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Milpa, la huerta ancestral que ejerce de escudo contra la comida basura y la crisis climática en Guatemala

Un colectivo estimula el retorno a este método de cultivo tradicional y preserva semillas nativas en un santuario, para proteger la biodiversidad, fortalecer la identidad cultural y garantizar la soberanía alimentaria

Milpa Guatemala
Tat Tomas Cosijuà Tuiz chequea el estado de conservación de las mazorcas, en su almacén de maíz en el Sector Los Cosiguá, aldea Chaquijya, Guatemala el 30 de agosto de 2024.Simona Carnino

El guía espiritual kaqchikel Tat Tomás Cosijuà Tuiz enciende una a una las velas rojas, amarillas, blancas y negras, los colores del maíz nativo guatemalteco, y las alinea en un brasero. En su casa de adobe en Chaquijyá, una aldea en el departamento de Sololá, cerca del lago de Atitlán, observa en silencio cómo las llamas titilan, proyectando sombras sobre hojas de tabaco, una efigie de Maximón y botellas de cusha, un aguardiente ceremonial que arde como fuego puro.

“Según el Popol Vuh, los seres humanos estamos hechos de maíz”, explica con voz pausada. “Las deidades usaron maíz blanco para los huesos, rojo para la sangre, amarillo para la piel y negro para el cabello. En agradecimiento, aprendimos a respetar y trabajar la tierra, cultivando maíz“, agrega.

El Zea mays L., por su nombre científico, es la gramínea más emblemática de Mesoamérica, con 20 variedades genéticamente distintas. Cocido, molido y transformado en tortillas, tamales y bebidas como el atol, es la base de la dieta tradicional en el sur de México, Guatemala, Honduras, Belice y El Salvador. Sin embargo, tras la colonización, el maíz se convirtió en el cereal más producido a nivel mundial, cultivado principalmente en monocultivos intensivos que requieren fertilizantes y grandes cantidades de agua. Hoy, gran parte de la cosecha termina como alimento para ganado o biocombustibles.

“No es así como nosotros cultivamos el sagrado maíz”, dice Tat Tomás Cosijuà, negando con la cabeza mientras observa los tallos de maíz en su parcela familiar cultivada con el sistema milpa, conocido en lengua kaqchikel como Awän.

Aunque en el habla común puede asociarse únicamente con el maíz, la milpa es un sistema agroecológico mesoamericano que tiene más de 9.000 años basado en el policultivo simbiótico de hasta 52 plantas. Entre ellas, las tres hermanas: maíz, frijol y calabaza, fuentes respectivas de carbohidratos, proteínas y vitaminas. Pero entre las hileras del maíz crecen amaranto, chiles, hierbas medicinales como la ruda, flores para los polinizadores y árboles como el saúco, cuyos recortes se utilizan como abono natural.

En la penumbra del cuarto de la casa de Cosijuà, está sentado Eduardo Wuqu’Aj Saloj, de 33 años, agrónomo y campesino, cofundador del colectivo Awän, que promueve el cultivo de la milpa, con el apoyo de quienes aún conservan los conocimientos agrícolas ancestrales, como Cosijuà.

El agricultor asiente mientras el guía espiritual recuerda que la siembra y la cosecha deben coincidir con fechas específicas del calendario maya. “La milpa es la huerta de nuestros ancestros”, explica, subrayando que prefieren que lo llamen Wuqu’aj, su nombre de pila en kaqchikel. “Desde miles de años este sistema garantiza autosuficiencia alimentaria mientras preserva la biodiversidad y la fertilidad del terreno”, agrega.

En la milpa, las prácticas agrícolas se entrelazan con la espiritualidad y la gestión sostenible del ecosistema, a partir de la simbiosis entre los tres cultivos hermanos. El frijol permite la fijación del nitrógeno en el suelo, un nutriente clave para otras plantas, eliminando la necesidad de fertilizantes químicos. A su vez, el maíz sirve de sostén para el frijol, evitando el uso de palos de plástico y las hojas de calabaza reducen la evaporación, manteniendo el suelo húmedo incluso en sequías. “De hecho, nunca regamos la milpa y así ahorramos agua”, añade Saloj.

El santuario de la semilla nativa

Con 14 regiones climáticas y casi 14.000 especies de flora y fauna, Guatemala es un país biodiverso, pero afectado por el cambio climático. En 2024, inundaciones, sequías y desastres ambientales dañaron la agricultura y la seguridad alimentaria en América Latina, y dejaron a 13,8 millones de personas en crisis alimentaria aguda, especialmente en Centroamérica y el Caribe. En Guatemala, sobre todo en el Corredor Seco, se perdieron cosechas, lo que hizo que se dispararan los precios del maíz y el frijol. En estos meses, el maíz ha costado un 15% más que el promedio quinquenal y el frijol ha subido un 43% con respecto al año pasado.

En la milpa detrás de su casa, Ixmukané Saloj, 24 años, hermana de Wuqu’Aj Saloj e integrante del colectivo Awän, cosecha acelga entre amaranto y enredaderas de frijol. “La milpa se cultiva solo con semillas nativas y criollas que están adaptadas a estos suelos y a cualquier cambio climático desde hace siglos”, explica Ixmukané Saloj, campesina y estudiante de agronomía. “Jamás usamos semillas transgénicas o híbridas y menos herbicidas y agrotóxicos que secan el suelo”, agrega.

Cada año, los dos hermanos seleccionan las mazorcas más grandes, los frijoles más perfectos y las plantas más fuertes de la milpa para extraer semillas y almacenarlas en un gran reservorio comunitario subterráneo. Construido en el 2018, lo llaman “Santuario de Semillas”.

“Las semillas están vivas, por eso las guardamos en silos de barro transpirables a 17 grados centígrados y con humedad controlada”, detalla la mujer.

Ixmukané Saloj y su hermano Eduardo Saloj llenan los silos de semillas nativas, en la aldea Chaquijyá, en Guatemala, el 30 de agosto de 2024.
Ixmukané Saloj y su hermano Eduardo Saloj llenan los silos de semillas nativas, en la aldea Chaquijyá, en Guatemala, el 30 de agosto de 2024.Simona Carnino

Desde hace años, el colectivo Awän fomenta el intercambio gratuito de semillas, fortaleciendo la producción de alimentos locales sin depender de la compra de semillas modificadas genéticamente. “Cada semilla lleva el nombre de la familia de la cual proviene”, explica Wuqu’Aj Saloj. “De forma periódica, nos reunimos para seleccionar las que mejor se adaptaron al clima y usarlas en la próxima siembra”.

A diferencia de las híbridas o transgénicas, que son estériles, las semillas nativas se reproducen de forma natural. Esto garantiza autonomía alimentaria y económica a las comunidades locales frente a las grandes corporaciones que venden semillas genéticamente modificadas junto con los herbicidas e insecticidas necesarios para maximizar su productividad, pero que son extremadamente dañinos para la microfauna y flora del suelo.

Ixmukané Saloj pesa las semillas de calabaza guardadas en un silo para entregarlas a varias familias de la comunidad. Entre ellas están Estela Meletz Quisquiná y su madre, Juana Quisquiná Par, quienes en los últimos años han realizado un criadero de árboles forestales como ciprés, encino y saúco que regalan a quienes quieren reforestar sus parcelas. “Estas plantas también son parte de la milpa”, dice Estela Meletz. “Se siembran alrededor de los cultivos y sus ramas son el hogar y sustento para los pájaros. La milpa alimenta a seres humanos, animales y al suelo, por eso es tan perfecta”.

La FAO ha reconocido la labor de los agricultores y conservadores de bancos de semillas que preservan y mejoran con la selección los recursos fitogenéticos a nivel global, lo que es clave para mantener la biodiversidad y alcanzar la seguridad alimentaria. Aunque existen alrededor de 30.000 plantas comestibles, solo 30 cultivos abastecen al mundo, y apenas cinco cereales (arroz, trigo, maíz, mijo y sorgo) proporcionan el 60% del aporte calórico de la población mundial.

Comida sana y ahorro

Con la globalización de los últimos 15 años, hasta en los pueblos más pequeños de Centroamérica se venden alimentos ultraprocesados. Frutas y verduras son remplazadas por gaseosas, papas fritas y galletas. Estos alimentos están desplazando a las dietas tradicionales, mucho más nutritivas y causando problemas como diabetes y obesidad.

Cecilia Saloj, de 38 años, madre de dos hijos y empleada en una pequeña librería de Sololá, lo tiene claro. Aunque su trabajo asalariado cubre algunos gastos, gran parte de la comida de su familia proviene de la milpa, que empezó a cultivar hace pocos años, tras acercarse al colectivo Awän. “Me ahorro unos 2.400 quetzales (alrededor de 300 euros) al año solo en maíz, que invierto en la educación de mis hijos”, explica Cecilia Saloj. “Encima, comen mejor. No es lo mismo que un niño desayune dos huevos con tortillas de maíz a que coma chicharrones de bolsa”.

Sin embargo, la publicidad hace que mucha gente asocie la comida tradicional a la pobreza, sobre todo las generaciones más jóvenes. “Muchos ya no quieren cultivar la milpa porque lo ven como un trabajo de bajo perfil”, explica Yessica Julajuj, de 23 años, también integrante del colectivo Awän. “La gente joven abandona los campos y prefiere comprar en supermercados, sin importar si la fruta y la verdura provienen de monocultivo donde se usan semillas modificadas y agrotóxicos”, lamenta.

Eduardo Wuqu’Aj Saloj en una de sus parcelas cultivadas con maíz y frijol (sistema milpa sencillo) en la aldea Chaquijyá, Guatemala, el 31 de agosto de 2024.
Eduardo Wuqu’Aj Saloj en una de sus parcelas cultivadas con maíz y frijol (sistema milpa sencillo) en la aldea Chaquijyá, Guatemala, el 31 de agosto de 2024.Simona Carnino

El debate sobre el uso de semillas es controvertido en Guatemala. El Ministerio de Agricultura promueve la distribución de semillas mejoradas como estrategia para combatir la inseguridad alimentaria y una propuesta de ley presentada al Congreso permitiría a grandes corporaciones privatizar y modificar las semillas nativas. Por otro lado, organizaciones campesinas y pueblos originarios luchan por proteger la propiedad comunitaria de estas semillas, con una propuesta llamada iniciativa 6086 de 2024, ‘Biodiversidad y Conocimientos Ancestrales’, que busca preservar los saberes y prácticas indígenas y campesinas.

“Comer es un acto político y cultivar la milpa también”, asegura Wuqu’Aj Saloj. “Los gobiernos y las megacorporaciones quieren robarnos lo que por derecho nos pertenece. Si perdemos nuestras semillas nativas, estaremos obligados a comprar las genéticamente modificadas a las megaempresas. No lo podemos permitir”, puntualiza.

Mientras tanto, en Chaquijyá, Tat Tomás Cosijuà regresa frente a su altar maya, como cada día. Expresa sus intenciones, mira la foto de su esposa fallecida y recuerda a su hijo, desaparecido mientras migraba hacia Estados Unidos. La vida no ha sido fácil. A pesar de todo, aún esboza una sonrisa. “Mira que la milpa es algo sencillo de entender: es todo, es la vida que no muere”, dice antes de sumirse en un silencio interrumpido solo por algunas oraciones en kaqchikel, apenas audibles.

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