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Sobrasada negra en pergamino

La sobrasada vieja es otra cosa superior, estimada por los devotos, no por todo el público

Ciertas sobrasadas se convierten en testimonios documentales, ofrecen datos y valores significativos. Contienen otra información, novedades, más allá de ser reserva alimentaria. Muestran la curiosidad de su historia resistente, de meses y quizás años de espera.

Este embutido rojo es la gran madre-abuela del isleño, la memoria-comunión con uno mismo. Algunas biografías se inician en la primera merienda y el consumo habitual no desmerece el eco que motiva el recuerdo.

El producto es fruto y excusa del episodio anual de minoría insular que es la matanza del cerdo. Con él se recuerdan lugares y gentes en aquella fiesta. En el ámbito urbano, el amante de la sobrasada conoce su origen, dónde la compró, la casa o la marca más apreciada; o quién se la ofreció. El presente, la ofrenda, es un gesto de relación local. El pebre bord pimentón y su olor decoran el ADN. La pasión por el bocado surge al compartir pan y sobrasada en el patio de la escuela (tiempo atrás), de excursión o ante un libro.

La rebanada iniciática está en el pa i talec, una pieza de verano para untar o en el cacho de longaniza asada, prieta entre el dedo gordo y el pan. La huella roja. Pa-i-talec-torrat no es un verso: es un acontecimiento sabroso.

La sobrasada es un producto artesano que está en la dieta de los instantes festivos, casado con el ritual tribal. Matanzas es siempre plural aunque sea un acto único, singular, que acaba generalmente con la muerte para la posterior resurrección de una sola bestia.

Las mejores piezas quedan guardadas, aisladas en la perxa caña-pértiga. La despensa como refugio para gozar más adelante, por si acaso, para grandes momentos, para no tener añoranza cuando el invierno está lejos.

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Las sobrasadas tipo documento, las de reserva, tienen una evolución pero no deben mudar demasiado la textura, color y sabor. La sobrasada vieja remarca y mejora su identidad final a causa de la vida interior de la pasta, la influencia del entorno, los fríos y calores.

De vez en cuando, la tripa, con la humedad, cría mohos externos que embellecen y quizás alteran un poco el sabor. Algunos aprecian el buen impacto indirecto de los hongos sobre la piel.

Las piezas de cava, por su parte, expresan su edad y la transformación de la materia. La sobrasada vieja es otra cosa superior, estimada por los devotos, no por todo el público. La cata es sorprendente pero si fue mala en origen no mejora con los meses, declina, es peste, pésima.

Con el paso del tiempo se emplaza a la excelencia. La sobrasada ha de madurar sin acidez, ecos de óxido, hilos blancos y trocitos de grasa duros. Fatal es aquel embutido que raspa, se aferra y frustra en el paladar como una ofensa.

La vieja y buena sobrasada, precisamente, asimila el paso de las estaciones. Dialoga con el clima. El embutido se concentra, suda y se adelgaza, se sintetiza en la percha doméstica. En el fondo, la caja fuerte de toda mesa doméstica que se precie procede de la matanza. Está en el desván, aireada, sin trasiego de calor, olores químicos, moscas o ratones.

La sobrasada añeja es un testimonio de la búsqueda de un momento. Un deseo selecto pero también una incógnita hasta catar la pasta tras su larga estancia en las tripas. Esa piel deviene noble pergamino, documento antiguo, que conserva la crónica, la noticia. A veces una sobrasada envuelta en pergamino, intestino curtido, ofrece tramas negras, carne bien envejecida. Otras son fatales, auténticas momias.

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