Montevideo, la bella durmiente
La capital uruguaya cuenta con un rico patrimonio, pero desperdicia su potencial turístico y acumula décadas de abandono
Con sus fachadas ennegrecidas por la contaminación y sus avenidas destartaladas, Montevideo esconde un rico patrimonio abandonado. A la capital uruguaya le confiere una belleza decadente. Muy lejos del esplendor con el que varias oleadas de inmigrantes trataron de levantar a partir del siglo XIX: una utópica capital europea. Esta ciudad concentra un tercio de la población uruguaya, 1,3 millones de personas, y mira al Río de la Plata, la bahía elegida en 1726 por el rey de España, Felipe V, para fundar un fuerte capaz de contener el avance de los portugueses.
Se puede decir sin exagerar que Montevideo es una de las pocas capitales del mundo que carece de circuito turístico. Es habitual ver a los visitantes deambulando desorientados por los barrios históricos, atentos a las sorpresas que las calles les descubren: edificios modernistas, palacios franceses o casonas coloniales. Todos con sus puertas cerradas. Hay pocas guías turísticas que resuman la oferta de la ciudad, la señalización urbana casi no existe y los horarios de los museos son un desafío a la lógica. Estos pueden abrir tarde o no abrir, y permanecen cerrados los fines de semana.
Muchos visitantes se pueden quedar con la impresión de que Montevideo es una ciudad con poco atractivo. Un malentendido que por el momento sólo pueden aclarar los expertos. Entre ellos se encuentra la arquitecta Gabriela Pallares, quien conoce cada fachada de 18 de Julio, la principal avenida montevideana que tanto recuerda a la Gran Vía de Madrid a principios de los años 80. Pallares es autora de un blog que ha tenido enorme éxito al denunciar demoliciones de edificios de interés artístico y hacer propuestas de mejora. La arquitecta advierte que para apreciar la 18 de Julio hay que mirar hacia arriba, esquivando las marquesinas de las tiendas, el pésimo estado del mobiliario urbano, los puestos callejeros, la basura… entonces, aparecen las construcciones fastuosas. Edificios con una mezcla de estilos, algunos con una expresión más francesa, otros expresionistas o que adquieren las influencias del movimiento art déco. “Aquí hay una cultura de que sólo lo moderno es bueno. Se cree que todo lo nuevo es mejor que lo antiguo, y eso es un error. Se pueden mejorar las cosas sin una inversión enorme, basta una buena iluminación, un poco de sentido común”, asegura Pallares.
La decadencia de Montevideo empezó en los años setenta, junto con el descenso económico del país y la dictadura (1973-1984). Con la llegada de la democracia surgieron otras dificultades, como la magnitud de la inversión para recuperar una ciudad tan grande como París, pero con solo el 20% de la población de la capital francesa. El ayuntamiento de la ciudad, en manos del izquierdista Frente Amplio, es también el objeto de muchas críticas, ya que la mayor parte del presupuesto municipal se gasta en pagar los sueldos de funcionarios.
Por todo esto, los tesoros de Montevideo están abandonados, pero en muchos casos también intactos. La capital uruguaya languidece mientas otras ciudades latinoamericanas como Lima o Guayaquil se renuevan, y otras como Santiago de Chile se entregan a una euforia de modernidad y consumismo. En este año electoral, con las presidenciales previstas para octubre, ningún candidato parece tener un plan para Montevideo.
El emblema de la ciudad es el Palacio Salvo, una especie de rascacielos situado en la céntrica Plaza Independencia, al final de la avenida 18 de Julio. Tiene un estilo gótico y fue diseñado por el italiano Mario Palanti. La construcción finalizó en 1928, cinco años después de su inicio, y se convirtió por casi 10 años en el edificio más alto de América Latina. Ahora, el Palacio Salvo está en un estado deplorable. Sus pasillos son para visitantes audaces que se atreven a colarse por donde ocurren escenas dignas de una película de David Lynch.
Durante el siglo XX, cuando Uruguay era un país rico y exportaba sus materias primas —especialmente carne— a la Europa arruinada por la Primera Guerra Mundial, los millonarios rivalizaban con sus ambiciosas construcciones. Muchos edificios competían con el Palacio Salvo, como el Palacio Lapido, inspirado en el expresionismo alemán, o el Palacio Díaz, otro rascacielos levantado en 1930 por otro inmigrante, el español Pedro Díaz, político y comerciante conocido por su anticlericalismo y por pertenecer a la masonería.
El exalcalde y arquitecto Mariano Arana considera que el verdadero precursor de la capital es el expresidente José Batlle y Ordóñez (1856-1929). Fue considerado el fundador del Uruguay moderno, un Estado social y laico. Este exmandatario “trató de crear una Europa culta en el nuevo continente porque estaba convencido de que Uruguay tenía un destino propio”, asegura Arana.
A partir de 1910, Batlle y Ordóñez abrió concursos públicos para construir avenidas y edificios estatales, fundó escuelas de arte y contrató a los mejores arquitectos extranjeros, como el francés Joseph Marie Carré, autor de muchas obras montevideanas, entre las cuales está el espléndido Jockey Club. En este edificio céntrico y lujoso se reunían solo hombres, esencialmente de la aristocracia británica residente en la ciudad y grandes personajes como el cantante de tango Carlos Gardel. Muy pocos han tenido el privilegio de ver por dentro el lugar, comprado hace unos años por la ridícula suma de un millón de dólares por un empresario que lo mantiene cerrado.
Durante esos años la capital laica y moderna se levantó sobre la ciudad colonial, y en ocasiones ambas expresiones se mezclaron, como la Plaza Matriz, situada en el casco histórico. En esta explanada está el Ayuntamiento y una catedral de estilo colonial. El casco histórico es la entrada natural de los turistas que llegan al puerto. Un lugar lúgubre y vacío por la noche, pero que durante el día ofrece las mejores vistas a la bahía, y produce la impresión de estar en Cádiz, imagen de nostalgia para los colonos andaluces que poblaron la ciudad.
Babelia
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