No es hambre, es que duermes poco, te pasas con el azúcar, te gana el olfato… ¿Qué puedes hacer?
Cinco pasos y dos consejos para no acabar con un agujero en el estómago, mal carácter, flojera...
Hablando de dietas, el mes pasado abordábamos un tema interesante en la edición en papel —que vuelve mañana con EL PAÍS—. El asunto en cuestión es la procedencia del monstruo insaciable que a todos nos ha ganado el pulso ante la nevera, mostrando, e imponiéndonos, una irrefrenable atracción por la deglución. El estómago se alimenta de más cosas que del comer, decíamos: “El cansancio, el estrés y la ansiedad también intervienen, así que, como ve, para no sentir gusa hay que tratar muchas más cosas que no son solo lo que comemos”. Para ponerlo más difícil, el mismo reportaje apuntaba que hay distintos tipos de hambre que quizá le suenen: está la física, la emocional, la del paladar... En el número de BUENAVIDA que ve la luz mañana retomamos este último asunto, que también tiene su miga.
Para empezar hay que distinguir el hambre del apetito. “El hambre es la necesidad fisiológica de ingerir alimentos para obtener la energía y los nutrientes que necesita el organismo, mientras que el apetito es el deseo consciente de comer algún producto concreto”, matiza María Soto Célix, miembro del Grupo de Especialización de Nutrición Clínica de la Academia Española de Nutrición y Dietética. Pero el efecto de ambos es el mismo: un agujero en el estómago, mal carácter, flojera... “A la hora de querer o necesitar alimentos, hay varios aspectos que interaccionan: neurobiológicos, fisiológicos y psicológicos, señales hormonales, sensoriales, metabólicas...; contracciones gástricas que llegan a generar malestar con náuseas e irritabilidad [aquí está la razón del mal humor]; bajada de nivel de glicemia o glucosa en sangre [flojera]”, y antojos por el puro placer de comer o por el valor de premio o el consuelo que otorgamos a ciertos caprichitos... Veamos qué se puede hacer.
Primer paso: saber a qué nos enfrentamos. Es esencial para combatir y vencer. Ya aprendimos que no hay dietas que funcionen sin el peaje de pasar hambre y que cuanto antes nos quitemos los kilos cogidos (echémosle la culpa a la semilibertad), menos se enquistarán. El siguiente paso es descubrir cuáles son tus armas. ¿Qué hace que subas o bajes el volumen? Los frentes se multiplican, puesto que “distintos factores modulan que nos sintamos vacíos o llenos”. Ejemplos, por favor. “Las propias características organolépticas de los alimentos, como el color, el olor, la textura, el sabor..., envían información al cerebro, que comienza a liberar señales; el sistema nervioso central recibe datos de cómo está el balance energético y lanza mensajes a los sistemas periféricos que provocan las sensaciones de hambre y saciedad”, continúa la dietista-nutricionista. La composición nutricional de lo que nos llevamos a la boca juega un papel fundamental: las proteínas son los macronutrientes que más sacian, seguidas de los hidratos de carbono —”que inhiben el hambre a corto plazo por la liberación de insulina"— y, por último, están las grasas, “cuyo efecto saciante es muy limitado”.
Tercero, buscar enemigos en nuestras propias filas. ¿Qué hacemos que lo pueda empeorar? “Hay muchas situaciones cotidianas que aumentan o disminuyen la sensación, como el ayuno o el sueño, y también varía según el gasto energético: por la mañana se tiene menos y a mediodía, más”, explica la también coordinadora del Grado online de Nutrición Humana y Dietética en la Universidad Isabel I.
Cuarto, interceptar los sentidos: la vista, porque un plato bonito, brillante, jugoso y colorido, anima a disfrutar. “Con uno desagradable a los ojos, probablemente no lo hagamos porque inconscientemente lo asociamos a algo tóxico”. Voy preparando las vendas. El olfato, por la misma razón. Además, supone el 80% del sabor. Y a quién le apetece algo insulso. Sobre el gusto: “Es el que más nos influye porque favorece los reflejos de salivación, masticación, etcétera, y también ayuda a detectar la cantidad de alimentos, animando al cese de la ingesta”. En cuanto al oído, escucha bien el crujir de unas galletas, unas patatitas fritas, un pan recién horneado, y luego di que no influye... “Generan sensación de bienestar”, dicen los libros. Finalmente, el tacto, que también es responsable de un 10% del sabor, según los estudiosos, “e influye en la aceptación de muchos platos”.
Quinto y último: examen de conciencia. “En muchas ocasiones comemos sin hambre y la sensación de recompensa o placer que se obtiene puede dar lugar a sobreingestas”. Y elegir mejor con qué nos llenamos el buche... “Ciertas cosas tienen un vaciado gástrico muy rápido, como las bebidas azucaradas, pudiendo hacer que no se genere sensación de saciedad”, zanja la dietista-nutricionista.
Y, de postre, dos trucos de Amparo Tárrega Guillem, investigadora del Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos del IATA/CSIC. Invita la casa. El primero es prepararte unas buenas meriendas, o sea, ricas en fibra, ya que ayudan a evitar picar entre comidas; el segundo, tener a mano productos espesos, con texturas y sabores complejos en general, porque "parece que nos sentimos satisfechos y dejamos de comer cuando hemos recibido suficientes sensaciones sensoriales”. Tiene sentido. ¿Acaso no te hartas antes en un cóctel que sentado a la mesa?
Disfruta de esta y otras historias en el nuevo número de BUENAVIDA, que puedes encontrar este sábado en quioscos, gratis, con EL PAÍS.
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