiva modificaron, en unos pocos años, la sombría tonalidad de blanco y negro de la escena de la posguerra europea. Las obras de Richard Hamilton, Jasper Johns, Roy Lichtenstein o Andy Warhol poblaron el espacio expositivo de imágenes que utilizaban las técnicas de esos nuevos medios de comunicación para describir la atmósfera iconográfica que se estaba gestando, sin que nadie pudiera decidir fácilmente si se trataba de una crítica satírica de la opulencia superficial del capitalismo avanzado o de una celebración del nuevo status quo. Y, finalmente, los efectos retardados del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure habilitaron una nueva “vanguardia”, el estructuralismo, que además de producir un impacto imborrable en las ciencias sociales se convirtió también en una renovadora metodología crítica capaz de redefinir el paradigma de la radicalidad cultural, que en muy poco tiempo convirtió en “anticuadas” las disputas, en otro tiempo tan acaloradas, entre Sartre y Camus (y tantos otros) sobre el compromiso político del escritor, sustituyéndolas por las discusiones de Lévi-Strauss, Lacan, Althusser o Foucault sobre la “muerte del hombre” y el ocaso del autor que sirvieron de trasfondo intelectual a las revueltas de Mayo de 1968.
Como lector y como escritor, le gustaban sobre todo los comienzos y tenía terror a los finales, a la "última palabra"
Roland Barthes no fue solamente “arrastrado” por esta corriente, sino que se reveló como uno de los principales actores del nuevo movimiento a través de publicaciones emblemáticas de la época, empezando por uno de los focos reconocidos de esta nueva vanguardia, la revista Tel Quel. Una de las razones de la “oscuridad” que tantas veces se ha reprochado a sus ensayos radica justamente en la posición —que alguien calificó de “barroca”— en la que se sitúa todo el que, como Barthes y muchos de sus colegas, quiere seguir manteniendo su fidelidad al materialismo histórico y a la vez enarbolar la bandera victoriosa del estructuralismo como instrumento privilegiado de análisis. Su situación es, en este punto, comparable a la de otro “marxista atípico”, Walter Benjamin, quien en la década de 1920 había escrito, acerca de la coyuntura que atravesaba la crítica, estas palabras: “Solo los tontos se lamentan aún de la decadencia de la crítica. Hace ya mucho que pasó su momento. La crítica consiste en tomar una distancia adecuada y, por lo tanto, se corresponde con un mundo concebido en términos de perspectiva y de proyección en el que era posible adoptar un punto de vista. Ahora, sin embargo, la sociedad se ve presionada por las cosas desde demasiado cerca”.
Barthes, que publicó un mordaz panfleto titulado Crítica y verdad para defenderse de las acusaciones que se hacían a su método, estaba experimentando en su propio oficio de crítico literario la desaparición de ese mundo “perspectivista” y “burgués” cuya decadencia atestiguaba Benjamin, y señaló la imposibilidad del realismo que unos años atrás había defendido contra Camus: ya no es posible, decía, escribir como lo hicieron aún Balzac, Zola o Proust; ni siquiera son posibles ya “las malas novelas socialistas, pese a que sus descripciones se basan en una división social todavía existente”. En una palabra, ya no cabe imaginar el mundo proyectivamente, porque el mundo, como objeto literario, desborda por completo la perspectiva de un sujeto que querría dominarlo: “el saber deserta de la literatura, que ya no puede ser ni mimesis ni mathesis, sino sólo semiosis, aventura de lo imposible del lenguaje, en una palabra, texto”.
Señaló la imposibilidad del realismo: ya no es posible, decía, escribir como lo hicieron aún Balzac, Zola o Proust
Y esta es la palabra mágica: texto, una práctica de la escritura que ya no es literatura “en el sentido burgués de la palabra”, que desactiva las rígidas fronteras entre los géneros literarios (poesía, ensayo, novela) y que permite, por ejemplo, defender la identidad estructural entre el trabajo “filológico” de Vladimir Propp sobre la morfología del relato y el trabajo “pictórico” de Mondrian sobre la geometría de las formas visuales, o entre la etnopsiquiatría de Georges Dumezil y la música de Pierre Boulez. Mucho antes de que Marc Augé hablase de una “antropología de la sobremodernidad”, Barthes, en sus aparentemente desenfadadas Mitologías, practicaba el método de la etnografía, hasta entonces restringido a las llamadas “sociedades primitivas”, aplicándolo a los “mitos” de las sociedades posindustriales, intentando descubrir ese “texto” que, más allá de las divisiones clásicas y académicas, gobierna el funcionamiento de los ritos gastronómicos, de la publicidad automovilística, de la actualidad literaria o de la moda vestimentaria. En sus obras más cargadamente teóricas, como los Elementos de semiología o el Sistema de la moda, reactualizaba el proyecto saussureano de una “ciencia general de los signos” que fuera capaz de dar cuenta de todos los modos de interacción cultural como sistemas de signos, dentro de la cual el lenguaje verbal sería un sistema más, aunque privilegiado, para explicar cómo todas las relaciones sociales, además de sus dimensiones conscientemente pragmáticas y utilitarias, están cargadas de un significado inconsciente que sólo el semiólogo puede poner en evidencia.
Seguramente influido por el impacto de su viaje a Japón de 1966, pero sobre todo en sus escritos de la década de 1970, Roland Barhtes pasó inadvertidamente de la teoría del texto a la práctica del mismo, es decir, a la escritura en su sentido amplio y difuso, que en esta fase ya no persigue un “grado cero” sino que se identifica con el estilo y con el fragmento (así en Fragmentos de un discurso amoroso, en su “autobiografía” Roland Barthes, o en el espléndido La cámara lúcida), que le confrontaban con su deseo explícito de no convertirse en un “autor”. Como lector y como escritor le gustaban sobre todo los comienzos, y tenía terror a los finales, a la “última palabra”, le complacía “salirse por la tangente” del lenguaje directo. Impresionado por la idea de Leroi-Gourhan de que la especie humana sólo consiguió hablar cuando liberó la boca de la función predatoria, solía añadir que esa misma liberación fue la que dio lugar al beso. Tantas veces acusado de ser un prosista áspero, imaginaba una transgresión de esa doble función en una palabra que besa, como los amantes beben las palabras en los labios amados, en los que el saber se confunde con el sabor. Quizás podría definirse su huella en la cultura contemporánea, para lo mejor y para lo peor, con aquello que de sí mismo dijo alguna vez: que sólo era capaz de vivir las relaciones sociales en términos de lenguaje.
Babelia
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