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La película a medio hacer

La relación del escritor con el cine fue la de una vocación frustrada

Cartel de 'El coronel no tiene quién le escriba', de Arturo Ripstein.
Cartel de 'El coronel no tiene quién le escriba', de Arturo Ripstein.

Pocas veces Macondo fue un plató de cine. Y cuando lo fue, rara vez tuvo ese halo de magia y cotidianeidad cuidadosamente fusionados que se desprendía de las páginas de los libros. Coinciden todos en el carácter cinematográfico de las ingeniosas novelas y relatos de Gabriel García Márquez pero al mismo tiempo hay un acuerdo generalizado, de crítica y público, en que ninguna de las numerosas adaptaciones consiguieron nunca esa sensación extraña de naturalidad y credibilidad frente a un hecho absolutamente fantástico que producía su lectura. Quizá la clave está en que, desde las palabras, lograba estimular la imaginación del lector hasta un punto en el que cada cerebro elaboraba su propia versión gráfica de lo narrado, produciendo el rechazo a cualquier otra propuesta de representación.

Incontables fueron las ofertas que le llegaron a García Márquez para convertir en cine Cien años de soledad, y probablemente consciente de la imposibilidad de poner en dos o tres horas de película su novela más deslumbrante, siempre dijo "no" a estos cineastas osados que quisieron hacerlo. No obstante, la lista de adaptaciones de sus otras novelas y relatos es larga. De entre todas, probablemente se coloca por encima, gracias a su cercanía al espíritu narrativo, El coronel no tiene quien le escriba (Arturo Ripstein, 1999), un relato ambientado en Macondo, ese pueblo inexistente que se alza como uno de los más conocidos de América Latina.

Ni siquiera las superproducciones más ambiciosas, con actores y directores de renombre en su cartel, consiguieron plasmar el realismo mágico en imágenes. No lo hizo Crónica de una muerte anunciada (Francesco Rosi, 1987), con Rupert Everett, Ornella Muti, Lucía Bosé e Irene Papas, ni tampoco la muy sofisticada El amor en los tiempos del cólera (Mike Newell, 2007), con Javier Bardem encarnando a Florentino Ariza, esa especie de Gatsby pobre y latinoamericano. La viuda de Montiel (Miguel Littin, 1979), Eréndira (Ruy Guerra, 1983), Un señor muy viejo con unas alas enormes (1988) y la más reciente Memoria de mis putas tristes (Henning Carlsen, 2011) se cuentan entre las muchas pero poco felices adaptaciones de sus novelas y relatos.

García Márquez mismo fue hombre de cine. No solamente como mecenas generoso, creando en Cuba, en 1986 y con dinero de su propio bolsillo, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, que ha dado oportunidad de convertirse en realizadores a jóvenes latinoamericanos, sino también como guionista y crítico de cine en sus primeros tiempos de vida periodística.

Incluso como actor se le vio haciendo un pequeño papel en el filme mexicano En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac, 1965), la primera adaptación al cine de un cuento suyo. De su prolífica actividad como guionista para cine cabría destacar El gallo de oro (1964), adaptación de un cuento de Juan Rulfo escrita por él, Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón, director del filme; Tiempo de morir (1966), la primera película de Arturo Ripstein, escrita a cuatro manos otra vez con Carlos Fuentes; El año de la peste (Felipe Cazals, 1979) y su propia adaptación del clásico teatral griego para Edipo Alcalde (Jorge Alí Triana, 1996). También estuvo muy activo en los seis episodios basados en relatos suyos de la serie A mores difíciles (1988), ideada por TVE.

Su primer vínculo con el séptimo arte viene de la crítica. Tras el bogotazo que cerró la universidad de la capital colombiana en 1948, un jovencísimo García Márquez se vio obligado a instalarse en la Universidad de Cartagena para proseguir sus estudios y aunque nunca se graduó comenzó allí su actividad periodística en el diario El Universal. Más tarde, en el diario El Heraldo de Barranquilla comenzó a escribir su columna La Jirafa bajo el seudónimo Septimus, en textos en los que con frecuencia abordaba el cine. Sin embargo, fue en 1954, desde su integración a la redacción del diario nacional con sede en Bogotá El Espectador, cuando se convirtió en el primer columnista de cine del periodismo en Colombia. Sus críticas, más analíticas que calificativas, desvelaron cuáles eran sus intereses cinematográficos, escribiendo con pasión acerca de las películas del neorrealismo italiano y demostrando predilección por las producciones europeas. De Bienvenido Mr. Marshall, de Berlanga, escribió una memorable reseña.

Nunca rodó un largometraje. Muy en sus inicios, quizá aspirando a ser realizador, se colocó tras la cámara para el corto La langosta azul (1954) pero pronto desistió de la idea. Sin embargo, esa tarea la ha ejercido, con notable sensibilidad, su hijo Rodrigo García, autor de la muy notable Cosas que diría con sólo mirarla (2000).

Vendrán, con seguridad, muchas más películas basadas en sus relatos y novelas. Queda pendiente el reto de plasmar con autenticidad en cine ese realismo mágico que es la clave de acceso al universo rural y fantástico de casi todas sus narraciones. Aunque menos prolífico, el mundo del teatro y la danza latinoamericanos también han intentado aproximarse; destaca quizá la coreografía Remedios la bella , de la costarricense Marcela Aguilar, en los ochenta, y la espectacular adaptación teatral de El coronel no tiene quien le escriba por parte de Carlos Giménez y su grupo Rajatabla, en Caracas, en 1989.

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