Un temblor milenario
Antonio Díaz Regañón, catedrático de instituto jubilado, fue uno de los cinco elegidos por sorteo para acceder a la cueva de Altamira
Tenía una intuición y por eso me presenté en el Museo de Altamira. Sabía que me iba a tocar. Había venido antes con mis alumnos y siempre me había quedado clavada la espina de volver solo. Al entrar en la cueva se han empañado mis gafas, apenas teníamos ocho minutos y me he agobiado. Temía caerme, pisar mal sin darme cuenta. Cuando los cristales se han secado he descubierto la grandeza de la sala de polícromos. Toda la cueva está llena de grabados pequeños que si no te los señalan es imposible descubrir. La oscuridad es absoluta, hay silencio y humedad. Pero nada impresiona tanto como el color rojo de los bisontes, su enorme viveza, la nitidez de sus perfiles. Parecen pintados ayer, aún están frescos. El hombre que los creó aprovechó perfectamente el volumen de la roca, se adaptó a ella con intención. Hay una cierva muy hermosa, de dos metros, y un jabalí que dicen que es un bisonte pero es un jabalí perfecto.
Hoy es un día de gloria. Y lo es también porque he visto, en el libro de firmas, un dibujo dedicado de José Hierro, pintado con las flores que encontró de camino a la cueva y he leído esto de Alberti, que sí sabe poner las palabras justas: “Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones de agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala. Era como el primer chiquero español, abarrotado de reses bravas pugnando por salir. Ni vaqueros ni mayorales se veían por los muros. Mugían solas, barbadas y terribles bajo aquella oscuridad de siglos”.
Antonio Díaz Regañón, catedrático de instituto jubilado, fue uno de los cinco elegidos ayer por sorteo para acceder a la cueva de Altamira.
Babelia
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