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SILLÓN DE OREJAS

Contra piratas, zombis y robots

Acudan a hacer sus compras navideñas de libros a sus lugares naturales, las librerías Nadie duda de que tenemos demasiadas memorias y autobiografías poco interesantes de políticos

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Imaginen cómo estarán, a estas alturas, los almacenes de Amazon.es, ese monstruoso bazar de comercio electrónico listo para engullirse un buen pedazo de la tarta de consumo navideña, este año notablemente enriquecida gracias al regreso de la paga extra de los funcionarios. Me imagino a los estresados operarios de la sucursal española de la mayor tienda online del planeta agitándose como industriosas hormigas entre kilómetros de estanterías atiborradas de productos de todo tipo, con énfasis en juguetes y electrónica. La maquinaria ya debe de estar bien engrasada, a juzgar por la muy difundida comunicación en la que aseguran que en las Navidades pasadas, cuando solo llevaba unos meses implantada en España, la compañía de Jeff Bezos recibió 43.000 pedidos en un solo día, y que este año esperan llegar a los 50.000. A pesar de que en los orígenes de su meteórico negocio (valor de mercado: 119.000 millones de dólares) estaba el libro, en las pasadas Navidades no figuraba ninguno entre los 10 productos que más vendieron, lo que no impide que la muy opaca Amazon.es —que hasta 2015 seguirá disfrutando del subterfugio fiscal de pagar en Luxemburgo el IVA de los libros electrónicos al 3%— siga siendo la mayor amenaza que acecha a las librerías tradicionales. Pero no la única. Hace unos días recibí (sin pedirla) una lista con enlaces a varias webs que mostraban cómo bajarse “libros gratis” (pero no de derecho público) de Internet: el virus de la piratería se ha propagado ante los ojos estrábicos de las autoridades españolas con la misma celeridad que si lo hubieran transmitido los mordiscos de una plaga de zombis pasados de anfetaminas. Así que, si quieren contribuir a que el paisaje de nuestras ciudades y pueblos no se empobrezca, acudan a hacer sus compras navideñas de libros a sus lugares naturales, las librerías, donde serán atendidos por profesionales que escucharán sus preferencias y acabarán siendo sus cómplices, y no por robots virtuales cebados con algoritmos que persiguen encasquetarles sus “productos” preferentes. No olviden que el acto de comprar libros (también e-books) —como el de elegir un buen vino— es tanto más placentero y civilizado cuanto más consciente e intensivo, nada que ver con la compulsión del pirata que acumula todo lo que pilla: los japoneses tienen una palabra —tsundoku—para designar los libros comprados y no leídos, pero que yo sepa todavía no han inventado otra para los innumerables libros que los corsarios acumulan en sus tabletas y que nunca leerán. Acudan a las librerías de su barrio a buscar sus libros de papel: conviertan esa visita en parte de la fiesta. Dense un homenaje, y dénselo a los libreros: nunca se lo han merecido más que ahora.

Desmemoriados

Lo malo no es tener recuerdos, sino lo que se hace con ellos. Aquí, al parecer, todo dios tiene memorias que publicar. Y no me refiero a la señora Esteban, “la princesa del pueblo” (cada pueblo tiene la princesa que se merece, habría dicho quizás el Cernuda asqueado y lejano de Birds in the night), sino a toda esa significativa cuadrilla de políticos nacionales y autonómicos que pretenden salvar sus culos del juicio no ya de la historia, sino de los que les votamos alguna vez y quién sabe si algún día de nuevo. En el último trimestre han aparecido las de González, Aznar, Zapatero, Solbes y Anguita, que se unen a otras recientes de Bono, Guerra o Revilla: algunas han constituido un clamoroso fracaso comercial, agravado por el pago a sus autores de anticipos faraónicos, pero a ciertos editores no parece importarles (quizás porque, a pesar de todo, les compense). Nadie duda de que ya tenemos demasiadas memorias y autobiografías escasamente interesantes de algunos de los más conspicuos dirigentes de los partidos del llamado “arco parlamentario”, como también abundaron, en los años de la Transición, las de políticos del antiguo régimen reciclados o sin reciclar que pretendían convencernos de sus credenciales (pre) democráticas a golpe de “¡a mí que me registren!”: fachas y aperturistas, tecnócratas y opusdeístas nos han dejado una montaña de testimonios. Lo que se echa de menos, ya puestos, es escuchar también la voz de los que no llegaron al Parlamento pero lo intentaron: aquellos líderes de los partidos más a la izquierda que emergieron de las catacumbas de la clandestinidad y que en las primeras elecciones obtuvieron un respaldo insuficiente para llegar a las Cortes, pero sintomático de un momento en el que todo, cualquier cosa (incluso las indeseables), parecía posible. Pienso en dirigentes como, por ejemplo, José Sanroma (ORT), Blanco Chivite (PCE-ml), Eladio García Castro (PTE), Eugenio del Río (MC), Miguel Romero, Jaime Pastor (LCR) o Jaume Roures —sí: el mismo— (LC), etcétera: individuos que determinaron la actividad de una militancia a veces fervorosa y que luego desaparecieron con estruendoso sigilo, y a otra cosa, mariposa. Pocas mujeres entre los dirigentes, claro, porque cuando los partidos clandestinos salieron a la luz y comenzaron a salir en las fotos, quedó claro que, con alguna excepción, las chicas de la extrême gauche también habían estado a la sombra de sus colegas masculinos (una de las excepciones fue Pina López-Gay, del PTE, fallecida en 2000). Algunos han publicado después textos políticos o circunstanciales, pero nada que ver con auténticas memorias en que lo personal y lo político se mezclan en el intento de entenderse a sí mismos y lo que pasó. Supongo que habría público para leerlas, como lo ha habido en Francia, Alemania o Italia para las memorias de algunos de sus equivalentes marxistas-leninistas, maoístas o trotskistas. Lo que falta es la voluntad de los autores.

Película

Ignoro cuándo tendrán a bien sus distribuidores —una casta particularmente secretista— estrenar en España Mientras agonizo, la película de James Franco basada en la novela (1930) de William Faulkner. El filme se presentó en el pasado Festival de Cannes, de modo que ya se retrasa lo suyo. Faulkner, que firmó guiones para Hollywood, no ha tenido demasiada suerte con las adaptaciones cinematográficas de sus obras, entre otras razones porque el stream of consciousness y el monólogo interior no facilitan su traducción en imágenes. Recuerdo con agrado Ángeles sin brillo (Douglas Sirk, 1957, basada en Pylon, una de sus novelas “menores”) y con espanto la adaptación que de El ruido y la furia hizo Martin Ritt en 1959, en la que la historia de los Compson parecía un drama histriónico de Tennessee Williams, que también había nacido en Misisipi. Las críticas de la película de Franco que he podido leer no son como para echar cohetes, pero tampoco horrorosas. Mientras esperamos el estreno de la última podemos consolarnos (re)leyendo la novela, una de las más “modernistas” y arriesgadas de Faulkner. La pueden encontrar en Alianza y en Cátedra traducida por Mariano Antolín Rato y en Anagrama en versión de Jesús Zulaika. Por cierto que James Franco, que interpreta en Mientras agonizo el papel de Darl Bundren, está en la actualidad rodando una nueva versión de El ruido y la furia. Se ve que al chico le va Faulkner.

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