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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Crónica del virus en Madrid

A partir de la declaración del estado de alarma, hasta la voz humana resulta una anomalía en el espacio público

Un hombre camina con una maleta en Madrid. Luis Sevillano / EL PAÍS
Un hombre camina con una maleta en Madrid. Luis Sevillano / EL PAÍSEL PAÍS

En esta situación, solo imaginada hasta el momento por guionistas de cine, las zonas más turísticas de Madrid han tenido que hacer su voto de silencio; les ha costado pero se están portando lo mejor que pueden. Hasta el jueves por la tarde, las orillas derecha e izquierda de la calle Atocha seguían más o menos vivas. Para entender qué se cuece en un barrio lo mejor es visitar su mercado, así que me planté en el de Antón Martín. Ahí continuaban vendiendo alas de pollo, fruta y chuletillas con relativa normalidad, y en sus locales servían tacos, ceviches y sashimi. El viernes, cuando se anunció que solo nos quedaban unas horas para ejercer nuestro estilo de vida de país latino con clima benigno, todo languideció a gran velocidad.

Las conversaciones de los tenderos se centraron en el pago a proveedores —“La semana que viene me llega una factura de 4.000 euros, a ver qué hago”—; algunos dueños de restaurantes esperaban una avalancha de comensales esa última noche en la que permanecerían abiertos hasta nueva orden, pero no fue así: la preocupación y el miedo dejó los ánimos de todos a media asta ya desde ese mediodía. En la escuela de flamenco Amor de Dios, situada en la planta más alta del mercado, aún se oían algunos taconeos.

En la calle Santa Isabel, dentro de un bar con una tele tamaño aparador, agucé el oído para hacer un análisis sociolingüístico apresurado. La palabra que más se repetía empezaba con ce, seguida muy de cerca por el sustantivo “manos” en dos modalidades: “lavarse las manos” y “esto se les ha ido de las manos”; el tiempo verbal más empleado era una perífrasis verbal de obligación: “lo que tendrían que haber hecho es...”. También se hablaba el viernes de murciélagos y de las cosas asquerosas que comen por ahí, mientras en la barra se ofrecían las últimas tapas resecas de boquerones fritos y pan con sobrasada.

El sábado, en la calle Huertas, la carótida del barrio de las Letras, ya hay más carteles informativos en la entrada de los restaurantes y bares que personas por la calle. Algunos están redactados de modo seco, meramente informativo, pero muchos otros comienzan por “queridos clientes” y concluyen con un “esperamos verles por aquí muy pronto. Cuídense”. Ya sé en cuáles querré entrar cuando acabe esta pesadilla.

Detecto unos cuantos microbotellones activos en la plaza de Santa Ana: en cada banquito hay una pareja de turistas que han comprado chacinas o queso y los acompañan con cerveza. Doble infracción: beben alcohol en la calle y no guardan la distancia física recomendada. A esa misma hora, un grupo de turistas franceses pasea charlando animados por la calle del Prado. Incluso los oigo reír, y de repente me resulta obscena su risa, como si a partir de ese momento se exigiera una expresión circunspecta en la cara de todo transeúnte. Probablemente se ríen para combatir la angustia ante este delirio, y en el fondo lo entiendo. Un coche patrulla de la Policía Nacional pasa junto a ellos: por un momento pienso que los agentes les van a instar a clausurar las carcajadas, pero pasan de largo.

La risa ya es antigua y pertenece al sábado. Ahora, a partir de la declaración del estado de alarma, hasta la voz humana resulta una anomalía en el espacio público. Si se sale de casa por necesidad, hay que hacerlo en actitud cartuja: con la boca cerrada.

Mercedes Cebrián es escritora, autora de Muchacha de Castilla (La Bella Varsovia).

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