Los muertos asoman aún de fosas comunes 30 años después del genocidio de Ruanda
Tres décadas después de la masacre de cientos de miles de tutsis a manos de los hutus, poco se atreven a hablar abiertamente de aquellas matanzas. Mientras siguen apareciendo cadáveres, la historia completa siguen sin ser narrada: falta el relato de las muertes de los hutus
A dos metros de profundidad, la tierra roja de la fosa se tiñe de negro. Los sepultureros saben qué significa: es sangre. La que se derramó aquí, en Ngoma, en el sureste de Ruanda, durante una masacre sin precedentes hace 30 años. Ahora saben que tienen que tener cuidado con sus azadas. Poco después, aparecen los primeros huesos. La mañana no ha hecho más que empezar y el cuarto cuerpo ya ha sido exhumado. Cuando el hombre de más edad del grupo desentierra cuidadosamente a mano un cráneo, el resto lo observa en silencio de pie a su alrededor.
“Un adulto”, apunta la supervisora de la excavación, la ruandesa Alice Nyirabageni, mientras sostiene con celo el estrecho cráneo. Con mucho cuidado lo lleva a un trozo de lona, donde lo coloca junto a otros restos que también estaban en la fosa común descubierta el pasado octubre. Además de cadáveres, los excavadores también han encontrado zapatos de niño, juguetes de los Power Rangers y ropa. Estas pertenencias son las únicas pistas que pueden ayudar a los familiares a identificar a las víctimas: no hay dinero para pruebas de ADN.
La causa de la muerte de este ruandés no es difícil de adivinar. Al igual que las otras cabezas que reposan sobre la lona, tiene un enorme agujero en el hueso que una vez rodeó el cerebro.
“Con cada cadáver que encontramos, pienso: este podría ser mi hermano muerto, mi vecino, mi sobrina”, dice Nyirabageni, que califica el proceso de excavación y limpieza de “increíblemente difícil” durante una entrevista con EL PAÍS el pasado marzo. A menudo, el equipo siente náuseas por el olor agrio que desprenden los huesos. “Al final del día, es como si nos hubieran golpeado con palos”, dice. “Siento miedo, rabia. Pero también alivio. Por fin sé dónde han estado nuestros familiares y amigos todo este tiempo”.
Siento miedo, rabia. Pero también alivio. Por fin sé dónde han estado nuestros familiares y amigos todo este tiempoAlice Nyirabagen, supervisora de la excavación de una fosa común en Ngoma
Treinta años después del genocidio ruandés, se siguen encontrando fosas comunes. Se calcula que cientos de personas yacen en esta fosa, hallada en las afueras del pueblo de Ngoma. Los cuerpos están enterrados bajo un terreno que comprende una granja y un campo conexo. En el tramo de carretera situado sobre el campo, los hutus establecieron un control en abril de 1994. Según el relato de las autoridades ruandesas, muchos tutsis fueron allí asesinados y enterrados.
Cuando, en octubre, unos obreros de la construcción encontraron accidentalmente los primeros huesos, la pequeña comunidad de Ngoma vivió momentos de gran tensión: se descubrió que la familia hutu que vivía allí sabía desde el principio que cultivaba frutas y verduras en un terreno en el que se habían ocultado los cuerpos de cientos de tutsis asesinadas.
El descubrimiento retrotrae a familiares como Nyirabageni al genocidio que comenzó el 7 de abril de 1994 en su densamente poblado país de África Central. En solo 100 días, 800.000 personas de etnia tutsi fueron brutalmente masacradas en estas colinas. Unos 100.000 hutus moderados, que se opusieron al derramamiento de sangre, también fueron asesinados.
La chispa que desencadenó el genocidio, que llevaba años alimentándose con una campaña de odio contra los tutsis, fue el derribo de un avión en el que viajaba el entonces presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, el 6 de abril de 1994. Aunque nunca se clarificó quién estuvo detrás del ataque, los hutus extremistas culparon a los tutsis como autores.
Entró entonces en funcionamiento una sofisticada maquinaria propagandística que deshumanizaba a los tutsis presentándolos como serpientes, cucarachas o monstruos, una receta probada para un genocidio inminente. Los tutsis, favorecidos por los antiguos gobernantes coloniales de Bélgica frente a la mayoría hutu, fueron considerados responsables de la pobreza entre los hutus. En los periódicos y en la radio se hacían llamamientos para matar a los tutsis con cualquier arma, en la práctica a menudo machetes y garrotes.
En solo 100 días, 800.000 personas de etnia tutsi fueron brutalmente masacradas en estas colinas
La mayoría de los asesinatos fueron cometidos por la milicia extremista hutu Interahamwe, que colaboraba con el entonces ejército gubernamental. La pequeña fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU Unamir, que se encontraba en el país para supervisar un acuerdo de paz firmado previamente por el Frente Patriótico (FPR, el ejército rebelde del actual presidente Paul Kagame, formado principalmente por tutsis) y el Gobierno de entonces, vio venir el genocidio. Sin embargo, el Consejo de Seguridad de la ONU no pudo intervenir. Miles de personas morían cada día. Solo cuando el FPR tomó la capital, Kigali, y eliminó a los líderes hutus, se puso fin a la masacre.
Aunque tras este exterminio, siguió otro que el actual Gobierno de Ruanda no ha reconocido. “Hay hutus que, cuando eran niños, vieron a sus familiares asesinados por el FPR”, dice la escritora británica Michela Wrong por teléfono desde Londres. “Pero si lo mencionan, acaban en la cárcel como negacionistas del genocidio”, porque negar esta masacre es un delito en Ruanda. Wrong sostiene que este enfoque obstaculiza la verdadera reconciliación, “que requiere honestidad sobre lo que ocurrió en el pasado”. “Pero nunca ha sido posible un debate abierto sobre las fechorías del FPR”, lamenta.
Wrong informó sobre el genocidio de Ruanda en 1994 y escribió el libro Do Not Disturb (No molestar) en 2021, también sobre el surgimiento del movimiento FPR de Kagame. La escritora también fue tachada de “negacionista del genocidio”. “Utilizan deliberadamente esa terminología, con la esperanza de que también puedan detener críticos en el extranjero”. Wrong afirma que la mayoría de los pensadores críticos han huido de Ruanda por miedo a la persecución. Sin embargo, sus vidas corren peligro: en el extranjero, los ruandeses críticos (incluidos destacados tutsis enemistados con Kagame) han sido amenazados y asesinados.
Kagame se presentaba a sí mismo como protector de los tutsis, que solo representan alrededor del 14% de la población estimada de Ruanda —los hutus siguen constituyendo la gran mayoría—. “El mensaje de Kagame siempre ha sido: ‘Me aseguraré de que los tutsis nunca sufran otro genocidio”, explica Wrong. Pero Ruanda tiene el mejor ejército de África, así que los tutsis ya no corren peligro de ser atacados por rebeldes del exterior, por ejemplo. Si Kagame tiene algo que temer es a sus propios ciudadanos, cuyos derechos humanos ha suprimido sistemáticamente durante los últimos 30 años.”
Las aldeas de reconciliación
Las atrocidades del genocidio siguen vivas en la memoria de los supervivientes, pero 30 años después son minoría. Se calcula que entre el 60% y el 70% de los ruandeses tienen menos de 30 años. Solo conocen las atrocidades por las historias que les cuentan sus padres y abuelos. En la conmemoración nacional de la masacre, “Kwibuka” —“recordar” en kiñaruanda—, que tiene lugar este domingo, conmemoran a los tutsis que murieron, pero no a los hutus. Cuestionar este homenaje, que se celebra desde hace 30 años siguiendo un estricto programa, sería considerada como un crimen por el Gobierno ruandés, liderado por Kagame, en el poder desde 2000.
La palabra “unidad” es fundamental en ese programa. El presidente Kagame, a la vez libertador y déspota —en Ruanda no ha habido elecciones libres ni libertad de prensa durante décadas— ha basado su poder en evitar a toda costa otro genocidio. Inmediatamente después de la masacre, comprendió que un Ejecutivo con mayoría de tutsis solo podía gobernar si su diezmada comunidad convivía con la comunidad hutu más amplia. En un intento de forzar esa reconciliación, su Gobierno decidió no permitir más la rivalidad y la discriminación étnicas. Desde entonces, los ruandeses tienen prohibido identificarse como hutus o tutsis. Los genocidas (autores del genocidio) que han cumplido sus penas de prisión se reintegran en la sociedad bajo estricta supervisión. Para algunos de los perpetradores (hutus), esto ocurre en las llamadas “aldeas de la reconciliación”, donde también viven los supervivientes (tutsis). Las aldeas fueron creadas por la organización cristiana Prison Fellowship en 2014, en colaboración con el Gobierno. Unos 5.000 ruandeses viven ahora en estos pueblos.
En la conmemoración nacional de la masacre, “Kwibuka”, conmemoran a los tutsis que murieron, pero no a los hutus.
Una de las aldeas de reconciliación es Rweru, al sureste de la capital, Kigali. Allí vive el matrimonio formado por John Giraneza y Marie Jeanne Uwimana. Él es un tutsi que apenas sobrevivió al genocidio, ella es una hutu de una familia de genocidas. En su modesta casa, junto a su pequeño campo con una sola vaca, hablan de su maravilloso encuentro. Nadie podía ignorar a la familia de John, recuerda Marie Jeanne Uwimana. “Era la única familia tutsi del pueblo”, comenta durante una conversación con este diario el pasado marzo. “El padre de John era rico, tenía 10 esposas y 37 hijos. Vivían en su propia colina”. El recuerdo hace reír a carcajadas a su marido. “Casi formamos nuestro propio pueblo”, dice. Luego su rostro se contorsiona. A menudo piensa en cómo habría sido su vida si no hubieran llegado los hombres con machetes. Entonces no habría tenido que arrastrar su pierna derecha por el suelo y no tendría una cicatriz gigantesca en lo alto de la cabeza, un recuerdo del desconocido que le partió el cráneo.
Giraneza estuvo 135 días en coma. Cuando volvió en sí, descubrió que las 10 esposas de su padre habían sido asesinadas por extremistas hutus y que 24 de sus hermanos también habían sido masacrados. El golpe en la cabeza le dejó como secuela una importante pérdida de memoria, por lo que apenas podía recordar nada del genocidio. Hasta que el Gobierno envió a los autores del crimen ya liberados, como parte de su programa de reintegración, a su pueblo para que le pidieran perdón. “Entonces volvieron los recuerdos”. Cuanto más truculentas y detalladas eran sus confesiones, más podía recordar Girenaza. En las historias de los 30 perpetradores del genocidio que le visitaron, un nombre aparecía una y otra vez: el del padre de quien más tarde sería su esposa, Marie Jeanne.
“Fue uno de los asesinos más brutales de nuestro pueblo”, dice ahora Uwimana sobre su padre. Asesinó a cientos de personas y también estuvo implicado en los asesinatos de la familia de Giraneza. “Varias veces salió de casa con un machete en la mano, diciendo: ‘Vamos a cazar tutsis”. Uwimana, que entonces tenía 10 años, no entendía qué estaba pasando exactamente. “A veces llegaba a casa y su ropa y su machete estaban cubiertos de sangre”. Después del genocidio, el padre de Marie Jeanne huyó del país y ella nunca volvió a saber de él.
Tras su paso por el hospital, Giraneza vivió durante años, con tendencias suicidas y en silla de ruedas, en un vertedero de Kigali. Sin embargo, en 2008 regresó a Rweru por insistencia de los funcionarios del Gobierno, según narra. Allí se enamoró de Uwimana. “Cuando me enteré de quién era su padre, no sabía si podía casarme con ella”, dice Giraneza. Pero vio su llegada como “un mensaje de Dios”. No le importa que ella proceda de una familia hutu. “Aunque nuestras familias no estaban de acuerdo, nos casamos lo antes posible”, dice. “La historia ha quedado atrás. Nuestra familia es el futuro”.
Silencio sobre el genocidio
La franqueza con la que Gireneza y Uwimama hablan de sus orígenes y del genocidio es muy poco frecuente. Por miedo a ser detenidos, muchos ruandeses no se atreven a hablar abiertamente de los asesinatos masivos de 1994.
La historia del “genocidio contra los tutsis” se cuenta en un edificio redondo, el monumento nacional al genocidio, en Kigali, la capital, donde yacen los restos de 250.000 víctimas. Fotografías murales muestran pilas de cadáveres hinchados y en descomposición, a tamaño natural. Hoy, los alumnos de la escuela técnica del este de Kabarore están de visita; algunos se han sentado en el suelo con las manos sobre la boca.
“Tenía 10 años cuando mis padres me hablaron por primera vez del genocidio”, dice Winny Natete (20), mientras se seca las lágrimas de los ojos. También ha buscado algo al respecto en internet. “Pero es difícil saber en qué fuentes puedes confiar”, añade la estudiante. Elige sus palabras con mucho cuidado: “Nuestra generación lleva el dolor de nuestros padres en el corazón. Por eso no hablamos de nuestra etnia, somos ruandeses unidos. Debemos luchar juntos contra los que quieren tergiversar nuestra historia”.
Sin embargo, también hay cautelosos llamamientos a una mayor apertura, como los de Diane Uwabyawe, de Rweru, la maestra de los hijos de Gireneza y Uwimama. Aboga por una educación verídica sobre el genocidio. “Los niños saben perfectamente quién es hutu y quién es tutsi”, observa. Y ellos mismos buscan cosas en internet, donde a menudo encuentran mensajes de odio. “Eso luego se mezcla con su imaginación”. El resultado son comentarios racistas y acoso por la etnia y el aspecto asociado.
También Naphtali Ahishakiye, de Ibuka, la asociación nacional ruandesa para las víctimas del genocidio, que colabora estrechamente con el Gobierno, considera importante seguir hablando del genocidio: “Precisamente porque todavía hay un grupo que cuestiona los acontecimientos de 1994″. Se refiere a los miles de autores que han estado en prisión en los últimos años. Los líderes del genocidio fueron condenados a cadena perpetua, los autores de delitos graves recibieron hasta 30 años de prisión. Unos 2.200 presos saldrán en libertad este año. “Muchos de ellos mantienen su inocencia hasta el día de hoy”, dijo Ahishakiye. Por ejemplo, creen que el genocidio fue una consecuencia de la guerra civil, que es una forma de negación. “Si estos perpetradores vuelven a la sociedad, causarán muchas fricciones”.
Los ruandeses pueden pasar años en la cárcel por negar el genocidio. Al fin y al cabo, la legitimidad política del presidente Kagame, que gobierna su país con puño de hierro, deriva en gran parte de su condición de líder rebelde que puso fin a aquella barbarie. Las historias sobre supuestas masacres de los soldados del FPR, que se vengaron de los hutus poco después, podrían poner en peligro esa legitimidad y, por tanto, no se toleran.
Seis meses después del descubrimiento de la fosa común, las relaciones en Ngoma también están en vilo. La reconciliación es difícil de encontrar. Durante la demolición de los edificios de la propiedad, fueron hallados recientemente cadáveres envueltos en láminas de plástico en los suelos de hormigón. “Eso nos dice que la familia hutu sabía desde el principio que vivían sobre una fosa común”, dice Alice Nyirabageni, desconcertada. “Encontraron los huesos durante las obras de reforma de su casa, los desenterraron y los fundieron en hormigón”.
Nyirabageni está confusa. “Todo lo que hemos construido en paz y reconciliación en los últimos 30 años está hecho jirones”, dice. “Todos esos años esta familia asistió a las conmemoraciones del genocidio, a nuestras bodas y funerales”. La familia ha sido detenida. Sin embargo, Nyirabageni sospecha que muchos más hutus de su pueblo conocían la existencia de la fosa común. “¿Cómo pueden permanecer en silencio durante 30 años?”, suspira. “Este descubrimiento trastoca el núcleo de nuestra convivencia aquí. Ya no sé en quién puedo confiar”.
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