La rutina sobre ruedas choca en las calles del DF
Israel García es paralítico y para ser independiente debe adaptarse a una ciudad poco accesible para los discapacitados
Calienta motores, que son sus manos. Negras por la suciedad de las ruedas de su silla. Israel García, de 22 años, se fracturó la columna en marzo del año pasado y estuvo siete meses sin salir de casa. Desde hace seis, toma un recorrido de más de tres horas en transporte público para ir desde donde vive, La Paz (Estado de México), a la Fundación Humanista de Ayuda a los Discapacitados, en la Ciudad de México, donde se prepara el bachiller y hace un curso de capacitación laboral. Un trayecto que, si pudiera caminar, haría en la mitad de tiempo. Pero no todas las estaciones de metro en el Distrito Federal tienen ascensor y a muchas de las que sí disponen no les funciona. Los autobuses no están adaptados ni tienen rampas de acceso y las aceras por las que pasaría están llenas de baches. Aprendió que para ser independiente debía aprender a rodar. Y rodar.
En México hay casi seis millones de personas con discapacidad, la mayoría de ellas con dificultades para caminar, según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Solo en la capital hay unas 500.000, un 6,6% de la población. Y el único transporte realmente adaptado para ellos es el Metrobús, con cinco líneas que cruzan la ciudad, pero que no llegan a las zonas más periféricas. Desde el Instituto para la Integración al Desarrollo de las Personas con Discapacidad (INEPEDI), que depende de la Secretaría de Desarrollo Social, aseguran que hay 120 elevadores disponibles en toda la red de metro. Teniendo en cuenta que son en total 162 estaciones, en las cuales debe haber como mínimo dos (uno en cada andén), la cifra no cubre ni la mitad del sistema.
Empieza la carrera. Las manos jóvenes y expertas de Israel hacen que su silla alcance el ritmo de una bicicleta. No va solo. Como todos los miércoles, a la salida de su curso en la fundación, otros dos compañeros lo acompañan gran parte del trayecto. Anabel, de 33 años, y Abel, de 36, esperan en la puerta. Son tres, y seis ruedas hacen más que dos. Y, sobre todo, se ven más. Una vez juntos, salen despedidos como una bala entre los coches. El tráfico a esas horas en la ciudad está complicado y no siempre les ceden el paso. Pero no queda otra que ir por la carretera, el suelo que pisan los vehículos está mejor conservado que el de los peatones.
La primera parada es el Metrobús Poliforum, gratis para personas con discapacidad, a 20 minutos caminando —rápido— desde la salida. “Y podría llegar en 10”, asegura orgulloso Israel, aunque su frente empieza a brillar por el sudor. El metro más cercano a la fundación está a cinco minutos, pero no tiene elevador. Allí se suben los tres amigos en la dirección contraria a la que deberían ir. Es la única forma de poder acceder a la zona habilitada para ellos. El vehículo descarga ahí toda la afluencia de pasajeros, que llegan como envasados al vacío, y comienza una nueva ruta. Tres paradas después, ya no se puede respirar.
“Tengan cuidado, ya no caben más”, dice una pasajera mientras señala con la mirada la parte del Metrobús donde los tres, agarrados a las barras metálicas, hacen sacrificios para mantenerse quietos con cada frenazo. Allí estarán alrededor de una hora y media. Ellos no ven por donde van, pero no hay pérdida: su parada es la última, la número 28.
Anabel aparca todos los días su coche en un descampado a la vuelta de esa estación y él la acompaña para ayudarle a guardar la silla en los asientos traseros. “Lo dejo aquí y así me evito todo el tráfico”, cuenta aliviada de saber que solo le queda media hora para llegar a su casa, al este del Estado de México, en Nezahualcóyotl, o “Neza”, como ella lo llama. La adaptación del automóvil a su discapacidad es completamente artesanal. Para llegar bien al acelerador, ha colocado encima del pedal un cartón enrollado con cinta de embalaje.
A Israel todavía le queda más de una hora para que su madre lo reciba con la cena. Toca subirse al metro, de nuevo hasta la última parada. Y, sin bajarse, espera como 10 minutos hasta que el tren cambie de sentido y se coloque en el andén de enfrente. El agente de seguridad le deja quedarse dentro mientras limpian los vagones, él también sabe que el ascensor de la parte por donde debería bajar nunca funciona y lo más fácil es que el tren le coloque del otro lado. “Una vez me bajé aquí y tuve que elegir a tres hombres fuertes para que me subieran los 25 escalones”, cuenta resignado.
No todas las estaciones de metro tienen ascensor y a muchas de las que sí disponen no les funciona
El último sitio que pisó antes de caerse desde una altura y partirse la espalda fue el cañón del Sumidero (en el Estado de Chiapas). Le gustaría montar un negocio de repostería, por eso espera que le contraten en la empresa de seguros GNP (una de las que financian a la fundación) y tener los fines de semana libres para su verdadera vocación. “Antes, quería ser barman, pero sentado es más difícil”, reconoce. Se ha caído 10 veces de la silla y se acuerda de cada una de ellas. Pero su miedo no está en hacerse daño, sino en hacer el ridículo.
En la parada de metro de La Paz se agota todo el transporte público posible hasta su casa. Pero aún no ha llegado. Engancha una bombillita que desprende una luz muy débil a una de las ruedas. “Ya sé… debería comprarme unos reflectantes”, admite al fin.
Llega el sprint final, el último jalón. Solo, de noche y sin más luz que la de su bombillita, debe ir por un camino que no siempre dispone de aceras. Le queda un último esfuerzo de media hora —el doble caminando—. Se enfunda unos guantes más negros que sus manos y echa de nuevo a rodar.
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