Ruanda: el silencio que esconde las heridas del alma
Más de una cuarta parte de los jóvenes padece algún tipo de trastorno psicológico en este país, aún golpeado por el genocidio de 1994. La salud mental se sigue asociando con la brujería y, al igual que ocurre en casi toda África, no merece suficientes recursos humanos y financieros
Richard tomó a escondidas pastillas “contra la tristeza y la soledad”. Olivia asegura que nunca irá a la consulta de un psicólogo por “miedo” a que sus amigos se enteren. Bellefille ha aprendido a querer a su padre y a perdonar las atrocidades que cometió hace 30 años gracias a una terapia familiar. Tity ha estrenado un espectáculo basado en el trauma que sufrió de niño tras perder a su madre en el genocidio en Ruanda. Théophile acaba de salir del hospital psiquiátrico de Kigali y su hermana le ha dicho que no quiere volver a verlo. Celeste tuvo que dormir en la calle después de que su tío la echara de casa tras una crisis de epilepsia.
Ruanda es un país acostumbrado a los silencios y lo que estos jóvenes no dicen es tan importante como su testimonio, que brota a cuentagotas entre el miedo, la vergüenza o el alivio y ayuda a entender esta tierra hermética y aún impregnada de duelos. Sus habitantes han hecho esfuerzos para dejar atrás para siempre el genocidio de 1994, y se han alejado de ese horror sin hacer ruido, con prisa y a menudo sin ayuda profesional. Pero ¿cómo se logra vivir sin miedo en comunidad cuando el asesino es tu pariente, tu vecino o tu amigo? ¿De qué manera se cura un país roto? ¿Es posible educar a los hijos con alegría y con fe en el futuro cuando se han vivido semejantes atrocidades? Las preguntas se repiten en la cabeza del recién llegado al caminar por las calles vibrantes y frenéticas de Kigali y al recorrer un país exuberante y generoso, donde la explosión de vida y colores colma la vista e inyecta inevitablemente levedad y alegría. Solo los monumentos que recuerdan a las víctimas y un alto en el silencioso memorial del genocidio contra los tutsis recuerdan que la línea entre la barbarie y la cordura es peligrosamente frágil.
El Gobierno del presidente Paul Kagame ha predicado, con éxito, la necesidad de reconciliación, progreso y fortaleza de espíritu y ha logrado pulir la imagen internacional del país, visto hoy como un modelo por vecinos y aliados pero criticado, por sus detractores y por la diáspora ruandesa, como un sistema autoritario que coarta cualquier voz disonante. La salud mental es una de las prioridades de este Ejecutivo, aunque las autoridades admiten que no consiguen llegar a todos los ciudadanos, especialmente a los jóvenes. Hasta hoy sacar el espinoso tema en una conversación avinagra el ambiente, borra sonrisas y multiplica las puertas cerradas y los mensajes sin respuesta. Porque en Ruanda y en buena parte del continente africano, las enfermedades del alma siguen siendo un tabú, también para las nuevas generaciones, y una asignatura pendiente en los programas de salud. Además, en muchos lugares, aún se vinculan al diablo y a la brujería. “Hay gente que prefiere ir a un curandero y cuando llega a nosotros el cuadro se ha agravado. Está claro que cuesta mucho atravesar la puerta de este centro médico debido a la estigmatización de estas dolencias. Hay que educar a la población y aún nos queda mucho camino”, afirma a este diario el doctor Rutakayile Bizoza, desde el gran hospital neuropsiquiátrico Ndera de Kigali, la institución ruandesa de referencia para enfermedades mentales.
En octubre de 2022, la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó de que 11 de cada 100.000 personas en África se suicidan, una cifra superior al promedio mundial (9 por cada 100.000 personas), debido en parte a la escasez de medidas para abordar y prevenir los factores de riesgo, incluidas las enfermedades mentales, que aquejan actualmente a 116 millones de personas en el continente, frente a los 53 millones de afectados en 1990. La OMS y Unicef recalcan que los niños y jóvenes son especialmente vulnerables y África es un continente esencialmente compuesto por jóvenes.
Denyse Amahirwe, especialista de protección infantil en Unicef en Ruanda, considera que la pobreza material en la que muchos adolescentes viven impide en ocasiones reconocer su sufrimiento y saber pedir ayuda. “Los chicos sienten que no son una prioridad. Por eso es muy importante la sensibilización de los jóvenes, pero también la de los educadores, asistentes sociales y padres, para luchar contra el estigma y el silencio”, recalca.
Hay cifras que resumen bien estas carencias: los países africanos destinan 50 céntimos de dólar a tratar problemas de salud mental, muy por debajo de los dos dólares por persona recomendados por la ONU para los países de renta baja. Además, el continente cuenta con un psiquiatra por cada 500.000 habitantes, cien veces menos de lo recomendado por la OMS. En Ruanda, por ejemplo, hay actualmente 15 psiquiatras para una población total que roza los 13 millones de personas, según las cuentas de Bizoza. “¿Le parecen pocos?”, pregunta este psiquiatra, el más veterano de todos los que ejercen en el país. “Venimos de muy lejos. En torno al año 2000 teníamos solo uno para todo el país”.
Olivia
“El problema de los jóvenes de Ruanda es que ni siquiera nos damos cuenta de que tenemos un problema”
El juego de palabras de Olivia provoca la carcajada general de sus amigos en este café del centro de Kigali, aunque ninguno se atreve a contradecir a esta universitaria de 20 años. “No sabemos reconocer que no estamos bien, que necesitamos ayuda, no aceptamos que los problemas psicológicos se tratan y se pueden curar”, prosigue esta estudiante de Económicas.
De lo que no se habla es como si nunca hubiera sucedido y la salud mental forma parte de esos silencios bien instaurados. “Todo va bien”, responden automáticamente estos jóvenes a las preguntas incómodas, más interesados en fotografiarse sonrientes en la terraza del bar, desde la que se aprecian varias de las colinas que rodean la ciudad, y subir las imágenes a Instagram.
“Solo por la noche, cuando la oscuridad se instala, oiréis a veces retazos de verdad”, escribe la autora de Costa de Marfil Véronique Tadjo en su libro La sombra de Imana. Viaje hasta el fondo de Ruanda, publicado en 2000. Y cuesta traer ese “retazo” de sinceridad a la conversación con este grupo de universitarios, marcada más bien por el pudor, la sorpresa y el recelo. No están acostumbrados a hablar de salud mental con sus amigos, sus padres y mucho menos con una persona extraña y de otra cultura. Creen que admitir un bache en sus emociones sería visto como una debilidad que podría tener un precio social muy alto: verse señalado públicamente, perder relaciones, trabajos y estatus social.
“Por ejemplo, si alguien llega a esta mesa y dice que ha estado internado por problemas mentales, no sé si podría ser amigo suyo. Me asustaría, no confiaría... Es horrible, lo sé, pero mi mirada hacia esta persona cambiaría”, dice, casi avergonzado, Moise, de 22 años. “La gente de nuestra edad aguanta, porque hay que ser fuerte y porque aquí no gastamos nuestro dinero en cuidar de la salud mental. Además, no confiamos en el otro, ni siquiera en el médico. Podría ser por ejemplo amigo de un amigo de nuestros padres y contarles todo... Los problemas salen a la luz solo cuando pierdes el control”, prosigue Olivia.
En el grupo de amigos, Richard, un chico de casi dos metros vestido con esmero para la cita, tarda en tomar la palabra. “Yo he crecido sin mis padres, me he sentido solo siempre. La pobreza en la que vivo con mi abuela me mina la moral. He dejado la universidad porque no tenía con qué pagarla y ahora trabajo, pero sueño con seguir estudiando. En un momento, tomé unas pastillas que conseguí por ahí”, explica, ante la mirada sorprendida de sus compañeros.
Un estudio del Gobierno sobre la salud mental publicado en Ruanda en 2018, que sigue usándose como marco de referencia por autoridades y por ONG, muestra que en este pequeño país algunos indicadores superan la media regional, sobre todo entre los supervivientes del genocidio. Un 20% de los ciudadanos sufre algún tipo de problema mental y una de cada seis personas tiene depresión. Además, un 27,4% de los ruandeses de entre 14 y 25 años padece algún tipo de desorden psicológico y en el país no hay especialistas enfocados en salud mental del niño y del adolescente. Los conflictos familiares, desde la separación de los padres hasta la violencia sexual contra los niños, la pobreza, el consumo de drogas, el genocidio, una exposición alta a las redes sociales, factores genéticos, los embarazos en adolescentes y las malas compañías figuran entre los principales detonantes de estos problemas, según una evaluación sobre la salud mental de los adolescentes ruandeses publicada por Unicef en 2020.
“El genocidio también nos afecta”, apunta tímidamente Cynthia, entrando en ese terreno minado que los ruandeses por lo general evitan. “Aunque no lo hayamos vivido, aunque no seamos huérfanos, todas las familias están marcadas. Hay padres que han asumido su trauma y pueden amar a sus hijos pero otros que no han podido con ello”, agrega esta chica de 25 años, que estudia Estadística.
En 100 días, entre abril y julio de 1994, más de un millón de personas fueron asesinadas por sus vecinos, amigos o familiares en este país del este de África. Los supervivientes sufrieron altos niveles de violencia física y psicológica que arrastraron y arrastran durante años. Hoy, en las calles de Kigali no se habla ni de hutus ni de tutsis, sino de ruandeses y mencionar en una conversación pública estas diferencias étnicas es visto como una falta de respeto y de tacto. El doctor Jean Damascène Iyamuremye es el responsable del programa de salud mental del Gobierno, implementado por el Centro Biomédico Ruandés (RBC, por sus siglas en inglés). Es un médico especializado en estrés postraumático y saca a relucir sin reparos el impacto del genocidio en la población, que obligó al Gobierno a poner la salud mental sobre la mesa y a llevar a cabo una descentralización de la asistencia para poder brindarla en cada rincón del país.
“Las atrocidades cometidas hicieron que las autoridades consideraran la salud mental como una cuestión esencial y urgente porque el número de personas que necesitaban ayuda se multiplicó. Prácticamente, el 100% de los ruandeses en esa época estaban traumatizados”, explica a este diario. “Ahora tenemos que cuidar a nuestros jóvenes porque son nuestro futuro. Y es cierto que, incluso aquellos que no estaban cuando ocurrió todo aquello, están viviendo las consecuencias”, agrega.
Iyamuremye recalca que el reto que se ha impuesto el Gobierno de Kagame, en el poder desde 2000, es que en cualquier lugar de Ruanda un joven con trastornos psicológicos sepa dónde lograr ayuda y se decida a hacerlo. Pero queda mucho camino por recorrer. Según el estudio llevado a cabo en el país en 2018, un 61% de la población tenía conocimiento de la existencia de los servicios de salud mental, pero solo un 5,3% de los habitantes los ha usado.
“El estigma sigue ahí y también afecta a los jóvenes. Es individual, la gente piensa cómo cambiará la mirada de los demás hacia ellos. Es social, porque las personas con problemas mentales son marginadas. Puedes ser el líder de tu comunidad, pero si saben que has estado internado por este tipo de problemas, tu reputación se hunde. Y el estigma es también profesional, porque los pacientes aún no son tratados en todas partes con el respeto que se merecen. En nuestra cultura africana, donde la mayoría de la gente cree en Dios, la enfermedad mental se relaciona inevitablemente con el diablo, la brujería y la posesión”, explica Iyamuremye.
La descentralización impulsada por el Gobierno hace que hoy, en cada pueblo de Ruanda, haya a poca distancia un centro comunitario con trabajadores entrenados en cuestiones de salud mental que saben al menos identificar que hay un problema y poner a los vecinos en contacto con un ambulatorio cercano. “Pero la realidad es que no estamos llegando a todo el mundo. Por ejemplo, a los jóvenes”, insiste Iyamuremye.
Para ello, es necesario hablar su lenguaje y las autoridades recurren a iniciativas como la de Michael Tesfay, informático de 28 años, que en una oficina del centro de Kigali está ultimando una aplicación especialmente dirigida a los jóvenes ruandeses, que podrán recibir asistencia psicológica de forma anónima. “A través de ella se podrá pedir cita con un especialista, recibir ayuda en una videollamada y ser orientado a un centro médico llegado el caso”, explica su creador, que ya ha recibido financiación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y espera un último empujón financiero para que la aplicación sea una realidad en pocos meses.
Bellefille
“No he sido feliz nunca”
“Pensaba todo el tiempo en lo mismo. Era un peso que cargaba sola. No pedí ayuda a nadie porque aquí las cosas son así”, confiesa Bellefille, una chica de 19 años con ojos tan profundos como temerosos, en el pequeño pueblo de Jurú, en el distrito de Bugesera, unos 50 kilómetros al sur de Kigali, una de las regiones más castigadas por las atrocidades de 1994. “No saber qué había pasado con mi familia, con mis abuelos, me daba mucho miedo”, admite a su lado Alliance, de 14 años.
Las dos chicas conversan mientras pasean por los rojizos caminos de tierra bajo un cielo azul intenso y una luz cegadora. Es una imagen bella y armoniosa pero tras ella hay años de silencios y de duelo. Entre abril y julio, en Ruanda se multiplican las conmemoraciones del genocidio contra los tutsis. “Kwibuka”, “recordar” en kiñaruanda, la lengua local, se lee en las fachadas de numerosos edificios, en las calles, en la prensa. En ese periodo, una parte del país se columpia en la cuerda floja y, según el experimentado psiquiatra Rutakayile Bizoza, las crisis, el estrés y la ansiedad aumentan entre ciudadanos de todas las edades. “Todo vuelve. Vemos menos casos que hace algunos años, pero las crisis son más graves. El estrés postraumático se han transformado en depresión, esquizofrenia o trastorno bipolar”, explica.
Desde 2020, la organización internacional Interpeace, centrada en la construcción de una paz duradera en lugares de conflicto, lanzó en este distrito ruandés, con apoyo de la Unión Europea, un proyecto piloto para sanar el trauma social. Entre las actividades propuestas está la terapia de familias, que usa el diálogo para resolver conflictos, superar los bloqueos y fomentar la cohesión entre padres e hijos y entre vecinos. La idea, llevada a cabo junto con el Ministerio ruandés de Unidad Nacional, psicólogos y líderes comunitarios, es reunir en una misma sala a quienes cometieron crímenes y a quienes los sufrieron y a sus descendientes. El único propósito es que hablen.
Bellefille acababa de nacer cuando su padre fue encarcelado y nunca supo por qué exactamente estaba preso. Su madre, Agnes, asegura, con mirada entristecida y culpable, que ella tampoco conocía toda la verdad y no había tenido una conversación sincera con su esposo durante años. “Creo que ahora somos una familia por primera vez”, asegura.
“En la segunda reunión comencé a contar cosas de las que nunca había hablado. Me sentía liberado. He pasado nueve años en la cárcel y mi hija ha sufrido mucho por eso: la han insultado y marginado en la escuela por las cosas horribles que yo hice”, cuenta Faustin Bizimana, su padre, un hombretón recio de hombros caídos y sonrisa apenada.
El genocidio en Ruanda hizo trizas pueblos como Jurú, donde todo el mundo sabe quién es quién y la víctima y el verdugo vivían puerta con puerta. Bizimana asegura que entró y salió de la cárcel sin arrepentimiento. “Pero ahora he pedido perdón y mi familia me ha aceptado. Creo que estamos más unidos, pero me han hecho falta años”, resume.
“Me sentía muy incómoda al principio en esas reuniones. No hablaba, no sabía muy bien qué hacíamos allá, pero luego fui viendo a otras personas de mi edad que habían pasado por lo mismo y escuchar a mi padre me alivió. Ahora tengo mejor relación con él que cuando no sabía nada”, agrega Bellefille.
Según el estudio ruandés sobre salud mental de 2018, un 53% de las mujeres supervivientes del genocidio y un 48,8% de los hombres sufrían algún tipo de desorden mental, la mayoría depresión, trastorno de estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés) y ataques de pánico. Un 14% había recurrido a algún servicio de salud mental. Investigaciones recientes han subrayado también que el trauma del genocidio se trasmite de padres a hijos. Según Bizoza, entre los jóvenes también se registran casos de trastorno de estrés postraumático, que no puede estrictamente diagnosticarse como tal puesto que falla la condición fundamental: haber sido testigos del acontecimiento que provoca la crisis. “Pero tienen todos los demás síntomas: pánico, alucinaciones, necesidad de aislarse y evitar ciertos lugares y personas...”, cita el psiquiatra. “También se ha estudiado el PTSD transgeneracional, es decir, mujeres que estaban embarazadas durante el genocidio y que transmitieron hormonalmente el estrés y el miedo a morir al feto y ese niño al crecer guarda algo de eso, como si de alguna manera lo hubiera visto”, agrega.
A diferencia de hace algunos años, en los que durante este periodo de conmemoraciones había testimonios muy duros, películas y fotografías que provocaban aún más crisis entre los jóvenes, “ahora el recuerdo es menos crudo y hay un mensaje de reconstrucción y resiliencia”. “Se mira hacia adelante”, resume Bizoza, considerando que los intentos de reconciliación entre perpetradores y víctimas, como los que se llevan a cabo en Bugesera, “disminuyen el impacto emocional de lo ocurrido”.
“Al principio fue todo muy difícil, pero enseguida empezó a ser muy sencillo. Mi hija llevaba años preguntando dónde estaban sus abuelos, pero en casa no hablábamos del tema, lo evitábamos. Nunca le había contado que los mató uno de mis tíos. Yo era un crío y pasé años huyendo de él por miedo”, explica con voz baja y tranquila Gerard Sibomana, de 42 años, padre de Alliance. “Empezamos a sacar cosas que llevábamos años guardando y nos dimos cuenta de que teníamos el corazón endurecido. Creo que para mi hija fue especialmente importante que diéramos este paso”, agrega Asinati, su madre.
“Saber la verdad me ha hecho sentir que todo aquello quedó atrás. Ya está. Y participar en las reuniones me hizo darme cuenta de que lo que me pasaba a mí les pasaba a otros. Estoy reconfortada”, dice Alliance.
Faustin y Gérard, Agnes y Asinati, Bellefille y Alliance han terminado la terapia, pero han decidido seguir viéndose. Ahora ya no necesitan salas de organismos públicos escondidas de las miradas de otros vecinos y se reúnen en sus propias casas. “No queremos olvidar lo que hemos aprendido y nos gusta estar juntos. Hablamos, nos ayudamos entre nosotros, nos damos trabajo... y también nuestras hijas quieren ser amigas”, explican.
Théophile
“Nadie ve en nosotros ningún valor”
Kigali huele a cilantro, a tierra reseca y a la gasolina escupida por los centenares de mototaxis. La ebullición y el ruido permanente de la ciudad parece desafíar al exuberante bosque que está al acecho en las colinas circundantes. En la capital ruandesa todo parece ir bien, muy bien: es considerada un escenario ideal para las cumbres africanas, un lugar apetecible entre los inversores extranjeros, un destino del que algunas ONG prescinden por considerarlo “la Suiza de África”, un ejemplo regional por sus avances medioambientales y tecnológicos y uno de los sitios más seguros de África. “Nadie va a robarle el móvil o el reloj. ¡Esto es Kigali!”, presumen, entre ofendidos y presuntuosos, los ruandeses. La ciudad es el marco perfecto para ese discurso oficial que predica la reconciliación, la unidad, el progreso y el orgullo nacional, aunque rascando un poco aparezcan las primeras fisuras: el temor a hablar mal de las autoridades, la ausencia de oposición real al Gobierno de Kagame o los progresos acelerados que dejan fuera de juego a una parte importante de la población del país, pobre, sin estudios o enferma.
En medio del barullo de la tarde, Théophile, un hombre larguirucho y con mirada perdida, espera solo en la calle. Es uno de esos ciudadanos que enturbia la imagen de perfección del país. Acaba de pasar dos semanas en el hospital Ndera “por una nueva crisis violenta” y no sabe decir ni la edad que tiene. “Unos 30”, dice, sin demasiado convencimiento. Asegura estar “así desde siempre”. “Es como una gran tristeza”, resume.
A su lado, Rose Umutesi pone nombres, detalles y fechas donde Théophile no alcanza. “Es una depresión profunda con brotes psicóticos que pueden llegar a ser violentos. Ha llegado al hospital esposado por la policía, se ha peleado en las calles, nunca ha podido trabajar y no toma bien la medicación”.
Umutesi fundó en 2007 la asociación Nouspr (acrónimo de Organización nacional de usuarios y supervivientes de la psiquiatría en Ruanda), seguida de la palabra Ubumuntu, que en kiñaruanda significa “humanidad”. La entidad quiere defender los derechos más básicos de las personas con dificultades mentales, que se sienten discriminadas y maltratadas. En este momento, está presente en 15 distritos del país, sobre un total de 30, y atiende a más de 100.000 personas, la mayoría jóvenes. “Les ayudamos por ejemplo a obtener ayudas del Estado para alquilar una casa, defender sus derechos laborales o conseguir transporte público, atención médica y tratamiento de forma totalmente gratuita”, resume la responsable.
Ruanda prevé un crecimiento del 6,3% del PIB este año, pero alrededor de un 50% de la población vive con menos de dos euros al día, es decir, es pobre. A Théophile, Nouspr le ha ayudado a tener una vivienda social y una prestación mensual de 7.000 francos ruandeses (5,5 euros) ya que no tiene ningún ingreso y gran parte de su familia no quiere saber nada de él debido a su enfermedad. Además, gracias a la entidad ha encontrado personas con las que hablar para ahuyentar la soledad. “Porque si no todo es desprecio, pobreza. De parte de la sociedad, de nuestras familias”, explica.
“En el papel, el Gobierno quiere hacer cosas, pero en la práctica no entienden los retos de los enfermos, que no son tratados con dignidad. Yo recibo cada día más llamadas de gente. No damos a basto. Trabajo mano a mano con las autoridades, pero soy crítica con ellas. Porque lo que nosotros hacemos, ese acompañamiento, las autoridades no lo hacen”, insiste Umutesi.
Nouspr, que recibe apoyo de Sind, la agencia danesa de salud mental, y la Alianza Internacional de Discapacidad (International Dissability Alliance), entre otros, también realiza programas de radio, da charlas en centros educativos y organiza conferencias para concienciar e informar. El doctor Iyamuremye, responsable del Gobierno, calcula que la salud mental representa el 10% del presupuesto total de salud de Ruanda. Y el gasto público en salud alcanzó un 15% del total del presupuesto 2022-2023, según las cifras oficiales del Ministerio de Finanzas.
“Nosotros recibimos unos 300 pacientes por día en consulta y somos un equipo de 15 especialistas, cuatro de ellos psiquiatras. Yo soy responsable de una sala a la que llegan personas en recuperación tras haber permanecido ingresadas unas dos semanas por una crisis. Suele haber un centenar de personas y yo diría que el 70% son jóvenes”, enumera el doctor Bizoza, del hospital Ndera de Kigali, explicando que la mayoría de estos pacientes de menos de 30 años tiene problemas provocados por el consumo de alcohol y drogas, pero también hay esquizofrenia, depresión, epilepsia, transtorno bipolar y PTSD. “Son más abiertos que las personas de más edad y cooperan. Algunos deciden abandonar las drogas, pero hay muchas recaídas”, asegura.
Pese a que el Gobierno ruandés trabaja por descentralizar los servicios de salud mental, Ndera sigue siendo la institución de referencia del país, el destino de una parte importante de los enfermos y un nombre asociado al estigma que cargan estos pacientes.
“También hacemos tareas de sensibilización junto al Gobierno. Por ejemplo vamos a los pueblos y les hablamos en su lengua, con cercanía, para hacerles entender la importancia de recibir atención a tiempo para que la enfermedad no se vuelva crónica, para garantizarles que no tiene nada que ver con la brujeria ni con los demonios ya que se trata y se puede curar”, explica Bizoza.
Tity
“Mi abuela tenía pesadillas horribles, venía a mi cama todas las noches, me hablaba aún dormida, aterrorizada, creyendo que había gente que iba a venir a matarnos”.
Tity Burava creció con ese miedo que no se atreve hasta hoy a llamar trauma, “intentando adivinar si las personas eran buenas o malas”. Ahora ha plasmado su infancia en un espectáculo de danza y baile llamado Musanabera, el nombre de su abuela, la persona que lo crió después de que su madre fuera asesinada durante el genocidio. “Ruanda está lleno de esas mujeres fuertes: supervivientes heridas por lo ocurrido a las que les tocó ser protectoras y cuidadoras de niños como yo y educar huyendo del odio y de la rabia”, explica.
En su representación habla del traumatismo heredado, el más invisible de todos, que arrastran ruandeses como él, que no vivieron las atrocidades cometidas hace casi tres décadas pero las cargan como un pesado fardo por influencia de sus familias y del propio país.
“Mi obra es un mensaje para que la gente sepa entender, consolar y acompañar a las personas que viven ese sufrimiento y sobre todo a los jóvenes, que hemos lidiado con esto solos, muchas veces sin hablar ni siquiera con amigos. Poner en marcha este espectáculo me ha ayudado a sentirme mejor, a liberarme. Porque en Ruanda hemos usado mucho el teatro para hablar de esta carga que arrastramos como país, pero no para sacar a relucir el traumatismo de los jóvenes”, asegura.
La obra de este coreógrafo de 29 años fue estrenada el pasado mayo en un teatro de Kigali, coincidiendo con las conmemoraciones anuales del genocidio. “Hubo gente que se acercó a mí después del espectáculo para decirme que había hablado de la historia de su vida. Vino un chico diciéndome que su padre había matado a su madre durante el genocidio y que creció totalmente solo porque la familia de su madre lo rechazo por ser el hijo del asesino y la de su padre por ser el hijo de su madre”, recuerda.
El arte también es un instrumento de sanación en el centro de jóvenes Kimisagara, en una barriada de Kigali, que ha recibido apoyo del PNUD y por el que cada día pasan centenares de adolescentes, muchos de ellos en situaciones de una vulnerabilidad preocupante. La salud mental no forma parte de sus prioridades, pero sí de sus problemas urgentes, aunque muchos de ellos aún no lo sepan: embarazos a edades tempranas, abusos sexuales, maltrato dentro de las familias... “No podemos curarnos de algo que ni siquiera entendemos, así que primero debemos educarnos para encontrar soluciones, porque la curación es un viaje”, explica la artista Jemima Kakizi, que colabora con el centro en terapias con jóvenes a través de exposiciones y talleres artísticos.
Recientemente ha organizado la muestra Walk with me (Camina conmigo), en la que han colaborado una decena de artistas con el objetivo de que los espectadores tomen conciencia de la necesidad de cuidarse y expresar sus emociones. Con esta finalidad, la exposición está viajando por diferentes escuelas y centros de jóvenes del país. “En Ruanda hay mucho traumatismo. Arrastramos las consecuencias del genocidio y ahora con la pandemia de la covid-19, mucha gente ha vuelto a quedarse aislada y expuesta, sobre todo los jóvenes. En mis talleres intento crear un espacio de confianza para que los chicos hablen de lo que les está pasando y poder así orientarlos”, explica Kakizi.
La artista presta especial atención a las jóvenes. “Aquí hay madres de 15 y 16 años y no están nada bien, pero no saben qué hacer porque se ven solas en una especie de torbellino. Algunas han sido abandonadas por el padre de su hijo, por sus propias familias”, cita. Temas como la salud sexual, los derechos reproductivos, el embarazo adolescente o sus derechos legales como madres ocupan gran parte de sus talleres, a los que trae psicólogos, expertos en salud sexual y abogados.
“Los jóvenes son abiertos y curiosos. Se acercan, inician una conversacion... En Ruanda estamos en una época de toma de conciencia. Ahora, mal que bien, todo el mundo comienza a saber qué es una depresión, oyen hablar de eso en la radio, en la escuela... Otra cosa es cómo reaccionan si les toca a ellos”, afirma.
A la sombra de un porche de este centro de jóvenes, varias chicas se hacen trenzas en el cabello unas a otras. Dos de ellas, aún menores de edad, llevan a sus bebés a la espalda. “Depresión es estar enfadada. Ver a la gente feliz y odiarla por eso”, dice, mirando al suelo, una de ellas. La conversación se detiene ahí y la desconfianza se instala. Ninguna quiere hablar más de su situación personal, responden con monosílabos a las preguntas incómodas y se concentran en el taller de peluquería.
“La toma de conciencia de la importancia de la salud mental es esencial para estas chicas”, zanja Denyse Amahirwe, la especialista en protección infantil de Unicef en Ruanda. “Cuando son víctimas, ni siquiera se sienten heridas, se ven sobre todo como las culpables. Incluso los padres o el personal médico pueden cuestionarlas si denuncian una violación, por ejemplo. Y eso las traumatiza para siempre”.
Celeste
“No quiero volver al lugar del que vengo”.
Tres horas de carretera y caminos pedregosos separan Kigali del pueblo en el que vive Celeste (nombre ficticio), en el distrito Nyanza, al sur del país. La casa, humilde y desnuda, con suelo de tierra y sin agua corriente ni electricidad, está lejos de todo, en lo alto de un sendero enmarcado por árboles de plátanos y aguacates. Celeste recibe a los recién llegados con un abrazo sentido, feliz con la visita y con la ropa bonita que se ha puesto para la ocasión. En su historial médico se mezclan la epilepsia, una ligera discapacidad intelectual, los malos tratos sufridos y un miedo y tristeza profundos.
La joven tiene 17 años, es huérfana desde que era un bebé y se crió con abuelos y después con un tío. Comenzó a tener problemas mentales a los 12 años y progresivamente se fue viendo marginada de la familia hasta que la echaron de casa y comenzó a vagar por las calles. “Me quitaron todo, comía de lo que la gente me daba y dormía donde podía”, recuerda frotándose, nerviosa, las manos.
Algún vecino alertó a los servicios sociales y Celeste recibió atención médica y psicológica localmente aunque después pasó tres meses en la sección de psiquiatría del hospital Ndera de Kigali. “Nos llamaron para ver si podíamos acoger a una chica que tenía problemas. Dijimos que sí sin conocerla porque siempre hemos sido una familia solidaria y activa en la comunidad”; explica Jean Damascene Mugarura, padre de familia. “Ahora es nuestra hija también, se puede quedar el tiempo que quiera”, corrobora su esposa, Primitiva.
La pareja, que tiene siete hijos y un nieto, fue a buscar a Celeste al hospital en noviembre de 2022. Ninguno de ellos tiene estudios ni es experto en salud mental. Tampoco han recibido una formación específica, más allá de los detalles sobre cómo administrar los medicamentos que la joven debe tomar diariamente y que tienen que ir a buscar una vez al mes a 20 kilómetros de distancia. Su única receta es el cariño y la paciencia y parece funcionar. “A veces hay momentos complicados, en los que no sabes qué hacer. Celeste puede tener comportamientos incontrolables o irse de casa sola, pero cada vez ocurre menos”, afirma la madre de familia.
Desde hace varios años, Unicef colabora con el gobierno local en la sensibilización y formación de profesores y trabajadores comunitarios en todo el país para que sepan identificar, acompañar y orientar a niños, adolescentes y a sus familias. En total, más de 200.000 menores ruandeses han recibido apoyo psicológico o cuidados médicos gracias a estos servicios de proteccion y bienestar repartidos por los 30 distritos de Ruanda. No obstante, en la evaluación del panorama de la salud mental de los adolescentes en Ruanda publicada por la agencia de la ONU en 2020, Unicef concluyó que no existen estructuras ni se han formado recursos humanos específicamente para atender a los adolescentes con problemas mentales e identificó puntos claves y acciones prioritarias para las autoridades.
“Los vecinos me decían: ‘pero si ya tienes los hijos que necesitas, para qué complicarte la vida’. No entienden que esto es una bendición”, se despide Mugarura. A su lado, Celeste saca de dentro una seguridad que sorprende, al decir adiós, arropada por su nueva familia. “Mi sueño es estar donde estoy ahora. Por primera vez me siento segura y nadie me hace daño”.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.