La fiebre de las nuevas ciudades africanas
Decenas de nuevas urbes rutilantes emergen de la nada por todo un continente en el que la población crece y se muda a metrópolis que acumulan problemas de contaminación, movilidad y vivienda. El nuevo urbanismo es espectacular, pero es poco probable que vaya a ser la panacea para el desarrollo de África que promete ser
Unas son locuras futuristas y utópicas, casi alucinaciones en manos de egos desbocados. Otras, más realistas, aspiran a ser polos de innovación tecnológica y ambiental. Las hay que cumplen una función política y otras que sucumben al urbanismo especulativo y salvaje. Son las nuevas ciudades africanas que se construyen por decenas por todo el continente en medio de la nada y que aspiran a aliviar la brutal tensión demográfica que padecen los millones de personas que viven amontonadas en urbes imposibles.
Los datos son claros: si en los años cincuenta vivían en ciudades 27 millones de africanos, esa cifra alcanza ya los 567 millones. En 2050, la población africana se habrá duplicado y las proyecciones indican que buena parte de ella acabará absorbida en las ciudades. Capitales como Lagos o Kinshasa figurarán pronto en la lista de las más pobladas del mundo. África es el continente en el que la población urbana crece a mayor velocidad y se calcula que en 2033 ya habrá más africanos viviendo en ciudades que en zonas rurales.
Con los datos en la mano y sobre el terreno, es evidente que muchas de las grandes ciudades africanas no dan más de sí. Las costuras de sus carreteras, sus redes de autobuses y sus servicios hace tiempo que estallaron. Hay problemas serios de movilidad, de salud y de habitabilidad, mientras la polución se desborda, porque llevan años creciendo como pueden, de forma desordenada y a golpe de asentamientos informales, donde se acumula la población que expulsa el campo reseco. La mitad del África Subsahariana vive en esas periferias, en las que carecen de agua corriente y otros servicios básicos. En este contexto nacen las nuevas ciudades africanas, que no son ni mucho menos la solución, pero que, al menos sobre el papel, aspiran a ser parte de ella.
“Hay un enorme optimismo en el discurso oficial en torno a las nuevas ciudades, pero hace falta tiempo todavía para saber cuáles van a funcionar y cuáles no. Un puñado de ellas se encuentran en su fase más dura, en la que la gente ha empezado a mudarse allí, pero todavía no hay servicios ni medios de transporte suficientes”, explica desde Montreal Laurence Côté-Roy, geógrafa urbana y experta en nuevos modelos de ciudades.
Para los gobiernos, estas ciudades rutilantes son un sueño porque son proyectos atractivos que permiten tener algo que enseñar al mundo, ejercer un control absoluto de los espacios y de imán para atraer a inversores extranjeros. La investigadora resalta cómo estas urbes a menudo se utilizan como motor de desarrollo para impulsar ciertos sectores como el tecnológico, en el caso por ejemplo de Konza, en Kenia, que pretende servir de base para la creciente industria de las start-ups africanas. O para proyectar la imagen de nación, como en el caso de la nueva capital administrativa de El Cairo.
En parte se trata de una evasión de responsabilidades por parte de gobiernos que se apoyan en entidades privadas. La visión no es siempre necesariamente la de mejorar la vida de los pobres, a veces se trata más bien de escapar de ellos”Julia Gallagher, profesora de política africana en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de Londres
Frente al discurso oficial, sobran los expertos que critican la oleada de nuevas ciudades por considerar que obedecen más a los intereses de las élites mercantiles que a las necesidades de la población; que son poco menos que un patio de recreo para especuladores globales en connivencia con empresarios locales, acomodados en asociaciones público-privadas. Julia Gallagher, profesora de política africana en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de Londres, apunta: “Durante años se ha tratado de solucionar los problemas urbanos, pero cuando los recursos escasean y las autoridades son relativamente corruptas, cunde la sensación de que esas ciudades no tienen solución y de que es mejor empezar de cero con capital privado. En parte se trata de una evasión de responsabilidades por parte de gobiernos que se apoyan en entidades privadas. La visión no es siempre necesariamente la de mejorar la vida de los pobres, a veces se trata más bien de escapar de ellos”.
Urbanismo de tabula rasa lo llaman algunos, “efecto Wakanda”, dicen otros ante la oportunidad de crear espacios por y para africanos y en alusión a la película afrofuturista de 2018 Black Panther. Taibat Lawanson, catedrática de Urbanismo del Departamento de Planeamiento urbano y regional de la Universidad de Lagos, en Nigeria, es sin embargo tajante: “La mayoría de las nuevas ciudades africanas no responden realmente a los retos urbanos endémicos de África. Están impulsadas en gran medida por intereses económicos y suelen satisfacer las necesidades de una comunidad a medida, ya sea la élite, los expatriados o el sector tecnológico, en lugar de las de la inmensa mayoría de los residentes urbanos”.
Gallagher contextualiza estas iniciativas casi como una continuación de las experiencias urbanísticas a las que dieron pie las independencias. “Algunos países africanos trataron de empezar de nuevo y desterrar el urbanismo que creó el colonialismo con la segregación y la desigualdad. Trasladaron ciudades al centro desde la costa, donde las potencias coloniales habían desarrollado urbes para poder potenciar el comercio, como sucedió por ejemplo en Abiyán, Maputo o Freetown”. Años después, muchos gobiernos tratan ahora de empezar otra vez de la nada.
Los inversores del norte global buscaban nuevos mercados y cobró fuerza la narrativa de África como el nuevo El Dorado, como una tierra de oportunidades que estaba a punto de despegar, como en su día ocurrió con Asia”Emmanuel Kusi Ofori-Sarpong, experto en nuevas ciudades africanas
Pero hay que remontarse a los estertores de la crisis financiera de 2008 para comprender el origen de estas nuevas ciudades, según explica Emmanuel Kusi Ofori-Sarpong, investigador del fenómeno en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de Londres. Aquellos fueron los años del afroptimismo, en los que cundía la sensación de que el continente africano solo podía ir a mejor y de alguna manera, las nuevas ciudades son esa foto fija de modernidad africana. Los gobiernos además, en seguida comprendieron el potencial para ejercer un poder simbólico, a través de la proyección de bonanza y poderío. “Los inversores del Norte global buscaban nuevos mercados y cobró fuerza la narrativa de África como el nuevo El Dorado, como una tierra de oportunidades que estaba a punto de despegar, como en su día ocurrió con Asia. Sucedió además en un momento en el que el precio de las materias primas africanas subía y en el que muchos países del continente registraban una cierta estabilidad económica y política”. La posibilidad de acceder a tierra y mano de obra baratas, junto a un régimen fiscal favorable, acabaron de dar el empujón.
Dinero extranjero
Llovió dinero de fuera y junto con los fondos también llegaron expertos y nuevos modelos urbanísticos. De Reino Unido, de Brasil, de Marruecos, de Singapur… y de China. En el caso de Pekín, estas ciudades se enmarcan en el despliegue de infraestructuras en el continente, especialmente en países como Mozambique, Angola o Zimbabue. Las que contaron con capital chino se construyeron a una velocidad mucho más rápida, y se llegó incluso a acuñar el término de “ciudades fantasmas”, como el caso de la Nova Cidade de Kilamba (Angola), que han terminado por habitarse, aunque a un ritmo más lento de lo previsto. Parte de la nueva capital de Egipto, por ejemplo está construida en alianza con China State Construction Engineering Corporation. La empresa Rendeavour, dirigida por Stephen Jennings, un multimillonario que hizo su fortuna en Rusia está muy presente en proyectos urbanísticos africanos con asociaciones público-privadas.
Parecía en aquellos días que la clase media iba a engordar en África en poco tiempo y que necesitarían casas nuevas en las que vivir con sus familias. Esas predicciones han chocado con la realidad, que indica que la mayoría de la población no puede permitirse vivir en una casa de las nuevas ciudades. “Todo dependerá de cómo evolucionen las economías africanas”, estima Kusi Ofori-Sarpong, quien concede una evidente ventaja a las nuevas iniciativas. “El acceso a la vivienda es un gran problema en muchos de estos lugares, así que incluso si solo los que pueden pagarlo se trasladan allí, eso ya contribuirá a descongestionar las viejas ciudades”. Puede que se alivien los centros, pero el problema de movilidad no se soluciona. Al revés. Masas de nuevos pobladores necesitarán desplazarse a diario desde las nuevas ciudades, lo que obliga a repensar el sistema de transportes.
La mayoría de las nuevas ciudades africanas no responden realmente a los retos urbanos endémicos de África. Están impulsadas en gran medida por intereses económicos y suelen satisfacer las necesidades de una comunidad a medida, ya sea la élite, los expatriados o el sector tecnológico”Taibat Lawanson, catedrática de Urbanismo del Departamento de Planeamiento urbano y regional de la Universidad de Lagos
Predicciones más o menos acertadas aparte, las ciudades acostumbran a tener vida propia y nadie a estas alturas es capaz de adivinar cómo serán dentro de 25 años, quién las habitará y qué papel jugarán en el desarrollo de cada país y del continente. Si son las urbes del mañana o si quedarán relegadas a ciudades fantasmas.
Crear comunidad
Surge por último una pregunta adicional, pero a la vez fundamental. ¿Hacen falta nuevas ciudades o es preferible mejorar las que ya hay? Son muchos los urbanistas que insisten en que la solución pasa por reforzar las ciudades secundarias existentes para aliviar las capitales y sobre todo, por invertir en la mejora de los asentamientos informales. “Es fundamental encontrar soluciones para que las grandes ciudades no se conviertan en el imán del 80% de la población, porque no es posible gestionar ciudades con semejante concentración de personas.”, piensa Fernando Casado, economista especializado en urbanismo sostenible y editor de Seres Urbanos, que es de los que cree que la solución pasa por fortalecer las ciudades secundarias.
En cuanto a las nuevas ciudades que se enmarcan dentro de ese esquema de descentralización, cree que “todo depende de si son falsos paraísos o si son ciudades sensatas”, pero sobre todo de que se cree comunidad. “No basta con construir. Hacen falta servicios públicos, escuelas y centros de salud que den vida a una ciudad y que se cree una comunidad intergeneracional, y crear eso desde cero es muy difícil”. Pero Casado también reconoce que desde un punto de vista de sostenibilidad, a menudo es más fácil partir desde cero, con nuevos materiales más eficientes y porque las antiguas ciudades fueron construidas para los coches, como sucedió en Estados Unidos o en algunas urbes de América Latina. En una ciudad nueva, por ejemplo, se puede dejar espacio para construir una hilera de árboles que dé sombra entre el carril bici y los coches, algo que en las actuales normalmente no es posible.
Este proyecto especial es un recorrido por cuatro nuevas ciudades africanas, muy diferentes las unas de las otras, pero que representan varios de los dilemas y fortalezas que presentan las nuevas urbes. Es el testimonio de la diversidad de un continente que persigue su propio modelo de desarrollo, también el urbanístico, y de las dificultades y fracasos con las que se topa por el camino. Esta es una invitación a pasear por el interior de estos inventos. Disfruten del viaje.
Por Ana Carbajosa
Los pioneros de la nueva DakarDiamniadio, Senegal
Por José Naranjo
La ciudad de Diamniadio, concebida para desatascar la capital senegalesa, ya alberga sus primeros vecinos, muchos llegados desde la diáspora, y se enfrenta a los desafíos de la movilidad propios de un crecimiento a empujones y de la especulación, que amenaza con convertirla en una urbe solo para la élite.
Primero fue una zona industrial, luego un palacio de congresos y un hotel. Más tarde surgieron un pabellón deportivo, un flamante estadio de fútbol, una universidad y, finalmente, cientos de apartamentos y chalecitos. En apenas cinco años, una nueva ciudad ha ido emergiendo a empujones en medio de la nada, a unos 30 kilómetros de Dakar. El viejo sueño hecho realidad de descongestionar la cada vez más incómoda y poblada capital de Senegal se va haciendo realidad, balbuceante aún, deslavazada, salpicada de polvo y obras y con problemas de movilidad, habitada por un puñado de pioneros, pero tangible ya. Así es Diamniadio, la nueva Dakar.
Thierno Diop vio el anuncio por internet y no se lo pensó dos veces. “Llevaba 22 años en Estados Unidos, pero quería regresar. De momento vivo de alquiler, pero en cuanto pueda tendré mi propia casa. Aquí hay todo lo necesario para vivir y está mejor organizado que Dakar, hay más espacio”, asegura. En su pequeño comercio, presidido en la puerta con la bandera de barras y estrellas, también hay casi de todo. Afuera se escucha el bullicio de niños en la guardería cercana mientras dos obreros exprimen su pausa laboral comiendo un bocadillo a la sombra de un árbol en la rambla que divide la calle. La vida transcurre a otro ritmo en SD-City, el primer barrio habitado de Diamniadio.
El crecimiento de Dakar ha sido explosivo. Hace apenas 70 años, tras la independencia de Senegal, contaba con solo 300.000 habitantes, mientras que en la actualidad sobrepasa los 4,5 millones. La alta tasa de natalidad y el éxodo rural que contribuyeron a esta dinámica se mantienen y elevarán la población de la ciudad a unos ocho millones en 2035, según las previsiones del Gobierno. Diseñada en la época colonial sobre la península de Cabo Verde y ampliada en los primeros años sesenta, su crecimiento ha sido anárquico, con una nuez central, el Plateau, que concentra el 80% de la actividad económica (puerto, servicios, administración) y una población condenada a vivir en un atasco permanente para entrar y salir.
La idea de una segunda ciudad como solución, “la conurbación bicéfala”, no es nueva, pero empezó a fraguarse hace poco más de una década y recibió su impulso definitivo en los últimos cinco años como parte de un plan bien definido, pero ejecutado a trompicones. El primer paso fue la construcción de un nuevo aeropuerto a unos 45 kilómetros de la capital y conectado a esta por una autopista de peaje, a lo que siguió la llegada de las primeras fábricas a la zona industrial de Diamniadio. Sin embargo, se considera que el acto fundacional de la nueva ciudad fue la colocación de la primera piedra del moderno palacio de congresos Abdou Diouf, inaugurado en 2014 y que hoy acoge los grandes eventos internacionales.
“Cuando llegué apenas había tres habitantes”, recuerda Souleymane Sylla, de 43 años, francés de origen senegalés. Forma parte de la diáspora senegalesa, de primera o segunda generación, que busca regresar a su país de origen pero que busca un tipo de viviendas, de barrios o de condiciones de vida que la colmatada Dakar no les ofrece y que una nueva ciudad como esta les promete. “Europa ya no avanza, da vueltas sobre sí misma, pero aquí tienes la sensación de que hay nuevas oportunidades, nuevas aventuras. Por eso me decidí a volver a la tierra de mis padres”, explica. Este vecino del barrio de SD-City se dedica ahora al sector inmobiliario y alquila apartamentos a 40 euros la noche o vende bungalós a 180.000, un precio enorme para la mitad de la población pero al alcance de una cada vez más robusta clase media-alta. “Yo diría que la ocupación del barrio es de un 50%, pero las ventajas son incuestionables. Hay lo básico, electricidad y agua, pero además tienes una seguridad y una tranquilidad que no tienes en Dakar. Es un estándar europeo pero vives en África”, comenta.
El desarrollo de Diamniadio ha sido rápido, pero irregular. Sobre una superficie de 16,5 kilómetros cuadrados, el 80% de la inversión, unos 900 millones de euros, ha procedido del Estado: grandes infraestructuras, carreteras y vías de acceso, canalizaciones de aguas pluviales, redes eléctricas y de telecomunicaciones, restauración de un lago. A partir de 2019 ha sido el sector privado quien ha ido asumiendo un mayor protagonismo. Empresas francesas y senegalesas, pero también marroquíes, turcas o chinas han invertido en la nueva ciudad. La primera promoción de viviendas de SD-City, por ejemplo, es el fruto de una cooperación indio-senegalesa.
“La nueva ciudad se divide en cuatro grandes barrios de unas 400 hectáreas cada uno”, explica Seydina Mbengue, director de Promoción de la Dirección General de Polos Urbanos (DGPU) del Gobierno senegalés, “cada uno de los cuales tendrá equipamientos que serán el motor económico de la zona”. El barrio 1, por ejemplo, acoge ya el palacio de congresos y un moderno edificio que comenzará a funcionar, en unos meses, como sede de las 34 agencias regionales de Naciones Unidas hoy repartidas por Dakar. La puesta en funcionamiento de este inmueble, prevista para finales de 2023, marcará un antes y un después para Diamniadio con la llegada de un millar de funcionarios que ya buscan casas en la nueva ciudad. De igual modo, se espera que la ya construida Universidad Amadou Mokhtar Mbow, ubicada en el barrio 2 y que tendrá 30.000 estudiantes de carreras técnicas a pleno rendimiento, sea otro motor económico del lugar.
En la zona industrial, atraídas por las ventajas fiscales, ya hay 22 empresas instaladas de las 50 que se espera tener al final, que fabrican desde bicicletas eléctricas hasta medicamentos, pasando por cajas de cartón, embalajes de plástico o materiales de PVC. En una inmensa nave, unos 600 trabajadores, la mayoría mujeres, se afanan en la confección de ropa. Es el corazón de la fábrica de C&H Garment Senegal, una empresa china que ya produce unas 11.000 piezas al día, sobre todo camisetas. Nueve de cada 10 empleados proceden de la vecina Rufisque, pero ya se construye un parque de viviendas anexas para que los 20.000 obreros que se prevé trabajarán en el parque industrial más grande del país se puedan instalar más cerca.
Cuando esté terminada, Diamniadio albergará unos 300.000 habitantes y contará con un 15% de su suelo como espacios verdes, lo que incluye tres lagos artificiales. Al nacer de cero, la DGPU vela para no cometer los errores del pasado y que su diseño sea a la vez ecológico, sostenible y plenamente adaptado a la economía digital, con fibra óptica compartida no solo para las empresas, sino también para los vecinos. “Sobre el papel muy bien, pero los desafíos son aún enormes”, asegura Maimouna Ndong Etroit, vecina de SD-City, para quien se debe resolver primero el reto de la movilidad. “Me instalé en agosto de 2022 y estoy contenta, pero considero que las urbanizaciones están aisladas y mal conectadas entre sí”, añade.
La inauguración del Tren Express Regional (TER), que conecta a Diamniadio con la capital, en diciembre de 2021, fue un hito en el poblamiento de la nueva ciudad. Pero para moverse desde la estación hay que ir en mototaxi y transitar por vías aún sin asfaltar. Ibrahima Diallo, uno de los jóvenes que hace este servicio, espera clientes bajo un toldo que le alivia del fuerte calor. “En un buen día puedes ganar unos 20 euros”, asegura el joven, que cobra un euro y medio por el trayecto entre la terminal ferroviaria y SD-City. No se ve ningún taxi en el horizonte y los autobuses internos aún no funcionan, aunque la empresa de transportes Dem Dikk tiene un proyecto de conexiones internas.
Maimouna Ndong Etroit decidió regresar a Senegal tras media vida en Francia. Al igual que Thierno Diallo y Souleymane Sylla, forma parte de la diáspora senegalesa. Ellos conforman el grueso de los primeros habitantes de Diamniadio. El problema es la especulación. “No hay viviendas asequibles para la mayoría de los senegaleses”, remacha Ndong. El Gobierno acordó con las constructoras una reserva de ciertas casas a precios sociales, unos 30.000 euros, pero los precios se han multiplicado por dos o por tres en pocos meses. El riesgo es que se convierta en una ciudad solo para ricos.
Una nueva capital para olvidarse de El CairoNueva capital administrativa, Egipto
Por Marc Español
El país ha levantado en menos de una década una nueva ciudad en mitad del desierto a la que ya se están comenzando a desplazar los grandes centros de poder del Estado. Es el macroproyecto estrella sobre el que el Gobierno de Abdelfatá al Sisi ha querido fundar lo que denomina “una nueva república”.
El desplazamiento desde el centro de El Cairo hasta la nueva capital que Egipto está levantando en medio del desierto es una transición abrupta de un intenso vaivén de personas y vehículos a la calma. De un bullicio a menudo ensordecedor de gritos y cláxones a un silencio casi sepulcral.
Las diferencias son evidentes también a la vista: de edificios en general castigados por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento a grandes construcciones impolutas. De barrios llenos de vida y espontaneidad a una planificación urbana diáfana. De calles cada vez más grises a unas que insisten en teñir el terreno yermo de verde.
El proyecto de una nueva capital en Egipto se presentó, sin ningún tipo de discusión pública previa, en marzo de 2015, apenas un año y medio después de que tomara el poder en el país el actual presidente, Abdelfatá al Sisi. Y desde entonces, se ha convertido en el macroproyecto estrella sobre el que su Gobierno ha querido fundar lo que denomina “una nueva república”, en una empresa de marcado carácter faraónico-militar.
La ambición ha sido desde el inicio gigantesca: levantar, de la nada, la primera ciudad inteligente del país, situada a unos 45 kilómetros de El Cairo hacia el este en dirección al mar Rojo. El toque de megalomanía lo pone la obsesión de las autoridades por, además, batir cuantos más récords mejor: la torre más alta de África, la mayor ópera de Oriente Próximo, la catedral más grande de la región, la segunda mezquita del mundo, un complejo militar siete veces el Pentágono, o un parque varias veces el Central Park.
Indicativo de la importancia que se le ha otorgado al proyecto, seguido muy de cerca por Al Sisi, es la rapidez con la que se está levantando. Y las prisas para que eche a andar. Los distritos de gobierno, las finanzas, la cultura, muchos de los residenciales, y el palacio presidencial están en un estado muy avanzado, y la ciudad ya conecta en tren con El Cairo.
“Cuando me recomendaron formar parte del equipo [de la empresa promotora de la nueva capital], hace seis años, aquí no había nada, solo desierto. No había carreteras, edificios, servicios públicos; cero. Y paso a paso, de forma gradual a lo largo de cinco o seis años, se puede ver todo esto”, desliza su portavoz, Khaled al Husseini. “Es algo increíble”.
Atraer a la gente promete ser complicado. La primera fase de la nueva capital cuenta con ocho distritos residenciales ideados para familias acomodadas, y Al Husseini señala que cinco están en un porcentaje de acabado de entre el 80% y el 99%. En total, calcula que podrían albergar unas 200.000 unidades, pero por ahora pocas familias se han mudado.
‘Summum’ del funcionalismo
Diseñada por un consorcio de cinco empresas egipcias y financiada en parte con capital extranjero, en buena medida chino, la ciudad empezó a construirse en 2017, y por ahora los esfuerzos están centrados en completar la primera fase de un total de cuatro. En estos 160 kilómetros cuadrados descansará el corazón de la urbe, incluidos los centros de poder del Estado, dispuestos alrededor de dos carreteras centrales y agrupados en distritos temáticos definidos al dedillo siguiendo una lógica funcionalista y securitaria: aquí el Gobierno, aquí la cultura, aquí los negocios, aquí el deporte, y así sucesivamente.
“Todo está pensado para ser práctico y estar seguro”, nota, en condición de anonimato por la sensibilidad del tema, una investigadora que está estudiando la nueva capital. “Las carreteras son muy lineales y todo está muy organizado; es un concepto de alto modernismo, donde todo se hace por seguridad y para controlar el espacio”, considera.
Para justificar la drástica medida de abandonar El Cairo, las autoridades han alimentado la narrativa de que la actual capital egipcia está plagada de problemas de congestión, infraestructuras y contaminación que hacen más práctica la apuesta de comenzar de cero. Pero la construcción de una nueva capital es un movimiento inevitablemente político. El analista egipcio Maged Mandour considera que “Al Sisi tiene una narrativa muy importante que es esta idea del renacimiento nacional, de que Egipto volverá de alguna manera a una cierta gloria; todos estos megaproyectos son en cierto modo parte de esta empresa”.
En este sentido, los contrastes con El Cairo no son solo el resultado de estar construyendo una ciudad nueva enfrente de otra con más de 1.000 años de historia, sino que también reflejan el carácter natural y popular del que las autoridades quieren distanciarse, y el de modernidad, ordenado y de élite, que quieren abrazar, tras la estela de casos como Dubái.
“Es una manera de aislar el centro del Gobierno de posibles protestas y disturbios. Es un gran experimento social en el que se está rediseñando el paisaje urbano de forma que se pueda controlar”, cree Mandour, autor de un libro reciente sobre el Egipto bajo Al Sisi.
La construcción de la nueva capital ha creado nuevas sinergias entre el Estado, el ejército y el sector privado de Egipto. Supervisando el proyecto se encuentra una empresa fundada en 2016, la Capital Administrativa para el Desarrollo Urbano (ACUD), que está participada en un 51% por las Fuerzas Armadas y un 49% por el Ministerio de Vivienda. Ejecutándolo están más de 200 empresas, incluidas las grandes constructoras del país.
La financiación de la ciudad es uno de los aspectos más ambiguos, y ha generado recelos porque representa un coste muy elevado en un momento en el que el país atraviesa una grave crisis económica y de deuda que está haciendo mella en los bolsillos de la mayoría. Sobre el papel, el proyecto no recibe fondos de los presupuestos estatales, sino que se financia con el dinero generado a partir de la venta anticipada de terrenos. También a través del alquiler de sus instalaciones, como las del Gobierno, por las que el propio Al Sisi ha reconocido que el Ejecutivo pagará a ACUD unos 210 millones de dólares (196 millones de euros) anuales.
Entre los principales inversores involucrados se cuentan numerosas empresas extranjeras de países del Golfo, como Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, y de Europa, como Francia y Alemania. Pero el país con aparentemente mayor presencia es China, con el gigante estatal China State Construction Engineering (CSCEC) a la cabeza.
Aunque se les ha tendido a prestar menos atención, hay voces que han expresado inquietud también por lo poco sostenible que es la nueva capital, su gran huella ecológica, y lo poco adaptada que está a los efectos del cambio climático, sobre todo sus vastas zonas verdes y una arquitectura que no se ajustan al entorno natural desértico en el que se ubican.
La gran mudanza
Si realizar un proyecto de estas dimensiones ya representaba un desafío colosal, inyectarle ahora vida parece un rompecabezas aún mayor, aunque se trata de un reto que ya se está teniendo que afrontar y la apuesta de las autoridades pasa por hacerlo de forma vertical.
En diciembre, el Gobierno empezó a celebrar la reunión semanal del consejo de ministros en la ciudad, y desde enero se están trasladando allí funcionarios a sus instalaciones. Hasta este mayo, ya había más de 15.000, según Al Husseini, y algunas de las más de 70 escuelas y universidades de la primera fase, la mayoría de ellas internacionales, ya están abiertas. “La nueva capital es un caso de estudio, y estoy muy orgulloso del proyecto. Es como un bebé al que vi nacer hace seis años y ahora [ha crecido hasta aquí]”, afirma.
“El problema es que todas las personas a las que he podido preguntar por qué habían comprado un piso o una casa allí me dijeron que era para invertir y que no estaban seguros de si irían a vivir más adelante”, apunta la investigadora.
Por este motivo, y pese al entusiasmo del Gobierno, aún está por ver el éxito que tendrá la nueva capital más allá de acomodar a los principales centros de poder del Estado. En esta línea, la idea de construir ciudades en el desierto para atraer a gente lejos del denso valle del Nilo y sus tierras fértiles, y de paso impulsar la economía a través del sector inmobiliario, lleva décadas implementándose en Egipto. Y los resultados han sido, a lo sumo, modestos.
En total, hoy hay más de 30 nuevas comunidades urbanas en todo el país, ocho se sitúan alrededor de El Cairo, y hay otra decena en desarrollo, incluida la nueva capital. “La lógica principal era que El Cairo está demasiado poblado y que hay que crear nueva vida y una nueva imagen de Egipto”, nota David Sims, un reputado economista y urbanista afincado en Egipto desde 1974 que ha escrito extensamente sobre las nuevas ciudades. “Hoy hay ocho alrededor de El Cairo, y según el censo de 2017, tienen 1,2 millones de personas después de 30 o 40 años; no atraen a mucha población”, constata.
El calendario de las siguientes fases de la ciudad, que son sobre todo residenciales, aún no se ha definido, y algunos dudan de que se ejecuten. “El problema de [cómo se está] financiando es que los inversores que compran terrenos al Gobierno y no tienen el dinero para construir ahora tienen que esperar a vender a la gente para tenerlo y construir. Así que puede pasar mucho tiempo antes de que se construya todo”, anticipa la investigadora.
Para Al Husseini, sin embargo, el objetivo prioritario es terminar, cuanto antes, la primera fase. Luego ya se verá. “¿Saben? El área total de esta primera fase [son] unos 40.000 acres [161 kilómetros cuadrados], y el área de Washington son 41.000 acres [166 kilómetros cuadrados]. Nosotros construimos un Washington en seis años”, se enorgullece.
El eterno sueño de un Silicon Valley africano Konza, Kenia
Por Raquel Seco
La ciudad inteligente de Konza, un proyecto del Gobierno nacido en 2008, promete ser un epicentro de la innovación tecnológica. Por el camino se encuentra con numerosos obstáculos.
Pega fuerte el sol a las dos de la tarde, sin sombras a la vista, y decenas de albañiles se afanan en los cimientos de la futura universidad de Konza Tecnópolis. El megaproyecto con el que Kenia trata de colocarse a la vanguardia de la tecnología en África es, por ahora, un entramado de carreteras en plena sabana con un solo edificio terminado. ¿Cómo se imaginan esto dentro unos años? “Va a ser increíble. ¡Como Dubái!”, responde sonriente Pete Muteti, de 32 años. Otro trabajador, mientras pone cemento en las aceras, se entusiasma también: “No te fijes solo en lo que ves ahora. Cuando esté acabado, no te vas a creer lo que ven tus ojos”.
Una bandada de avestruces atraviesa la carretera donde los operarios levantan farolas inteligentes. No serán solo iluminación nocturna para este enorme proyecto de 2.000 hectáreas —donde cabe hasta una reserva natural de 4.000 kilómetros cuadrados, de ahí las avestruces—, sino que servirán de cámaras de vigilancia, de sensores de temperatura, de mapas para orientarse, de botón de emergencias y de ayudantes para la gestión de tráfico.
Todo en Konza suena a futuro, pero el futuro tarda en llegar. Fuera, en la valla de acceso, un cartel da la bienvenida a “Silicon Savannah”, en referencia al valle del silicio estadounidense, capital mundial de la tecnología. Para llegar hasta aquí, a unos 60 kilómetros de Nairobi, hace falta pedir una autorización oficial, que puede tardar semanas. Preocupa “controlar la narrativa”, confiesa alguna persona implicada en el proyecto, porque abundan las críticas.
Konza nació hace 15 años, en 2008, como parte de un programa del Gobierno para convertir Kenia en un próspero país de clase media: Vision 2030. El objetivo era pasar de una economía nacional basada en los recursos naturales —la agricultura supone el 30% del Producto Interior Bruto de Kenia— a otra basada en la innovación. Kenia contaba ya con una reputación internacional como país puntero en tecnología, especialmente desde el lanzamiento en 2007 de M-PESA, el sistema de pago por móvil que hoy se usa para todo: de la compra en el supermercado a las propinas al repartidor, de las facturas de la luz a los pagos entre amigos.
Esta será, dicen sus desarrolladores, una ciudad inteligente (smart city) sostenible que mezclará negocios tecnológicos con educación, comercio y vivienda para 180.000 personas. Es un proyecto de dimensiones gigantescas, el más ambicioso del continente de estas características, según varios expertos consultados. Los responsables prometieron inicialmente que generaría un 10% del PIB del país para 2030, aunque ahora el objetivo se ha recortado al 2% para el año 2032. “Que distintos gobiernos sigan adelante con la idea [de Konza] durante dos décadas es inédito. Demuestra que hay compromiso real”, subraya Cyrus Mbisi, presidente del área de Urbanismo de la Asociación de Arquitectura de Kenia.
El proceso hasta aquí ha sido largo: hasta 2013 no se puso el primer ladrillo en Konza, tras un lustro de burocracia. “Empleamos mucho tiempo planeando”, reconoce, en su oficina en un barracón de obra, Annah Musyimi, arquitecta encargada del desarrollo físico de la megaciudad. “Pero aquí no existían estándares para una ciudad inteligente, así que tuvimos que contratar consultores de Estados Unidos. No podíamos ni conseguir contratista, porque antes necesitábamos un marco de referencia”, recuerda.
Prince Guma, investigador ugandés en Urbanismo en la Universidad de Sheffield (Reino Unido), apunta por su parte que las ciudades africanas están creciendo a altísima velocidad, y que estos proyectos (”estos elefantes blancos”, les llama) no consiguen ir al mismo ritmo. “¡El concepto de Konza nació hace décadas!”, señala. “Incluso si consigue completarse, quizá no resuelva los problemas de la ciudadanía para aquel entonces, que habrán cambiado”. Patrick Adolwa, exdirector de infraestructuras y desarrollo en Konza hasta 2019, defiende que la magnitud del proyecto exige plazos mucho más largos de los habituales: “Muchos de los críticos no entienden las dinámicas, cómo se construye una ciudad. ¿Cuántos años tiene Nairobi, algo más de un siglo? ¿Ha dejado alguna vez de estar en construcción? Solo China ha sido capaz de construir ciudades en cinco años”, afirma. “Y a Silicon Valley le costó 30 años afianzarse”.
Una inversión milmillonaria
Parte del problema, reconocen varios expertos, ha sido la dificultad para convencer a los inversores privados de poner su dinero en Konza. Se prevé que la tecnópolis cueste unos 15.000 millones de dólares (unos 14.000 millones de euros), el 90% financiación privada. Para animar a las empresas, hace cuatro años el Gobierno creó una jurisdicción propia (Zona Económica Especial) donde los impuestos son del 10% durante la primera década, en vez del 30% habitual. También, de forma inédita, añade el arquitecto Cyrus Mbisi, el Ejecutivo ha dejado listas, de entrada, todas las infraestructuras horizontales (alcantarillado, carreteras, sistemas de agua…), hoy prácticamente acabadas. Estas cosas suelen suceder más bien al revés: ciudades que nacen espontáneamente, y a las que hay que ponerles —con mayor o menor rapidez y éxito— servicios básicos.
Técnicos del equipo Vision 2030 admiten que “el sector privado no ha apreciado del todo la dimensión del proyecto”. Pero se muestran esperanzados en que Konza será en menos de una década una ciudad “vibrante”, con jóvenes trabajadores en el sector tecnológico instalándose en ella. Al fin y al cabo, el 75% de la población keniana (48 millones de personas) tienen hoy menos de 35 años, según el censo más reciente. “El futuro es África”, repiten en una entrevista en la sede de Vision 2030 en Nairobi. “Yo quizá no me veo viviendo allí, pero sí veo a mis nietos”, comenta la consejera delegada, Caroline Kariuki.
La larga burocracia
A partir del año que viene, con el trabajo de infraestructuras del Gobierno hecho en Konza, llegará el turno de que los inversores privados se pongan a construir. Tienen tres años para empezar desde el momento en que firman el contrato, para que la construcción no se eternice. Según los responsables, el 80% del terreno de la primera fase (más de 200 hectáreas) ya está vendido a empresas de logística, tecnología y biomedicina. Corea del Sur, el principal inversor extranjero, hace una de las grandes apuestas: el Instituto Avanzado de Ciencia y Tecnología de Kenia (KAIST), una réplica local a la misma universidad en su país que debe empezar a aceptar alumnos el año que viene. Y es que aunque este es un proyecto que el Gobierno, y parte de los kenianos, ven con orgullo patriótico, en la práctica es un mapamundi. La consultoría inicial estuvo a cargo de la estadounidense McKinsey; el contratista principal de la primera fase es italiano; hay dinero chino e israelí.
“El concepto de ciudad inteligente es un concepto muy occidentalcéntrico, desarrollado en el norte global mirando a sitios como Silicon Valley”, dice el urbanista Prince Guma. Él es crítico con la falta de africanidad de proyectos como Konza o Tatu City (otra ciudad keniana de nuevo cuño de financiación privada): “Una smart city en África solo se puede entender integrando elementos como las economías informales, las barriadas… Konza o Tatu no deberían intentar replicar Silicon Valley”.
En un país tan desigual como Kenia, donde aproximadamente el 25% de la población vive por debajo del límite de la pobreza (con menos de dos euros al día), ¿tiene sentido un megaproyecto como este? Musyimi, la arquitecta de Konza, habla de “ciudad equitativa”: las viviendas tendrán que ser accesibles para varias clases socioeconómicas, detalla, y los comerciantes tendrán facilidades que no encuentran en Nairobi, como estructuras gratuitas en las que vender su fruta o su verdura a los viandantes. Estará prohibido construir en 10 kilómetros a la redonda para evitar que surjan barriadas. La intención es que quien trabaja en Konza viva en Konza.
Pero abundan las críticas. Una académica especializada en urbanismo de una universidad local, que no quiere ser identificada, opina: “Es otra comunidad cerrada e hipervigilada para gente rica. En vez de lidiar con los problemas de una ciudad con tanto por resolver como Nairobi, se hace algo que gusta a organizaciones y a empresas internacionales. Las prioridades nunca son locales”. “El público objetivo de estas ciudades son los inversores extranjeros”, añade el urbanista Prince Guma. “Y están construidas mirando hacia el futuro, no hacia las realidades de hoy”. ¿Deben crearse, entonces, nuevas ciudades en África, o solo mejorar las existentes? Él cree que tendría que ser una mezcla de ambas estrategias. “Es bueno que un país como Kenia aspire a ser mejor, me gusta cuando el urbanismo africano forma parte de conversaciones globales. Pero, a la vez, los retos de las ciudades no pueden resolverse con visiones excéntricas futuristas”.
El único edificio totalmente acabado de Konza a principios de junio es la torre que funciona como oficinas, y, en un día caluroso, sorprende el frío dentro. Pero no hay aire acondicionado: es gracias al aislamiento, cuenta un portavoz. Konza promete ser una ciudad verde —el logo presente en todos los documentos es una acacia, típica de la sabana africana, con cables y microchips en lugar de ramas—. Reutilizará el 70% de su agua, en una zona semiárida, se alimentará de energía renovable, tendrá tranvías, bicicletas y patines eléctricos. Y pone especial foco en la proximidad, en un país con un transporte público precario y desigual. Mientras, en Nairobi, los atascos son el pan de cada día, miles de coches enzarzados en peleas con los matatus (autobuses) y boda bodas (motos) por un pedazo de asfalto. “En 10 años, visualizo una ciudad en la que te levantas por la mañana, llevas a tus hijos a la escuela, vas a la oficina, pasas por un mercado… y todo eso sin tener que conducir”, dice la arquitecta Musyimi. Por ahora, hace falta ir en coche hasta la verja de salida, con carteles ajados que anuncian el arranque del proyecto. Varios guardias se apiñan debajo de las vallas publicitarias, protegiéndose del sol.
En busca de una ciudad ideal en Ruanda Green City Kigali
Por Beatriz Lecumberri
Las autoridades de Ruanda, con apoyo de varios socios internacionales, planean colocar en 2024 la primera piedra de la Green City Kigali, una ciudad o un vecindario con aspecto de ciudad, dentro de la capital, que aspira a ser sostenible pero también inclusiva, con viviendas a precios subvencionados para los ciudadanos con menos recursos.
Sobre el papel, parece la ciudad perfecta: desarrollo urbano sostenible e inclusivo, viviendas a precios asequibles y subvencionados para los estratos sociales más bajos, una eficiencia energética envidiable que aspira a llegar al cero carbono en 2050 y una estrategia para minimizar el impacto del cambio climático, al que Ruanda, por su situación y orografía, es especialmente sensible.
La Green City Kigali, una ciudad o más bien un vecindario con aspecto de ciudad dentro de la capital ruandesa, comenzará a edificarse en 2024, y es la respuesta del Gobierno a la explosión del crecimiento demográfico y la urbanización acelerada de este pequeño país del este del continente. Hoy viven en él unos 13,2 millones de personas, que llegarán a 16,3 millones en 2032, de los cuales 4,9 millones residirán en las ciudades, según el Instituto Nacional de Estadística ruandés. Pero en Ruanda, donde la imagen internacional se labra con cuidado desde el genocidio contra la etnia tutsi de 1994, la solución de las autoridades a este problema acuciante ha querido ser novedosa y ambiciosa y un ejemplo para África y otros lugares del mundo.
La Green City Kigali, que se alzará en una de las múltiples colinas que circundan la capital, llamada Kinyinya, a unos 15 kilómetros del centro, tendrá 30.000 casas y una población estimada de 150.000 personas, y se inscribe dentro del plan maestro para la ciudad que las autoridades han trazado hasta 2050. Será un distrito de casas bajas, con mucha vegetación para reducir los efectos de las islas de calor urbanas y con numerosas zonas comunitarias en el que todos los edificios están pensados para mitigar el cambio climático y adaptarse a él. Contará con una estrategia de drenaje urbano sostenible y la demanda de agua disminuirá gracias al aprovechamiento de la lluvia. Todo el vecindario está diseñado para un uso moderado del coche y para favorecer el transporte público o la bicicleta. “Se han diseñado además espacios públicos e infraestructuras de transporte, servicios de salud, educación y comercio que facilitan el acceso de las mujeres al mercado laboral y calles seguras”, explican sus responsables.
Pero ¿es un proyecto viable? “Totalmente”, responde a este diario desde su oficina en Kigali Basil Karimba, presidente general de la Green City Kigali Company, la empresa fundada para concretar la concepción y puesta en marcha de este plan urbanístico. “Será una ciudad real, la primera de este tipo en toda África que combine sostenibilidad con precios asequibles. Era algo urgente: en Ruanda, en África y en todo el mundo”, asegura.
La utopía de la vivienda propia
En Kigali viven actualmente 1,2 millones de personas, que se convertirán en más de 3,5 millones en 2050, según cifras oficiales del Gobierno. A poca distancia de la oficina de Karimba, centenares de casuchas con techos de hojalata se apilan sobre la colina rojiza, no lejos de modernas torres de oficinas y del inconfundible perfil esférico del moderno Centro de Convenciones de la ciudad. Algunas antenas parabólicas despuntan de las viviendas, unidas involuntariamente entre ellas por amasijos de cables que les llevan la electricidad de cualquier manera. Niños con el torso desnudo corretean en torno a varios hombres que conversan sentados en el suelo a la sombra. No hay calles, solo caminos de tierra roja con desniveles y agujeros en los que ningún conductor se aventura.
“Kigali tiene una disponibilidad limitada de terrenos edificables adecuados, lo que lleva al desarrollo de zonas informales en laderas empinadas que son una amenaza medioambiental y aumentan los costes de provisión de infraestructuras. Además, un mercado del alquiler saturado y la elevada demanda de los materiales de construcción agravan este problema”, resume a este diario Kidist Amedie, arquitecta etíope especializada en ciudades innovadoras y asequibles para la población desfavorecida.
En este contexto, la vivienda propia es una utopía para la mayoría de los jóvenes en este país africano. Vivir con los padres y abuelos, aunque se trabaje o se contraiga matrimonio, no tener una habitación propia y estar muy lejos del centro de la ciudad describe la vida diaria de una gran parte de la población en esta capital africana, en la que, sin embargo, proliferan las obras de edificios en construcción. “Vivir en un lugar diferente a la casa familiar es impensable. Ni las finanzas ni las tradiciones me lo permiten”, resumía Cynthia, una estudiante de Estadística de 25 años.
El proyecto de la Green City Kigali lleva años gestándose y comenzará a ser una realidad cuando dentro de algunos meses se ponga la primera piedra del proyecto piloto: 16 hectáreas y 2.000 casas, una especie de muestra, en miniatura, de cómo será la futura ciudad, que ocupará una superficie de 600 hectáreas.
“Este proyecto piloto concreta lo que queremos hacer y lo que será la Green City Kigali, que quedará abierta después a socios privados, que entiendan el proyecto y lo lleven hasta el final, siguiendo los parámetros y espíritu y las normas de este primer vecindario”, explica Karimba.
La ambición ruandesa
Las autoridades de Ruanda no están solas en esta aventura. El plan está respaldado por el fondo de inversión Rwanda Green Fund, el Green Climate Fund, un fondo global creado para apoyar los esfuerzos de los países en desarrollo para responder al cambio climático, el banco de desarrollo KFW del Gobierno alemán, que destinó 30 millones de euros a este proyecto piloto, o el grupo sueco Sweco, que planifica y diseña comunidades y ciudades sostenibles. El estudio de arquitectos londinense Feilden Clegg Bradley Studios, que se define como “progresista y ético”, se proclamó vencedor de la licitación y está inmerso en el plan maestro de la ciudad. Estos apoyos extranjeros muestran hasta qué punto el Gobierno del presidente Paul Kagame cuenta con apoyo y confianza internacionales pese a que ONG y detractores políticos reprochan su autoritarismo y su falta de respeto a los derechos humanos. Este aplauso internacional viene también acompañado de una gran prudencia y de un claro rechazo de parte de expertos e investigadores a la hora de hablar públicamente sobre proyectos liderados por el Gobierno ruandés.
“Pocos gobiernos de África han sido tan ambiciosos como el de Ruanda a la hora de pensar en su futuro urbano. La visión del Gobierno va mucho más allá de tener una ciudad verde con bajos índices de delincuencia”, opinó en un artículo publicado hace algunos años Thomas Goodfellow, catedrático de Estudios Urbanos en la Universidad de Sheffield, especializado en el desarrollo urbano y transformación de África.
Según Amedie, “estas ciudades inteligentes, en las que dirigentes y ciudadanos utilizan la información para garantizar un futuro resiliente y sostenible, pueden desempeñar un papel importante en la transformación de Ruanda y es una forma de dar un salto hacia un futuro mejor”.
¿Llega esta ciudad en el momento adecuado? “Sí, porque en Kigali muchas personas ya viven de la manera que se plantea en la Green City. Todo esto es un proceso. Estamos pilotando esta idea, la vamos a poner en práctica y vamos a gestionarla. No es una ciudad utópica, va a ser un espacio real”, insiste Karimba. Por ejemplo, en la capital ruandesa las bolsas de plástico ya están totalmente prohibidas, hay un eficaz sistema de recogida de basuras y está en pie un esquema de limpieza y cuidado colectivo de la ciudad por parte de todos sus habitantes.
Nerea Amorós arquitecta e investigadora española que ha trabajado varios años en Ruanda, considera que la ciudad será sin duda una realidad. “Ruanda es un Estado pequeño, lo que facilita este tipo de iniciativas, con un Gobierno que tiene mucho poder y una agenda clara. Es un país ambicioso, que aprende rápido y tiene muchos recursos y poca corrupción. En Kampala o en Nairobi no estaría tan segura de que pudiera llevarse a cabo, pero en Kigali, sí”, afirma. La experta subraya que “no hay ninguna ciudad que aspire a ser sostenible de una manera tan holística: social, económicamente...”. “Es casi una pena que llamen al proyecto así, green [verde, en inglés], porque va mucho más allá”, agrega.
En Kigali ha habido en el pasado otros intentos de vecindarios innovadores o destinados a personas con pocos recursos, que no tuvieron demasiado éxito y tenían menor envergadura que esta nueva ciudad que se planea dentro de la capital. Amorós advierte de que “los barrios hechos así, desde cero, de la nada, no suelen funcionar de la manera en que se planeó inicialmente”. “Es decir, no son tan sostenibles, ni tan socialmente diversos como se intenta. Por eso, lo ideal es hacer cirugía o acupuntura urbana, trabajar en la transformación dentro de la ciudad ya existente”.
Créditos
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.