El dolor es un sándwich de ‘pastrami’
El escritor y corresponsal de guerra Francisco Goldman no supo lo que era la muerte hasta que perdió a su esposa por un golpe de mar. Su novela 'Di su nombre' relata un duelo enloquecedor
De joven, Francisco Goldman solo quería ser escritor. A los 24 años se propuso hacer un posgrado de escritura en Estados Unidos. Para entrar tenía que presentar cuentos propios, y decidió irse de Nueva York a Guatemala para encerrarse a escribir en una casa que tenía la familia de su madre junto a un lago emponzoñado de la capital. Cuando llegó, su tío le explicó que el vigilante privado de la casa del lago había sido asesinado.
Con buen criterio, el señor se llevó a su sobrino gringo con él para que viviese con el resto de la familia en su residencia amurallada de clase media alta. Era 1979 y la guerra de Guatemala estaba en uno de sus peores momentos. Morían políticos, sindicalistas y estudiantes. Todos los días en el periódico se informaba de que había aparecido algún muerto con señales de tortura y “con un tiro de gracia”. La familia guatemalteca de Goldman era conservadora. Sus primos estudiaban en una escuela privada. Todas las tardes iba con ellos a una pastelería a la que eran asiduos los nicaragüenses ricos que escapaban de la revolución sandinista. A él le gustaba tomar pastel de tres leches y mirar a las amigas de sus primos.
Dentro de ese doble contexto centroamericano de sangre y nata montada, Francisco Goldman, influido por las obras de Italo Calvino y de John Cheever, escribía cuentos de amor y de familias “jodidas” de los suburbios de Estados Unidos con la única intención de entrar en un curso de escritura creativa. Pero un día llegó a casa de su tío “una niña” que estudiaba medicina y que hacía prácticas en una morgue. Ella le dijo que en el depósito los cadáveres se amontonaban uno encima del otro, y que debía verlo con sus propios ojos. “Para entrar me disfracé con una bata blanca y con guantes de hule. Me acuerdo de un cadáver al que le habían quitado el pene”. Esta experiencia fue la base emocional de su futura entrada en el mundo del periodismo. Goldman mandó sus cuentos de amor a su país y fue elegido para el curso de posgrado. También se los envió a Esquire por ver si sonaba la flauta. El instrumento sonó y la revista le compró sus cuentos de amor escritos en aquellos días agridulces de pasteles de tres leches y tiros de gracia.
No es una autobiografía objetiva, sino el retrato subjetivo de una mente dañada por la muerte de su esposa
Entonces en Esquire le preguntaron a Francisco Goldman si también le gustaría escribir reportajes para ellos. Le propusieron que fuese al Himalaya para hacer un texto sobre los sherpas, pero el recuerdo íntimo de la morgue se impuso y él los convenció para que lo enviasen a la guerra de Guatemala. Más adelante le pidieron un reportaje sobre Nicaragua. Su editor era un tipo conservador que usaba el seudónimo de Adam Smith y daba consejos de inversión en la televisión. Antes de mandarlo a Nicaragua lo citó en su casa de Princeton para que hablase del tema con su amigo Carlos Fuentes. Era verano y el reportero acudió vestido de oscuro. “Yo era algo punk”, dice Goldman en su casa de la Ciudad de México mientras desayuna a mediodía un capuchino y unas tostadas con crema de almendras. Fuentes y su editor lo recibieron en la piscina de la residencia con sendos slips. Goldman asegura que se pasó varias horas esperando a que el escritor mexicano lo atendiera —“él y Adam Smith se quedaron en la piscina coqueteando con dos amigas argentinas”— y que lo primero que le dijo el novelista cuando al fin le hizo caso fue que los sandinistas habían cometido un error: “Dejar viva a la Guardia Nacional de Somoza”. En aquel momento comenzaban las tácticas de contrainsurgencia en Centroamérica. Goldman no sabe si Fuentes llevaba parte de razón, pero aquel día le sonó horrible lo que decía. “Me pareció hipócrita que dijera que los sandinistas hubieran hecho mejor siendo unos asesinos, cuando en esa época justo se les admiraba porque no lo eran”. Después de llevarse una decepción viendo a Carlos Fuentes en slips dando una opinión tan severa, Goldman se fue a Nicaragua e hizo un reportaje sobre los jóvenes voluntarios de la guerrilla sandinista. A su editor Adam Smith le pareció que “humanizaba” a los revolucionarios y no lo publicó.
Goldman dejó Esquire y empezó una carrera de reportero de guerra en la que cubrió los conflictos centroamericanos para medios como Harper’s o The New Yorker, aunque al mismo tiempo continuó con su vocación literaria, que ha dado novelas como La larga noche de los pollos blancos (1994) o El esposo divino (2008), publicadas en español por Anagrama. Él se tomó su trabajo de reportero como un modo de aprendizaje “en la realidad” para la escritura, como hicieron con sus guerras Hemingway y Stendhal, que se fue a luchar a Rusia con el Ejército de Napoleón. Goldman cuenta que Stendhal tuvo una erección la primera vez que se vio en un espejo vestido de oficial. “Yo fui un poco con ese espíritu a las guerras de Centroamérica. No era tan heroico y comprometido como curioso y hambriento de experiencias”. En la mesa, entre Goldman y el periodista, hay un cactus enano.
Después de cubrir como reportero las guerras de Centroamérica durante los años ochenta, Francisco Goldman pensaba que conocía bien el dolor. Ahora, con 57 años, los ojos se le ponen llorosos hablando en el amplio salón de su casa sobre un simple sándwich de pastrami. Se acuerda de la primera vez que llevó a su novia Aura a Katz’s Delicatessen, un restaurante de Nueva York especializado en ese suculento emparedado que obstruye estómagos. Aquel día ella se empeñó en deglutir uno entero y se empachó. “Tengo que ir a casa”, le dijo su chica. “¿Quieres decir a mi casa?”, le respondió él. Fue la primera vez que su futura esposa le hablaba de su apartamento de Brooklyn como algo de los dos. Goldman recuerda aquel momento como “la indigestión más romántica del mundo”. Le da la risa, y se le empapa la vista. Un sándwich de pastrami puede ocupar demasiado espacio en la memoria de un viudo.
En el verano de 2007 una ola mató de golpe a Aura Estrada en una playa del Pacífico mexicano. Era de la Ciudad de México, tenía 30 años y llevaba dos casada con Goldman, hijo de un judío estadounidense de origen polaco y de una guatemalteca católica. Él estaba en la orilla cuando el mar se la comió, se retiró y la dejó sobre la arena con una lesión mortal de cuello. Aura Estrada era una escritora con futuro que estaba haciendo un posgrado de letras hispánicas en la Universidad de Columbia. Cuando se acercó a socorrerla, ella no sentía las piernas, y casi no podía respirar. “Quiéreme mucho, mi amor”, fue una de las últimas cosas que le dijo su esposa. Un día más tarde murió en un hospital de Ciudad de México y el bregado reportero de guerra empezó a saber “exactamente” lo que era el dolor. Tres años más tarde publicó en inglés la novela Di su nombre, editada ahora en español por Sexto Piso. Es el relato de un duelo enloquecedor en el que usó la literatura como un conjuro que le devolvía a su amor cada vez que se sentaba a escribir.
Francisco Goldman se pasó borracho los primeros seis meses del duelo. “Mis amigos hicieron un calendario con turnos para ir a chupar conmigo”, dice el escritor. Esa fase nociva se terminó cuando un día caminaba bebido por Nueva York y lo atropelló un coche. En el hospital, un camillero que lo traslada para hacerle un TAC le dijo que su estado era tan delicado que podía morirse. Goldman se llevó una alegría. Pero al final sobrevivió. Entonces se dio cuenta de que debía de empezar a vivir su duelo de una manera “más honrosa” y empezó a trabajar en la novela como un arqueólogo, rebuscando información en los diarios de Aura, en el ordenador de Aura, en los cajones de Aura y en sus recuerdos de Aura para poder hacer un retrato íntimo de su joven esposa muerta.
Goldman explica que Di su nombre no es una autobiografía objetiva, sino el retrato subjetivo de una mente tan dañada que llegó a ver el rostro de su esposa flotando entre las ramas de un arce que había al lado de su casa de Brooklyn —tan enamorada que en los días siguientes le daba un beso al tronco o le susurraba que lo quería cuando pasaba a su lado—. “Este libro no es una recolección de hechos, es el resultado de una memoria traumatizada, una memoria que vives dentro de tu cuerpo de forma alucinógena”, dice Goldman, que escribió parte de la novela rodeado de las pertenencias de Aura, en especial su vestido de boda, que colocó como en un altar junto a un espejo de bordes dorados: “Yo sentía que lo estaba llenando con palabras, y que un día llegaría a mi apartamento y ella estaría otra vez dentro de ese vestido y me diría, ‘¿qué pasó, Frank?”.
Este verano, una semana después del quinto aniversario de la muerte de Aura Estrada, Goldman tuvo una pelea nocturna con unos chicos ricos. “Me madrearon. Eran 15. Es un milagro que no me mataran”. Llegó ensangrentado a casa a las seis de la mañana. Tres días después fue con sus amigos a beber a una cantina y ellos se pusieron a bromear con la paliza que se llevó Goldman. Esa noche en la cantina le dio un ataque de risa con las burlas de sus amigos y sintió un dolor en el tronco. “Me dije, ‘¿qué es esa sensación?”. Ya se había olvidado de lo que dolían los pinchazos de las carcajadas. “Ahí fue cuando supe que había cumplido mi duelo”, dice Francisco Goldman, que esta mañana lleva una camiseta negra de manga corta y aún tiene un codo morado.
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