Se va la voz dormida de Medardo Fraile
El escritor madrileño murió el viernes en Glasgow, donde vivía. Gran cuentista y autor de unas memorias conmovedoras, recibió el Nacional de la Crítica en 1965.
Medardo Fraile, cuentista mayor de este país, que habitaba en Escocia desde hace cincuenta años pero que nunca abandonó su memoria de España, murió mientras dormía en su casa de Glasgow el viernes por la noche. Era un hombre tímido cuyos relatos fueron lo mejor de su producción literaria, pero también es autor de unas memorias conmovedoras en las que revisita su país en guerra y traza un panorama de inolvidable nostalgia de lo que él vivió en Madrid cuando era adolescente.
Hablaba como si nunca hubiera vencido la timidez que lo condujo a la esquina de las mesas de una generación fecunda de la literatura española, la que vivió de pleno la guerra civil. Vivía en Glasgow, donde se fue por amor en 1964, y donde enseñó literatura y escribió muchos de sus libros fundamentales, entre ellos su autobiografía de 2010, El cuento de siempre acabar (Pre-textos). Nació en Madrid en 1927, fue premio de la Crítica, ganó el Sésamo y algunos otros galardones. Escribir era su premio, decía.
Cuando vino a Madrid a hablar de ese libro de memorias, Fraile, uno de los mejores cuentistas de su generación, se encontró de pronto con uno de los principales capítulos de esos recuerdos: la calle en la que vivió su adolescencia, bajo las bombas de Franco. En el libro describe casa por casa esa calle, y se detiene en el número en el que vivió un muchacho, de apellido Carrasquilla, sobre cuya azotea caían los panes que Franco lanzaba sobre Madrid como una maniobra de propaganda antirroja. Cuando Medardo vio otra vez el escenario de sus andanzas de chico, rememoró cada minuto de la guerra en su casa, con cada uno de los detalles fijados como en piedra. “Mi casa era una alegoría de España. La mitad del piso era de izquierdas y la otra mitad de derechas. En la cocina había a veces situaciones muy tensas. Mis tíos eran un poco brutales; tenían hijos en el frente y eso se comprende. Pero en general hubo un clima más o menos civilizado”.
Era metafórico y minucioso, como en sus cuentos; y narraba lo que pasó en la guerra, más de setenta años después, con el mismo vigor con que hubiera contado el presente. Creía que el cuento era “un puñetazo lleno de realidad posible”, y a aquel tiempo le concedía una vigencia insoslayable, por eso hablaba de lo que pasó entonces como si estuviera narrando oralmente lo que quizá entonces se contó a sí mismo, mientras paseaba, bajo el ruido de las bombas, por estos escenarios entonces devastados.
Contaba sin pudor su vida, y hablaba con libertad de amigos y de adversarios, a los que zahería en voz baja; su recuerdo más emocionado, en las memorias y en persona, era para Ignacio Aldecoa, prematuramente fallecido en 1969, a los 44 años. Aldecoa era el jefe de filas de la generación de Medardo, “era el hermano mayor”. Evocando esa muerte, Fraile, que supo la noticia por casualidad en su exilio escocés, dijo que aquel compañero era sin duda un escritor de una voz “inconfundible, ejemplar”, el mejor de su tiempo, y mientras lo iba diciendo de sus ojos nítidamente azules fueron brotando unas lágrimas que al fin le quebraron la voz.
Nunca se fue del todo de España, o nunca estuvo del todo en Escocia. Cuando venía a Madrid llamaba a sus amigos, a sus editores, explicaba su nostalgia en función del frío que pasaba en Glasgow, pero en realidad sintió que aquella larga estancia fuera de su país había desnaturalizado el conocimiento que él mismo, y sus estudiosos y animadores —José María Merino, Ángel Zapata, Eloy Tizón…—, creía que merecía su producción literaria. Le pregunté por qué seguía viviendo allí, tan frío y tan lejos. “Pues ni yo mismo lo sé”. Dio clases en la Universidad de Strathclyde, desde los años setenta. Allí se casó, allí nació su hija. Explicando por qué seguía en Escocia dijo: “Allí estoy, recordando; yo vivo en Escocia, pero lo único que hago allí es recordar España”.
Escribió cuentos infantiles (uno de ellos, Santa Engracia, número dos o tres, hace alusión a la zona madrileña en la que pasó la guerra), la novela Autobiografía, en 1986, que acaba de ser reeditada por Menoscuarto con el título Laberinto de fortuna. También escribió ensayo y crítica, hasta que se decidió a hacer sus memorias, un compendio enjundioso de la vida de su tiempo, en el ámbito literario, pero sobre todo personal y político. Como él mismo, al menos en los últimos tiempos, esas memorias definen su carácter melancólico y tímido, pendiente de los destellos que vinieran de su país. Había anunciado para ahora uno de sus periódicos regresos. El futuro fue siempre imperfecto (Páginas de Espuma publicó hace dos años Antes del futuro imperfecto, sus recuerdos se llaman El cuento de nunca acabar), así que terminó poniéndole punto final a la ilusión reiterada de Medardo de volver al calor de su país al menos de vez en cuando.
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