Noches de champán y sopapos
El escenario de los Goya fue un buen diván para expresar los males del cine y el país
Era mentira que lugares y ocasiones así no resultaban idóneos para la exposición de un cabreo colectivo. Que los Goya no eran el escenario para la reivindicación. Que solo el cine cabe como tema de conversación en la noche del cine. En tiempos así, con tanta gente que “ha perdido la casa, el trabajo o incluso la vida”, como dijo Maribel Verdú con más cara de madrastra de Blancanieves que de Maribel Verdú, tratar de enmarcar o embotar la libre expresión de las ideas llevaría obligatoriamente impreso el marchamo de la desvergüenza. La vicepresidenta del Gobierno deseó el viernes que el cine fuera “lo principal” y no lo secundario en la gala de los Premios Goya. Lo fue. Pero en cualquier segmento de los días y de las cosas existen los márgenes, lugares que no han de llevar de forma indefectible a posiciones marginales, y sin los cuales lo que está arriba se movería demasiado a sus anchas sobre lo que está abajo. Existen los matices, los grises, toda la diversidad de la gama del cabreo y la indignación social, y ayer todo ello desfiló por el escenario del hotel Auditorium.
El cine, los cineastas, por su propia naturaleza —arte, sí, industria, por supuesto, pero también vector de comunicación— pueden —deben— soltar lo que llevan dentro sobre los temas de actualidad y sus miserias. El cine siempre lo hizo desde sus balbuceos: denunciar, además de proporcionar arte y, a ser posible, aunque esa es otra historia, entretener. Si el periodismo puede, ¿por qué no otros cuerpos sociales, otros gremios? Sería una chulería nefasta (en la que no pocos militan) creer y hacer creer al público que los periodistas tienen el monopolio de la denuncia. Así que, ayer, Maribel Verdú, Candela Peña, Eva Hache o Enrique González Macho, que no parecen precisamente revolucionarios hacha en ristre dispuestos a la carnicería, se dedicaron a dos cosas: a garantizar que el cine fuera eso, lo principal, pero también a poner sobre el atril, y a quejarse amarga pero elegantemente por ello, todo lo que está pasando ahí fuera. Y es de suponer, y desde luego de desear, que el ministro de Educación, Cultura y Deporte, que ha avalado con la palabra “inevitables” tantos ejercicios provocadores de sufrimiento, no se haya sentido chocado por esta noche de —más que protesta— recordatorio.
En efecto, el cine español tendrá que esperar, al cobijo de películas extraordinarias como Blancanieves, Lo imposible, Grupo 7 o El artista y la modelo, mejores días. O en otras palabras, en concreto en las de Eva Hache, “a que llegue el parné”. Asegura Juan Antonio Bayona a quien quiera escucharle que los cineastas harán siempre cine, con 30 millones o con tres, o con 300.000 euros “porque es lo que sabemos hacer”. El cine es víctima de una enfermedad universal llamada cambios de hábito de consumo, y el cine español, que no se libra de la plaga, sufre además de demasiados síntomas de miseria doméstica: envidias, mentiras, victimismos baratos, intervencionismo político de la peor especie (en lugar de un consenso entre derecha e izquierda sobre la industria, como ocurre en Francia, por ejemplo)... y para hablar de esos males, el mejor diván es el escenario de los Goya, si la cosa se sabe contar, como ocurrió ayer por la noche. El champán burbujeante y los sopapos dialécticos no tienen por qué estar reñidos.
Babelia
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