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El desierto y el hambre avanzan de la mano en el Sahel

La degradación de tierras de cultivo y pastoreo por la falta de lluvias genera inseguridad alimentaria, emigración y conflictos en esta zona de África

Un grupo de mujeres trabaja en sus cultivos en Gongolon, cerca de Maiduguri (Nigeria).
Un grupo de mujeres trabaja en sus cultivos en Gongolon, cerca de Maiduguri (Nigeria).C. L.
José Naranjo

Alioune Samba Bâ sujeta con una mano su vieja vara de pastor y con la otra señala al horizonte. “Antes toda esta tierra reverdecía después de cada verano. Mis antepasados apenas tenían que desplazarse en busca de pastos. Ahora mis hijos deben caminar cientos de kilómetros, incluso hasta Malí, para encontrar la comida de los animales”, asegura.

Esto es Namarel, el corazón de la antigua región del Futa, en el norte de Senegal. Idéntica amenaza se cierne sobre todo el Sahel, una vasta franja de tierra que recorre África de este a oeste y que marca el límite del Sahara, el mayor desierto del mundo que avanza imparable hacia el sur.

Los ganaderos fulani pasan hasta nueve meses en busca de hierba, lo que condena a sus familias a una eterna espera. Pero los agricultores no lo tienen mejor. A cientos de kilómetros de Namarel, en el Ferlo, Alassane Mamadou Diallo amontona ramas de árboles que vende como combustible. Durante la estación seca es su único y precario medio de vida. “La cosecha de mijo se arruinó por la falta de lluvia, ¿qué puedo hacer?”, se lamenta, “antes bastaba con plantar y esperar. La vida ya no es tan sencilla”.

La inseguridad alimentaria provoca que en cada periodo de escasez entre cosechas, que antes duraba dos o tres meses y ahora más de medio año, se supere el umbral del 15% de niños con malnutrición aguda severa. Resistir o emigrar. No queda otra.

Un reciente estudio de la Universidad de Maryland ponía cifras a este drama. En los últimos cien años el desierto del Sahara, del tamaño de Estados Unidos, ha crecido un 10%, un fenómeno que se acelera con el calentamiento global. Según los cálculos de Naciones Unidas, unos 60 millones de personas podrían verse forzados a abandonar esta región en los próximos cinco años. En 2025 habrán desaparecido dos tercios de la tierra cultivable. Pero hay más. La degradación de los campos de cultivo y de las zonas de pastoreo es una de las causas que subyace tras el incremento de la conflictividad en el Sahel.

Incidentes entre agricultores y ganaderos que antaño se resolvían con mecanismos tradicionales de resolución de conflictos hoy acaban en estallidos de violencia. “Poblaciones que ya se encuentran en una situación de vulnerabilidad debido a problemas en el acceso al agua o por la inseguridad alimentaria tienen menos recursos para enfrentarse a un shock climático o medioambiental, como puede ser un año de sequía. Es un elemento más del alto riesgo de violencia intercomunitaria en el Sahel”, explica José Luengo Cabrera, investigador del International Crisis Group en esta región.

Los expertos ya no hablan de hambrunas por falta de lluvias en el Sahel, conocido como el cinturón del hambre, sino de “crisis alimentaria estructural y omnipresente”, según Oxfam, Acción contra el Hambre y Save The Children. Es la cronificación de la emergencia.

Malí, Burkina Faso y Níger son tres de los países más pobres de la Tierra y están en la primera línea de batalla de este fenómeno. Pero si hay un lugar de África donde la desertificación salta a primera vista y la pobreza y la violencia se dan la mano, ese es el Lago Chad, un amenazado ecosistema lacustre situado en la bisagra entre Chad, Nigeria y Níger que se ha convertido en uno de los últimos refugios del grupo terrorista Boko Haram.

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En 1964, la lámina de agua medía unos 25.000 kilómetros cuadrados y era un polo de atracción para comerciantes, pescadores y ganaderos, un auténtico pulmón económico para la región. Hoy su superficie se ha reducido prácticamente a la mitad, unos 14.000 kilómetros cuadrados y en sus riberas habitan unos 2,2 millones de personas, el triple de población que hace 40 años.

A grandes males, soluciones ambiciosas. Inspirados por la filosofía de la keniana Waangari Mathai, Premio Nobel de la Paz, los 14 países del Sahel se han unido en el proyecto de la Gran Muralla Verde, un puzle de intervenciones que pretende frenar el avance del desierto e incluye plantación de árboles pero también proyectos de acceso al agua, recuperación de la tierra o plantación de forraje para el ganado. Pese al sostén económico de organismos internacionales como la FAO, la Unión Europea o el Banco Mundial, la tarea se antoja titánica y sus avances son muy limitados.

Ante ello, en la cumbre del pasado mes de diciembre en Nuakchot del G5 del Sahel, un grupo de países impulsado por Níger y Mauritania para hacer frente al terrorismo en la región mediante la creación de una fuerza militar conjunta, se aprobó un plan de inversiones de 2.400 millones de euros que incluye numerosos proyectos para mejorar la resiliencia de la población ante el cambio climático.

El recurso a la fuerza se ha revelado como claramente insuficiente y los esfuerzos se concentran ahora en tratar de mejorar las condiciones de vida de una población tradicionalmente abandonada a su suerte y que resiste todos los embates aferrada a una demografía explosiva, con una media de más de seis niños por mujer.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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