“Llegamos a la ciudad de México en un atardecer malva”
Apuros, esplendor, niños golpeando balones contra su puerta y una copa de champán Retazos de la vida de Gabriel García Márquez en su país de adopción
–¿Usted ha leído algo de García Márquez?
–Sí. Cien años de soledad y Las putas de mi general.
–¿Las putas de mi general?
Antonio Reyes, 75 años, medio siglo trabajando en el distinguido restaurante Bellinghausen de la ciudad de México, chaqueta blanca, pajarita negra, se queda dudando con respecto al segundo título.
–¿No será El coronel no tiene quien le escriba?
–¡Sí! –Y Antonio Reyes se parte de risa por el lío que se ha hecho con las putas de otra de las novelas del premio Nobel colombiano, Memoria de mis putas tristes.
García Márquez iba de vez en cuando a comer allí. El mesero Rafael Arce dice que no era de esos clientes “acelerados que hablan fuerte y que quieren imponer su palabra”. Era “pasivo, amable, caballeroso”. Cuenta que “opinaba con calma”, tranquilo. Lo que más le impresionaba de García Márquez era lo atento que era con su señora, Mercedes Barcha. En cierto modo, Arce se complementa literariamente con Antonio Reyes. Él no ha leído Cien años ni El coronel, pero ha leído Memoria de mis putas tristes. Lo leyó cuando a su hija le ordenaron en la escuela que lo leyera.
Llegamos a la ciudad de México en un atardecer malva.
Escribió García Márquez en 1983.
Sus hijos y un amigo pateaban el balón contra la puerta de casa y Gabo salía enojado: "Muchachos cabrones no hagan ruido carajo"
Hacía 22 años que llegara a México. Llegó el domingo 2 de julio de 1961, el mismo día que uno de sus escritores favoritos, Ernest Hemingway, se pegaba un tiro en la cabeza en Ketchum, Idaho. Al domingo siguiente García Márquez publicó en la Revista mexicana de cultura su primer texto escrito en México, un obituario de Hemingway titulado Un hombre ha muerto de muerte natural. “El escritor de sesenta y dos años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres”, puso el colombiano sobre la muerte del hombre que murió de muerte natural.
En México escribió Cien años de soledad. En el número 19 de la calle La Palma de la colonia San Ángel.
En la casa de enfrente están pintando la fachada y detrás del portalón de entrada se oye la voz de un señor mayor. Al oír el timbre se acerca pero no abre la puerta, mira a través de dos agujeritos que han perforado en la puerta para poner los ojos.
–Sí, lo conocí –dicen los dos ojos con voz de mal humor.
–¿Esta de enfrente era su casa, verdad?
–Sí, y quedó a deber un año.
–¿Cómo?
–Dijo que no le habían llegado las regalías de Nueva York y de Buenos Aires.
Y cuánto hemos cambiado juntos, la ciudad y nosotros, desde que llegamos sin nombre y sin un clavo en el bolsillo, el 2 de julio de 1961, a la polvorienta estación del ferrocarril central.
Escribió García Márquez en 1983.
Luego vino el hijo del señor y explicó que lo que quería decir su padre era que a veces el escritor no podía pagarle al propietario de la casa, pero que sería un mes o dos a lo sumo, y que al final pagaba. En aquel tiempo, 1966, 1967, el vecino estaba haciendo su obra maestra y su esposa se ocupaba de las tareas de supervivencia. “Cuando se pone a escribir Cien años le apuesta todo al libro, y la heroína de entonces es Mercedes, que conseguía quién sabe cómo para comer”, cuenta un viejo amigo suyo de la ciudad de México.
El hombre que ha salido de casa y ha aclarado los términos de la deuda del genio de Aracataca se llama Gabriel Pérez del Peral. Dice que cuando era niño jugaba al fútbol con sus hijos Rodrigo y Gonzalo. Se ponían en la calle. Uno tiraba el córner desde un lado y otro remataba contra el portón metálico de la vivienda rentada de los García Márquez. “Tiraban el centro y aquí de volea la agarrábamos en el aire y pum, contra la puerta cerrada”, dice Pérez del Peral vestido con un polo azul del Inter de Milán.
¡Pum!
Contra la puerta cerrada de Gabriel García Márquez mientras escribía Cien años de soledad.
De volea.
“Él salía enojado y decía muchachos cabrones no hagan ruido carajo que estoy escribiendo”, recuerda el amigo de sus hijos. Lo recuerda con una bata azul a cuadritos y fumando en pipa. O con un saco de pana, pantalones vaqueros y zapatos de gamuza. Se acuerda de ver entrar a Carmen Balcells y a Carlos Fuentes y al elegante Álvaro Mutis en un Falcon rojo. “Él se la pasaba escribiendo todo el día”, dice Gabriel Pérez del Peral, que cuando era niño no entendía bien qué ocurría con aquel señor que estaba encerrado en un cuarto. “Yo le decía a Rodrigo, oye, tu papá no trabaja ¿verdad? Y Rodrigo me decía, no, está escribiendo un libro que se llama Cien años de soledad”. A veces Gabriel comía en casa de sus amigos y de postre les daban un gansito, un bizcocho industrial de chocolate relleno de crema y de mermelada de fresa. Él dice que recién sacado del congelador está delicioso y que lo mejor es tomarlo con una vaso de leche. El barrio es tranquilo, silencioso, como para ponerte una bata, fumarte un par de pipas e inventarte a José Arcadio Buendía.
Otro que iba por el número 19 de la calle La Palma era el periodista Jacobo Zabludovsky. Esta Semana Santa estaba de vacaciones en Miami pero atendió una llamada de teléfono para hablar de su amigo. Cree que fue como veinte años después de Cien años de soledad que él se encargó de que en el muro de fuera de aquella casa se pusiese una placa de bronce recordando que allí se había escrito la novela en español más conocida del siglo XX. “Descubrimos la placa jalando un cordón y una tela que se corrió y nos fuimos encantados de haber hecho eso. Al día siguiente se habían robado la placa”. Zabludovsky sospecha que se la llevaron para fundir el bronce y venderlo.
Su antiguo barrio es tranquilo, silencioso, como para ponerte una bata, fumarte un par de pipas e inventarte a José Arcadio Buendía
Muchos años después, cuando García Márquez ya llevaba tiempo viviendo en su definitiva casa de la calle Fuego, donde el escritor tenía una buganvilla a la que adoraba y un árbol muy lindo de magnolias, Zabludovsky era uno de los amigos que lo acompañaban al piano-bar del edificio cultural Polyforum. El periodista dice que al Nobel le gustaba tomar “una copita de champán”. La dueña del bar, Magdalena Rodríguez, precisa que cuando empezó a ir a su local, como a partir del año 2000, bebía whisky Glenfiddich, y que fue algo más tarde cuando se pasó al champán. De comer pedía siempre pescado, por ejemplo un atún bien sellado. De postre le gustaba el helado de vainilla. Magdalena Rodríguez conoció a García Márquez y a Mercedes Barcha un domingo a las seis de la tarde en un restaurante del sur de la ciudad de México. Se le acercó y le dio las gracias. El escritor le preguntó gracias de qué. “Del cólera, del coronel, de la soledad”, le dijo ella. Él la invitó a sentarse y estuvieron charlando un rato.
Magdalena Rodríguez les dijo que tenía un bar.
Cuatro días después, de improviso, un miércoles a las doce de la noche, Gabriel García Márquez apareció por la puerta de su bar. Iba con el periodista colombiano Roberto Pombo y con las esposas de ambos. Al final de aquella velada inesperada, cuando se fue su ídolo, Magdalena Rodríguez se quedó con sensación de inquietud “y con un agradecimiento muy grande a Dios por la oportunidad de haberlo estado escuchando”. Luego serían amigos. Aquella noche lo escuchó de cerca hablar de Pablo Neruda.
En las paredes del piano-bar había retratos de famosos hechos por el caricaturista mexicano Luis Carreño. El dibujante, que pintó al escritor varias veces, dice que la cara de García Márquez estaba “llena de triángulos”.
El bigote.
Las cejas.
También le gustaba de él su manera de bailar y su forma de llegar “un poco erguido, como echado para atrás, nunca encorvado”. Carreño recuerda que a veces en el bar de Magdalena lo intentaban grabar con cámaras y él las rehuía. Otros, cuando se daban cuenta de quién estaba allí, salían corriendo a una librería y regresaban con dos o tres libros en una bolsita para que se los firmara.
A principios de abril, cuando se informó de que García Márquez estaba ingresado en un hospital de la ciudad de México, Luis Carreño hizo una viñeta para el diario El Universal. Lo retrató sentado en un sillón dentro del hospital en aquellos días en que todo el mundo hablaba de su salud. De la cabeza del escritor sale un globito con un pensamiento interior. No he tenido ni un segundo de soledad.
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