El milagro pasmoso de Inhotim
Un empresario minero levanta en medio del Brasil interior uno de los museos al aire libre más grandes del planeta
Inhotim es varias cosas. Es uno de los mayores museos de arte contemporáneo al aire libre del mundo, con más de 80 esculturas diseminadas a lo largo de 140 hectáreas, entre montañas verde esmeralda en un rincón del estado de Minais Gerais, en el Brasil interior, a 70 kilómetros de la capital Belo Horizonte; es también un enorme jardín botánico, con viveros, ejemplares únicos y una colección de 800 tipos de palmeras diferentes. Pero sobre todo es el disparatado sueño hecho realidad de un hombre singular: Bernardo Paz, de 64 años, que no pasó del instituto pero que se convirtió en millonario a base de exportar hierro y acero. A los 45 años, ya con una buena colección de arte contemporáneo de su propiedad y harto de dar vueltas al planeta con un maletín de negociante, decidió convertir su casa de campo en un jardín tropical de cuento de hadas a fin de vivir rodeado para siempre de una cantidad ingente de belleza natural y artística.
En 2006 abrió las puertas de su edén al público, cobrando 40 reales (13 euros) la entrada, confiando en que todo algún día se vuelva sostenible. Aún no lo es. Así que el antiguo empresario que huía del estrés se ha vuelto a agobiar (y a pensar que una vida no le bastará) tratando de hacer rentable algo parecido al paraíso. Con todo, Inhotim, se ha convertido en el sorprendente catalizador económico de una comarca volcada en una minería que hoy cotiza a la baja. La inmensa mayoría del ejército de 1.000 personas que trabajan allí, entre jardineros, empleados de mantenimiento, obreros, camareros, guías y vigilantes proceden de la pequeña ciudad próxima de Brumadinho, de 35.000 habitantes, donde a Bernardo Paz todo el mundo conoce como simplemente como Don Bernardo.
El visitante llega, recorre un camino de adoquines entre bambuzales como muros de un fortín verde, cruza un puentecito sobre un arroyo y se encuentra un enorme claro en el que se ve al fondo un lago azul rodeado de una pradera limpísima y un majestuoso árbol del tamaño de una casa de cinco pisos y de 90 años de edad llamado tamboril cuyas ramas se extienden por el espacio en forma de manos abiertas. Más allá hay caminos empedrados que llevarán a uno por los rincones lejanos del parque-museo en busca de cualquiera de las de las obras de artistas como los estadounidenses Matthew Barney, Chirs Burden o la colombiana Doris Salcedo, entre otros muchos. En una colina hay una piscina con forma de agenda telefónica gigante obra del argentino Jorge Macchi. Las escaleras son las letras ordenadas alfabéticamente. Es preciosa. Pero no está ahí sólo para contemplarla sino para zambullirse en ella. Cerca hay dónde cambiarse y dónde encontrar un traje de baño. Todo en este parque (o museo, o jardín, o bosque o lo que sea) invita a zambullirse en él, al puro disfrute. Hay salas de exposiciones rodeadas de hamacas para que el visitante se tumbe a contemplar las obras desde los cristales de fuera. Los números son los que son (22 galerías enteras, como min-museos diseminados, 300.000 visitantes al año,) pero no explican lo que se siente cuando, harto de andar, el visitante se tumba en un banco y deja pasar el resto de la tarde mirando cómo el sol dora una deliciosa escultura de bronce mientras una mariposa azul eléctrico del tamaño de un mini-ipad revolotea nerviosamente alrededor.
Bernardo Paz es el alma de todo esto, su inspirador y su motor económico. Es alto, de melena larga y blanca de antiguo hippie. Fuma compulsivamente y juguetea sin parar con las pajitas de plástico que extrae de los tetra-bricks de agua de coco que tiene delante de la mesa. Se ha casado seis veces. Tiene siete hijos. Seún la revista Forbes, atesora un patrimonio de más de 800 millones de euros. Y buena parte de él se le va en los más de 15 millones de euros de presupuesto de ese sueño suyo llamado Inhotim. “Es idea mía, pero siempre pensé que esto como en algo público, el único objeto de esto es que fuera público. Por eso, mi obsesión es que sea rentable, para que perviva siempre”, dice. También matiza que Inhotim es una gran obra social y menciona los planes educativos de los empleados que acaban, gracias a su ayuda, yendo a la universidad; o a los grupos de niños de escuelas públicas que visitan constantemente el museo al aire libre; o a su política de entradas gratuitas a los que menos tienen o a sus proyectos de botánica o de recuperación de la cultura local de aldeas cercanas pobladas por descendientes de esclavos. “Este sitio conjuga dos cosas necesarias para la vida: la emoción y la sensibilidad”, sentencia. Hace años la Fiscalía Brasileña le acusó de lavar dinero. Pero nada ha podido probarse. En 2014 recibió un prestigioso galardón cultural otorgado por el Gobierno brasileño. Aún es socio de industrias mineras, pero explica que con la bajada del precio del hierro por parte de China su imperio se resiente. Aún así, alberga más proyectos en principio disparatados pero que conociendo la trayectoria del personaje tal vez lleguen a ser realidad: edificar hoteles de todas las categorías que atraigan más visitantes, construir un auditorio y, por si fuera poco, levantar, alrededor del parque, una docena de ciudades de 10.000 personas que vivirán –según él y su filosofía algo sesentera- en armonía con la naturaleza y consigo mismos, trabajando a distancia sin necesidad de desplazarse. “El secreto es volver a la casa de nuestro tatarabuelo con la tecnología de nuestros nietos”, explica. Para terminar, rodeado de una cordillera de su propiedad, asegura: “Lo importante es ser y no tener”.
Después invita al interlocutor a que siga fatigándose por las trochas del bosque-museo y a que pregunte a los guías jóvenes que lo explican todo sobre la galería que tienen a su cargo. Por uno de estos caminos que zigzaguea entre un preservado bosque original brasileño se llega a otra colina, esta coronada por una construcción circular acristalada. Parece un templo o la parte superior de un abstracto faro gigantesco. Dentro, hay un suelo de madera y un agujero circular que se hunde a más 200 metros bajo tierra. Nada más. Aparentemente. El artista americano Doug Aitiken instaló micrófonos ultrasensibles a lo largo del agujero, de modo que el visitante escucha ahí mismo el ruido que hacen las placas tectónicas de la tierra al frotarse. Suenan como un taladro lejano, como un ronroneo metálico ahogado. La instalación se denomina Sonic Pavillon. El guía de turno explica que allí, algo aturdidos al escuchar los ruidos digestivos del planeta y con la vista perdida en las lejanas montañas verdes, los visitantes se sientan a descansar en silencio del trajín del turista. Algunos, añade, rompen a rezar.
Babelia
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