El tormentoso amor de Frank Sinatra y Ava Gardner en España
En un país marcado por la carestía y una dictadura férrea, estos dos mitos dieron rienda suelta a su tira y afloja sentimental
Como si hubiese sucedido en esas películas en blanco y negro de Hollywood, de ese tipo de cine al que se refería Federico Fellini en el que “no había ni final ni principio, sólo la infinita pasión de la vida”, la tormentosa relación amorosa de Frank Sinatra y Ava Gardner tuvo un decorado de excepción: la España franquista, la de los tablaos, las ventas de madrugada y las corridas de toros. En un país marcado por la posguerra, la carestía y una dictadura férrea y patéticamente moralista, estos dos mitos de la cultura popular dieron rienda suelta a su tira y afloja sentimental. Como escribe el periodista Francisco Reyero en el libro Sinatra. Nunca volveré a ese maldito país (Fundación Lara), “la España de Franco siempre se le dio tan mal como Ava”.
Con buena prosa y muchos detalles, desde apuntes biográficos hasta testimonios de prensa, Reyero repasa todas las visitas del músico estadounidense a España, pero se detiene con acierto en aquellas que vinieron motivadas por la previa presencia de la deslumbrante actriz, fascinada por la farándula española y sus matadores. Con su cuerpo volcánico y su mirada penetrante, Gardner, que llegó a afirmar en público que “joder es un buen deporte”, siempre trajo de cabeza a Sinatra, pero fue en el país de la piel de toro donde el ídolo de masas más chocó contra la mujer que posiblemente más amó en su vida.
Gardner llegó a afirmar en público que “joder es un buen deporte”
Sinatra pisó por primera vez suelo español en mayo de 1950 y lo hizo con un único objetivo: encontrarse con Gardner, que estaba en la Costa Brava rodando Pandora y el holandés errante. Aterrizó en el aeropuerto de El Prat, rumbo a Tossa de Mar, movido por los celos. La actriz, que un año después sería su esposa, tenía un lío con el torero Mario Cabré. Aunque el cantante estaba todavía casado, Gardner y él vivían un romance del que se había hecho eco toda la prensa mundial. Lo intentaban disimular pero Sinatra, que llegó cargado con seis cajas de Coca-Cola y un collar de esmeraldas para ella, no podía soportar ver a su “infiel amada” junto el diestro catalán, que le brindaba los toros que mataba. Antes de su llegada, le había mandado desde Nueva York cartas perfumadas a su “querido conejito”, pero competían con las del presumido Cabré, que se esforzó por aprender inglés, dedicadas a su “dulce ángel”. Con su elegancia y sonrisa seductora, la actriz enamoró al pueblo de Tossa mientras Sinatra era visto como un hombre arisco y tacaño, que terminó soltando esta amenaza a la protagonista de Venus era mujer: “Si vuelvo a oír hablar más de este tipo [Mario Cabré], lo mataré a él y a ti”.
Pero Gardner, que opinaba de sí misma que si fuera hombre nunca se casaría con una mujer como ella, era incontrolable. Decía que le encantaba España porque se parecía a ella. Violenta, rural, caprichosa. Y no iba a dejar que ese rufián con clase que era Sinatra, al que necesitaba de forma intermitente, entre película y película, entre amante y amante, entre copa y copa, le dijese cómo comportarse. En palabras de Reyero: “Ava y él se pusieron del revés (o del derecho) casi hasta el final”. En 1953, ambos se separaron pero La voz, cuya cotización se había disparado al rodar De aquí a la eternidad, volvió a buscarla a la desesperada a España en la Navidad de ese año. En esta ocasión, Gardner, a ojos de todo el mundo más pletórica que nunca tras filmar Mogambo con “ese ajustado vestido de satén color pastel y ceñido de busto”, estaba liada con otro torero: Luis Miguel Dominguín. Tras alquilar un avión, Sinatra llegó desde Londres en la tarde de Nochebuena, pero Gardner se había ido de parranda. Se iba la primera, llegaba la última. El músico arrastró su desamor en juergas nocturnas en Madrid con paradas en Chicote. Entre bulerías y alcohol, la actriz le dedicaba su atención a Dominguín mientras Sinatra intentaba restablecer la relación. En una fiesta, donde estaban Francisco Rabal, Fernando Fernán Gómez o Lola Flores, cantó con un guitarrista flamenco Stormy weather y Mistake, pero sin ser correspondido por Gardner. Dominguín, mientras tanto, un macho alfa ibérico en toda regla, sacaba pecho y se jactaba de doblegar a un hombre ante el cual, como le dijo Humphrey Bogart a la propia Ava, “la mayoría de mujeres estarían dispuestas a arrastrarse y tú, sin embargo, andas por ahí con un tipo que se disfraza de capote y unas bailarinas”.
Gardner era una estrella en toda su condición. Amaba España, aunque nunca consiguió juntar dos frases en castellano y sí que su profesor de español se aficionase a los gin tonics. Y, como de película, célebres fueron las tortas que también en España recibió de los hombres que la quisieron conquistar. De Dominguín y de Sinatra, que le dio la última cuando la actriz, que tenía un dúplex en Doctor Arce, se bebía la barra del bar del hotel Castellana Hilton. “Nunca volveré a hablarle a ese espagueti hijo de puta”, dijo en una de sus últimas noches en Madrid en 1962. Por cada borrachera pasada de rosca, la actriz perdía algún collar, pulsera o pendiente. En España, sus brillantes extraviados hubiesen dado para abrir una joyería. En ese mismo país, Sinatra, considerado entonces por los sociólogos norteamericanos como un “sustitutivo icónico” para toda una generación de chicas con “orfandad amorosa” por tantos soldados destinados a la guerra de Corea, besó el suelo como pocas veces. Entonces, La voz, un contradictorio y obsesivo hombre que empezaba a ocultar su calvicie con un sombrero, era un verdadero huérfano que, eso sí, enamoró a medio mundo con su disco Songs for Young Lovers.
Babelia
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