Eduardo Soteras, fotógrafo: “Necesito hacer bello algo que es terrible para que la gente lo vea”
Argentino con ascendencia libanesa, dejó su trabajo de contable público a los 23 años y aprendió de forma autodidacta a usar una cámara. Desde entonces documenta “los intersticios de la vida”, muchas veces en los más cruentos conflictos
La fotografía no entraba en los planes profesionales de Eduardo Soteras Jalil (Córdoba, Argentina, 48 años). Estudió Ciencias Económicas y trabajó de contable público. “Muy divertido”, bromea. Durante un viaje por Europa, concretamente en Praga, conoció el trabajo del “fotógrafo de los refugiados”, Josef Koudelka. Tenía 23 años y comprendió que no quería dedicarse más a las auditorías y los impuestos. En su siguiente parada, en Bélgica, adquirió su primera cámara, una Nikon FG20 de carrete. No tenía ni idea de cómo funcionaba, apenas unas breves indicaciones que le había dado el vendedor, y empezó a estudiar de forma autodidacta. Pasaron tres años más hasta que se desprendió del todo de su estable pasado y se marchó a Centroamérica de mochilero. Así comenzaba una vida nómada que le ha llevado desde Suiza hasta República Democrática del Congo. De Barcelona a Etiopía. A Israel y Palestina. Para “documentar los intersticios de la vida”.
Su cobertura del conflicto en la región etíope de Tigray para la Agencia France-Presse (AFP) le ha granjeado reconocimiento internacional. “Teníamos la suerte de ser el único medio al que permitían acceder”, resta importancia. El fotoperiodismo no es lo suyo, confiesa en la sede del Centro Internacional de Fotografía y Cine de Madrid, donde se expone hasta el 27 de marzo parte de su trabajo en Etiopía, finalista del Premio Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria que otorga Médicos del Mundo. Hace medio año dejó su trabajo en AFP y se mudó con su mujer y dos hijos a Nairobi, donde compagina trabajos por encargo con los proyectos que le gustan. “Por los que nadie pagaría”.
Pregunta. ¿Qué tiene de especial su fotografía?
Respuesta. Me interesa documentar ciertos intersticios de la vida, cómo alguna gente desarrolla su vida alrededor de una idea o de una práctica. Conseguí vender un reportaje sobre la cultura del tiro en Suiza, que me permitió confiar en mi agenda y en las cosas raras que me gustan.
P. Tiene raíces libanesas y su tercer idioma es el hebreo, ¿cómo comienza su relación con Oriente Próximo?
R. Viví prácticamente un año y medio en una cueva al sur de Hebrón, documentando la vida de los pastores seminómadas. Ahí empecé a trabajar en Gaza. Estuve cubriendo la guerra de forma documental, aunque al filo del periodismo. Y conocí a mi mujer, Alejandra. Cuando dejé la agencia en agosto [de 2023] estaba intentando volver a Gaza para terminar un libro. Cuando esto estalló.
P. ¿Cuándo fue por última vez?
R. Noviembre de 2015. Vivía en Congo y me ofrecieron dar clases en Ramala por una semana. En 2014 cubrí la guerra. Tenía un permiso de prensa, podía entrar y empezó la guerra. Traté de seguir con mi vida en Israel, pero desde mi pueblo se escuchaban las bombas. Y entré en Gaza y me sentí en paz porque estaba en donde tenía que estar.
P. ¿Qué fotografías hizo entonces?
R. En medio de toda esa mierda que es la guerra, en ese abismo que sentís cuando empezás a oler la muerte, había una serie de fotos que me sentía absurdamente atraído a hacer sin una explicación racional: el decorado de un salón de fiestas, un tipo con un globo rojo en la cara en el que ponía I love you, una colección de perfumes locales con eslóganes militaristas, de las drogas a las que se habían vuelto adictos mis amigos, como el tramadol. Pequeños detalles. Lo llamé una especie de arqueología preventiva. Y no me equivoqué. Sabía que iba a desaparecer y desapareció.
P. ¿Qué opina del conflicto en Gaza hoy?
R. [Silencio] No sé qué decir. Es terrible. Ha desaparecido. Han borrado un lugar. Era una cárcel a cielo abierto, como quieras; pero una cárcel en la que la gente encontró los intersticios para generar vida. Como el helecho que crece en un muro, eso era Gaza. Y han tirado el muro abajo. No quedó nada. ¿Sabes? No escribí a ninguno de mis amigos allí para preguntarles cómo están. Me avergüenza.
Como el helecho que crece en un muro. Eso era Gaza. Y han tirado el muro abajo, no quedó nada
P. ¿Por qué?
R. ¿Qué les digo? ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo? No me parece ético.
P. ¿Cómo acabó en República Democrática de Congo?
R. Hacía tiempo que quería desprenderme de Oriente. Siempre tuve una relación muy masoquista con Israel; nunca me trataron tan mal en mi vida como ese lugar. Alejandra se iba, le ofrecieron trabajo en Congo y escribí a un amigo de AFP. Me mudé y empecé a trabajar para la agencia cubriendo noticias. Fue interesante.
P. Al final, cayó en el fotoperiodismo.
R. En Kinshasa me hice profesional en el mal sentido. Vivir en Congo es muy complicado y rompió mi relación con la foto. En Gaza daba clases los fines de semana en Ramala. Soy árabe [se señala la cara], nadie me veía como turista. Pero en Congo soy blanco. Me secuestraron dos veces y llegó un punto en que dije basta. Si no me pagaban, no salía a trabajar. No lo veo mal: formé una familia, tengo dos hijos, pago la escuela, las cuentas… Antes llevaba una vida más hippy, vivía en una cueva, era más libre. Y ahora estoy tratando de alcanzar un equilibrio entre trabajar por dinero y retomar algunos proyectos importantes por los que generalmente no te pagan.
La gente tiene diferentes grados de importancia, incluso dentro de estos que no importan, hay algunos que todavía están más abajo. ¡Qué importa un etíope!
P. En Etiopía también cubrió la guerra, la de Tigray [noviembre 2020-noviembre 2022].
R. Estábamos en París y a mi mujer le ofrecieron irse a Etiopía. Y volví a llamar a AFP. Me decía: soy fotógrafo, este es mi trabajo, tengo que estar aquí. Etiopía no era mi lugar, pero era importante. En ese momento, era la esperanza del mundo y se fue todo al carajo. Estaba trabajando para una agencia y éramos el único medio al que daban permiso para entrar.
P. Así contado, parece fácil.
R. Lo que vi es un 20% de las atrocidades que pasaron. Y de lo que fui testigo, pude levantar la cámara un 5% de las veces. Fue muy difícil. El acceso era siempre una lotería. Había veces que nos daban acceso al frente, llegábamos, con todo el riesgo que significaba, y de repente a uno de los de las milicias se le chiflaba el moño y decía que nos teníamos que ir.
P. ¿Qué foto que no pudo hacer tiene grabada en la memoria?
R. Dos días después del comienzo del conflicto, nos fuimos al frente sin tener una idea de qué sucedía. Avanzábamos como podíamos hacia el norte, hacia Tigray, y encontramos a la gente que venía, a heridos y muertos. Era impresionante. Estaba ocurriendo: la guerra había comenzado. Y no era seguro trabajar: sabíamos que si llegábamos a bajarnos, nos linchaban. En los hospitales veíamos gente herida y el Gobierno no quería que lo mostrásemos. Hice muchas fotos con el teléfono haciendo como que estaba hablando.
No me gustaría volverme un cirujano, que no me tiemble el pulso y no me afecte la muerte
P. Sus fotos de Etiopía son muy estéticas. ¿Hay belleza en el horror?
R. Claro, hay algo muy atractivo en la tragedia. Por eso, cuando hay un accidente en la autopista, se forman atascos. Porque necesitamos ver qué pasó. En Gaza vi cosas peores, pero decidí no fotografiar cuerpos porque me lo podía permitir. En Etiopía no porque sabía que iba a ser el único en hacerlas.
P. ¿Cómo evita caer en el morbo?
R. Necesito engañar a la gente, hacer bello algo que es terrible para que lo vean; no es para desplegar talento, sino para que se hable de ello. Ese es el artificio que hacemos [los periodistas], darle un cierto golpe de gracia, para que la gente se detenga en esto y no en la noticia de Shakira. Pero soy sumamente cuidadoso, no transformo ninguna escena, nunca le pido a una víctima que modifique lo que estaba haciendo. Son tomas directas.
P. ¿Los conflictos y otros males como el hambre en África importan menos?
R. Hay guerras que son más nuestras, como blancos, europeos, occidentales. Con Ucrania nos identificamos más. Lo que pasa en Etiopía no tiene nombre, hay matanzas en todos lados [finalizado el conflicto en Tigray, hay enfrentamientos en la vecina Amhara]. Hay una foto de una chica cargando leña. Era una desplazada interna de la región de Afar, que ya estaba en la mierda total en época de paz y de prosperidad. A esta gente no le llegaba ayuda; no tenían agua y estaban comiendo hojas de los pocos árboles que había. Son nadie y a nadie le importan. La gente tiene diferentes grados de importancia: incluso dentro de estos que no importan, hay algunos que todavía están más abajo. ¡Qué importa un etíope! Un europeo está primero, luego un israelí, un palestino y, en el último lugar, un amhara.
P. Con la foto de dos niños leyendo en una escuela derruida, incluida en la serie finalista, ganó además el Premio Unicef a la Foto del Año 2022. ¿Cuál es su historia?
R. El Gobierno nos dejó ir a esta zona en la frontera con Tigray. Hicimos un par de entrevistas y nos contaron que el Gobierno había estado ejecutando a jóvenes porque pensaban que habían colaborado con los tigreses. Pensé que hasta ahí habíamos llegado, pero nos dejaron continuar y estacionamos el coche delante de una escuela que había estado ocupada por soldados. Entramos y descubrimos lo bello de la destrucción. En la biblioteca todo estaba tirado en el piso, lleno de agua, húmedo. Hice una foto, pero faltaba algo. Me quedé esperando porque la luz era muy bonita y entraron estos niños a jugar. Me fui para atrás, para ser lo menos visible posible, e hice esa foto.
P. ¿Las personas que retrata en conflictos se convierten en sus fantasmas?
R. Pienso mucho en la gente que fotografié en Gaza. Pero lo que me preocupa es convertirme en un fantasma yo en vida, que las cosas no me afecten. Es lo peor que te puede pasar. No me gustaría volverme un cirujano, que no me tiemble el pulso y no me afecte la muerte. No me gustaría dejar de sentir miedo a ir a los lugares y pánico de quedarme sin hacer nada.
P. ¿Cómo se vive afectado?
R. Soy argentino, hacemos psicoanálisis por deporte nacional. Saludos a mi terapeuta.
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