La torre y el triángulo
Mediante la teoría de grafos, la torre de Hanói también se relaciona con el triángulo de Sierpinski
En semanas anteriores hemos visto la sorprendente relación de la torre de Hanói con los recorridos hamiltonianos, así como con la leyenda del inventor del ajedrez, y la versátil torre aún reserva algunas sorpresas. Por ejemplo, su relación con el triángulo de Sierpinski, señalada por nuestro comentarista habitual Luca Tanganelli.
Aunque el matemático polaco Waclaw Sierpinski (1882-1969) es más conocido por su famosa “alfombra”, también ideó otros objetos fractales, como el triángulo que lleva su nombre, que se obtiene de la siguiente manera:
En un triángulo equilátero (aunque sirve un triángulo cualquiera), unimos los puntos medios de los lados y eliminamos el triángulo central así obtenido (en blanco en la figura), con lo que quedan 3 triángulos cuya área conjunta es 3/4 de la del triángulo inicial. Hacemos lo mismo con los tres triángulos restantes, con lo que quedan 9 triángulos cuya área conjunta es 9/16 de la del triángulo inicial… y así sucesiva e indefinidamente.
Pues bien, como señala Tanganelli: “El grafo de los movimientos de la torre de Hanói es como un triángulo de Sierpinski, y el camino más corto entre dos posiciones extremas (donde los discos se hallan todos en un eje) se visualiza como un lado de dicho triángulo. Yo me pregunté si existía un camino más largo entre dos posiciones extremas, y resulta que sí. Este camino resulta ser un camino hamiltoniano”.
(Aclaro que el grafo de la torre trivial de un solo disco es el triángulo inicial, el de la torre de dos discos es el primer paso del proceso de Sierpinski, o sea, el triángulo dividido en cuatro partes, y así sucesivamente).
Como vimos, el camino más corto, para una torre de n discos, requiere 2ⁿ – 1 movimientos. ¿Cuántos movimientos requiere el camino hamiltoniano? ¿Son únicos ambos caminos?
El verdadero nombre de Dios
Y hablando de curiosos paralelismos, la leyenda (apócrifa) de los monjes de Benarés que trasladan sin cesar los 64 discos de oro de una torre de Hanói, cuya ingente tarea, al finalizar, supondrá el fin del mundo, tiene su homólogo en un famoso relato de Arthur Clarke titulado Los nueve mil millones de nombres de Dios, en el que se cuenta la historia de unos monjes tibetanos que combinan sin cesar las letras de su alfabeto para intentar formar el verdadero nombre de Dios; cuando lo encuentren, nada quedará por hacer y se apagarán las estrellas. Teniendo en cuenta que el alfabeto tibetano consta de treinta letras, que el nombre de Dios no puede tener más de nueve letras y que una misma letra no puede aparecer más de tres veces seguidas (pues ello daría lugar a un nombre impronunciable incluso para un monje tibetano), ¿es realmente del orden de los miles de millones el número de posibles nombres divinos? ¿O quienes erróneamente traducen billions como billones están en este caso más cerca de la verdad?
Planteémonos una tarea algo más sencilla que la de los monjes tibetanos: supongamos que quien denominó “Dios” al ser supremo acertó con el número de letras y la proporción de vocales y consonantes, pero no dio con el nombre verdadero. ¿Cuántos son los posibles nombres de cuatro letras, dos vocales y dos consonantes, compatibles con la morfología del castellano? Pero no los recites en voz alta, por si acaso…
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