La alimentación emocional: cuando se come para superar el malestar
Comer de forma irrefrenable puede ser un comportamiento sustitutivo de otras satisfacciones y sirve para cubrir vacíos emocionales o soportar el estrés
Una persona sana disfruta de la comida sin devorarla y sabe parar cuando ya no tiene hambre. El placer por la comida es, para muchas personas, sinónimo de calidad de vida. Sin embargo, comer de forma irrefrenable puede ser un comportamiento sustitutivo de otras satisfacciones y sirve para cubrir vacíos emocionales o soportar el estrés, a modo de anestesia de una realidad insatisfactoria.
A un nivel fisiológico, lo que frena los excesos en la comida es la saciedad. Pero esta no es sincrónica con la ingestión de alimentos. El tiempo que tarda una persona en darse cuenta de que ha comido demasiado es variable. Habitualmente el cerebro procesa las señales de saciedad procedentes del aparato digestivo entre 15 y 20 minutos después de empezar a comer. Pero si se come con avidez, se dificulta la percepción temprana de la saciedad porque las señales físicas y químicas no tienen tiempo suficiente para llegar al cerebro antes de que se ingiera una cantidad excesiva de alimentos. Las comidas ricas en grasas y proteínas tienden a generar una sensación de saciedad más duradera, pero pueden tardar más en desencadenar los indicadores iniciales de plenitud.
Lo que se entiende por alimentación emocional es una pauta de comportamiento estable en la que una persona come, no para satisfacer el hambre, sino para hacer frente a emociones negativas, como la ansiedad, la rabia, el aburrimiento o la soledad. En estos casos la comida funciona a corto plazo como una aspirina para un dolor de cabeza. Este tipo de ingesta emocional puede involucrar una preferencia por alimentos hipercalóricos ricos en grasas, azúcares o carbohidratos, conocidos como “alimentos reconfortantes”.
No es lo mismo el hambre física —la sensación de una necesidad fisiológica del organismo que surge periódicamente de forma gradual y que se calma con la ingestión variada de alimentos— que el hambre emocional, que emerge repentinamente y que se suele satisfacer con antojos y caprichos más específicos.
En algunos casos, los sentimientos de ansiedad pueden confundirse con las sensaciones de hambre. Por ello, se puede producir una ingesta equivocada en respuesta a ciertos estímulos internos de desasosiego que la persona traduce como similares al hambre. Es como si no interpretara correctamente sus sensaciones. De este modo, la ingesta alimentaria, al reducir momentáneamente la activación psicofisiológica, se convierte en una forma no percibida de resolver problemas emocionales. La voracidad para aplacar la ansiedad, que a veces se oculta por vergüenza, puede desembocar en un patrón alimentario caótico y crónico, caracterizado por una sensación de hambre incontenible que impone la ingestión muy rápida de una gran cantidad de alimentos en un espacio de tiempo muy corto (1 o 2 horas), habitualmente de una forma solitaria.
A veces la alimentación emocional reviste formas más sutiles, como en el caso de la obsesión por la comida sana y biológicamente pura, que ocupa el espacio central de los pensamientos y sentimientos de la persona. Se llega a hacer una mística de la comida y a convertirla en el centro de la vida. Se trata en este caso de una preocupación insana por la comida sana.
Sea de una u otra forma, las personas pueden recurrir a estas pautas de conducta alimentaria anómalas cuando las utilizan como forma de regulación emocional para conseguir una sensación temporal de alivio o placer ante la presencia de sentimientos negativos y cuando no se tienen otras herramientas más efectivas para abordar emociones complejas. En estos casos la comida se convierte en un refugio inmediato y fácil de acceder. En algunas personas se trata de hábitos sobreaprendidos desde la infancia. Por ejemplo, ser recompensado cuando se es niño con dulces u otro tipo de antojos puede crear una asociación entre ciertos alimentos y el alivio de la frustración. A ello se une que la publicidad asocia el consumo de alimentos ultraprocesados o hipercalóricos a la felicidad y el placer, lo que refuerza la idea de comer como respuesta emocional.
Más allá de la atenuación temporal del malestar, que, sin embargo, permanece subyacente, este tipo de conducta alimentaria puede generar consecuencias negativas, como el aumento de peso, los atracones, los sentimientos de culpa cuando se experimenta la saciedad y se es consciente de lo que se ha ingerido en exceso y, en último término, un deterioro de la relación de la persona con la comida.
Quienes muestran una mayor vulnerabilidad a la alimentación emocional son chicas jóvenes impulsivas, inestables emocionalmente, con pocos recursos psicológicos de afrontamiento para hacer frente al estrés, con un historial de traumas, con escaso apoyo social y que cuentan con antecedentes personales o familiares de dietas restrictivas. La presión cultural para alcanzar los estándares de un cuerpo ideal puede llevar a ciclos de restricción y atracones. Pero comer emocionalmente favorece la insatisfacción con la propia imagen corporal, con frecuencia distorsionada, y puede llevar a un ciclo de culpa, baja autoestima y atracones adicionales, aumentando así la vulnerabilidad.
Contrarrestar estas pautas de relación insana con la comida requiere el establecimiento de una alimentación consciente, basada en los principios del mindfulness, una práctica que busca cultivar la conciencia plena en el momento presente. Reconocer las señales internas del cuerpo relativas al hambre y la saciedad, centrarse en la comida sin elementos distractores, como la TV, el móvil o el trabajo, comer equilibradamente disfrutando de los alimentos sin ansiedad ni culpa y hacerlo en compañía, si es posible, son aspectos fundamentales. Comer despacio, saborear la comida y prestar atención a los mensajes del cuerpo pueden facilitar la digestión y evitar comer en exceso. De este modo, las señales de saciedad llegan al cerebro antes de consumir demasiados alimentos y, al mismo tiempo, la persona se hace consciente de ellas.
La clave para abordar la alimentación emocional es desarrollar conciencia sobre las emociones y crear herramientas efectivas para procesarlas sin depender únicamente de la comida. Ello requiere reconocer los desencadenantes emocionales del malestar, distinguir el hambre física del hambre emocional, buscar estrategias adecuadas para hacer frente a las emociones negativas e identificar y sustituir los “alimentos reconfortantes”, como dulces, o los “alimentos gatillo”, como las patatas fritas, por alternativas más nutritivas.
En último término, la alimentación consciente no es una dieta, sino un cambio de enfoque, centrado en la educación alimentaria y en el control de los problemas psicológicos asociados a la comida, que permite vivir de manera más saludable y equilibrada, mejorando tanto el bienestar físico como emocional. Es un proceso continuo que se perfecciona con la práctica diaria.
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