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Tribuna
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Mariano Rajoy: liderar o dimitir

Es inimaginable que un mandatario de los 27 pida a la UE que le imponga la política económica

En un diario de información general, escrito de modo indeleble, con el valor añadido que siempre adquiere el documento impreso, podía leerse el pasado domingo un titular mandando en primera página a cuatro columnas: "Rajoy propone que la política económica la imponga la UE". Parecería prima facie que semejante propuesta solo sería compatible con la dimisión simultánea de quien la hubiera formulado. Porque, en efecto, es difícil imaginar una mayor y más grave deserción de las propias responsabilidades que la así atribuida al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en aras de imposiciones generadas en instancias ajenas. Reconozcamos que nos falta la confirmación que hubiera supuesto el acceso al documento sonoro, para escuchar la propuesta de imposición de la misma boca del caballo. Pero, hasta el momento en que se escriben estas líneas, ningún desmentido, de esos que tanto proliferan de efectos fulminantes, ha socavado la credibilidad de afirmación tan rotunda como la más arriba transcrita.

Desde luego, es inimaginable que cualquiera de sus colegas y socios, primeros ministros de los 27 países miembros de la UE, se pronunciara en términos análogos, es decir, reclamando que la UE le impusiera la política económica. Y si alguno hubiera osado hacerlo, sus palabras habrían desencadenado consecuencias inmediatas. Recordemos que basta la percepción del más leve tufillo de imposición por parte de Bruselas o Frankfurt respecto de alguna medida política para que el presidente del Gobierno afectado se sienta en la obligación de negarlo de plano así como de seguir reclamando la plena autonomía en su toma de decisiones. Siempre en el entendido de que aceptar la pérdida de esa autonomía obligaría al abandono del disimulo y a dimitir de un puesto por definición incompatible con el sometimiento a otros poderes residenciados fuera del propio país.

Nada como la derecha para las más graves renuncias a la soberanía y nada como la izquierda para que los sindicatos se encabriten con huelgas generales de las de verdad. Por eso, es maravilloso que el Partido Popular haya preferido hace quince días pulverizar el prestigio y la credibilidad del Banco de España y el buen hacer de sus servicios de inspección para entregar sin más regateo esas funciones a consultoras y auditoras extranjeras, en cuyas manos quedamos pese a las sospechas que puedan infundirnos sus comportamientos, descritos de modo certero por el profesor Manuel Ballbé. Aquí, todo se ha sacrificado al objetivo prioritario de terminar con el gobernador, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, sin reparar en los graves daños derivados para el conjunto del sistema financiero de nuestro país.

Porque nuestros responsables políticos han alternado la actitud de bocazas desafiantes, que provocan de modo gratuito reacciones hostiles y dañinas hacia España en Bruselas o donde sea, con el cierre de filas para impedir la comparecencia de Rodrigo Rato, de Miguel Blesa o del gobernador del Banco de España, aduciendo que sus palabras clarificadoras resultarían agravantes.

Observemos cómo para sostener este oficio de tinieblas, el Gobierno ha considerado insuficiente el poder de percusión de la orquesta mediática que le acompaña. Por eso, a los marianistas de convicción propia o a los pendientes de lo que todavía pueda caer en las próximas rondas de la piñata, se va a unir ahora nada menos que una RTVE rescatada de la neutralidad multidireccional por una ley admirable de ZP, el primer presidente que renunció a instrumentalizarla a su favor. En ese estreno andábamos desde hace seis años, cuando nos madrugan para reconducirla al servilismo gubernamental. Un grave retroceso de la calidad democrática del sistema pero una ayuda que el Gobierno busca impaciente, ahora que con el uso de la mayoría camina hacia la soledad.

En todo caso, sabemos que bajo la crisis económica subyace una crisis moral como prueba la pérdida de espíritu cívico por parte de la élite económica y política. Lo dice Jeffrey Sachs en su libro El precio de la civilización (Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2012), donde traza un diagnóstico de plena validez en las dos riberas del Atlántico. Para nuestro autor de poco sirve tener una sociedad con leyes, elecciones y mercados si los ricos y poderosos no se comportan con respeto y honradez. Por eso su advertencia sobre la última trayectoria de Estados Unidos, que ha conseguido tener la sociedad de mercado más competitiva del mundo pero está dejando el civismo en el camino. El precio de la civilización se paga a través de múltiples actos de buena ciudadanía: soportando nuestra proporción justa de impuestos, comprendiendo bien las necesidades de nuestra sociedad y actuando como vigilantes administradores para las futuras generaciones. Atentos.

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