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Guerra a las ollas sin tapa y al plástico de un solo uso: el desarrollo sostenible llega a la alta cocina

Los chefs de locales gastronómicos se proponen cumplir los objetivos fijados por Naciones Unidas cambiando sus técnicas de elaboración de platos

El chef Raül Balam Ruscalleda, durante la presentación de su menú acorde a los ODS, en la feria Mediterránea Gastrónoma de Valencia.
El chef Raül Balam Ruscalleda, durante la presentación de su menú acorde a los ODS, en la feria Mediterránea Gastrónoma de Valencia.MARCOS SORIA

Cuando el chef Raül Balam Ruscalleda hizo una presentación de sus platos y vio la cantidad de desperdicios que se amontonaba en un rincón, se preguntó: “¿Hace falta todo esto para 30 minutos de muestra?”. Ese fue el primer fusible que le saltó en la cabeza: reciclaje.

Lo pensó al mirar una torre de plásticos irrecuperables que iba a ir directa a la basura. Tanto desecho, reflexionó, no era lógico. No era bueno ni para el planeta ni para ellos. Ya lo sabía, pero nunca se lo había tomado tan en serio. En los fogones, el propietario del restaurante Moments cumplía con ciertos hábitos de sostenibilidad, pero dejaba otros, quizás menos llamativos que ese cubo atiborrado de restos, de lado. Uno, por ejemplo, era tirar las sobras que se producían por cortar las raciones en círculos. ¿Qué hicieron? Dejar de servir con ese formato y aprovechar todo el contenido. Puede parecer una tontería, pero dejó de haber comida sin aprovechar en la mesa. Segundo fusible: desperdicios.

La mayor parte de esa comida sin desechar debía proceder de la zona. “Ya buscábamos cada producto en la región, trabajando con los agricultores locales, pero había que volver atrás y pensar en cómo se conseguían los alimentos de forma más cercana, sin intermediarios y con un buen trato de la tierra y de los animales”, reflexionaba el cocinero durante la feria Mediterránea Gastrónoma, celebrada recientemente en Valencia. Tercer fusible: proximidad.

Foto de grupo durante la entrega de galardones a los mejores panaderos de España en la feria Mediterránea Gastrónoma, celebrada el pasado mes de noviembre en Valencia. PEDRO JÍMENEZ
Foto de grupo durante la entrega de galardones a los mejores panaderos de España en la feria Mediterránea Gastrónoma, celebrada el pasado mes de noviembre en Valencia. PEDRO JÍMENEZ

Modificaron también el modo de guardar los alimentos: adiós a la bolsa de un solo uso, bienvenido el táper. Paulatinamente, vieron que esa montaña de la vergüenza mermaba. Y su satisfacción crecía. La preocupación llegó a ser tal que no solo escrutaron cada ángulo en su trabajo con respecto al impacto medioambiental, sino que concibieron un menú de 17 platos acordes a los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), fijados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para 2030.

“Vivimos en un planeta instagrameable. Sacamos miles de fotos al día de cosas bonitas, pero en nuestra realidad no aparece el plástico que acumulamos”, incidía Balan Ruscalleda durante la convención. Allí exponía cómo se había inspirado en estos objetivos para ejecutar 17 ideas en su cocina. “No solo debíamos ajustarnos a los del hambre o el clima, sino que hay más puntos sobre innovación, igualdad o educación”, indicaba, mientras aprovechaba un caldo como ejemplo de “aguas sucias”. “Ahora en nuestro local el precio de la comida y los residuos son cero”. Cuarto —y último— fusible: enmarcar su labor dentro de un sistema global.

Visitantes de la feria Mediterránea Gastrónoma, celebrada en Valencia el pasado mes de noviembre, fotografían platos de una exhibición.
Visitantes de la feria Mediterránea Gastrónoma, celebrada en Valencia el pasado mes de noviembre, fotografían platos de una exhibición.MARCOS SORIA

El caso de Raül Balam Ruscalleda es solo uno de los que se están dando en las diferentes esferas culinarias del país. Este cocinero —hijo de Carme Ruscalleda, mujer con más estrellas Michelin del mundo (siete)— tuvo aquella revelación y se dirige al 2023 con la determinación de mejorar. “Aún se malgasta, y lo digo en presente, mucho”, reconoce el chef en conversación con EL PAÍS. Le acompaña Jésica Arancibia, su mano derecha, que asiente a otra de sus impresiones: “Los cocineros tenemos un altavoz y tenemos que utilizarlo, aunque cueste acostumbrarse”.

La alta cocina en concreto y la hostelería en general se han montado en el carro de la sostenibilidad

“Hemos cambiado nuestra manera de ser en el restaurante, pero a veces, al mirar lo que pasa fuera, tengo la sensación de que en lugar de en el futuro estamos en la Edad Media: la humanidad lo compra todo del otro lado del mundo, sin ningún motivo más que el comercial. O envuelve lo que sale del campo, las verduras y la fruta, en plástico”, se queja.

Activar el engranaje

Para ambos, el cuidado debe empezar por uno mismo, pero también desde arriba. “Los gobiernos tienen que ponerse las pilas”, coinciden. Habría que ser “más tajantes” con la industria, añade el chef, y no solo en el reciclaje, sino en las buenas prácticas laborales o de respeto ambiental. Con su papel, más o menos público, pretenden concienciar. “Abrir la mente”, en sus palabras. “Tenemos que darnos cuenta de que el mar y el campo son nuestra mayor despensa. Y nos la estamos cargando”, aduce. Desde nuestro pequeño universo, agrega el cocinero, el interrogante que debemos plantear es muy parecido al que le provocó el chispazo definitivo: “¿Qué podemos hacer para evitarlo?”.

Una cuestión que ya ronda por la mente de muchos colegas del gremio. La alta cocina en concreto y la hostelería en general se han subido al carro de la sostenibilidad. Hay grados, claro. Y un recorrido largo por transitar. Pero el mensaje ya va inoculándose: si queremos alcanzar las metas propuestas para 2030, hay que cambiar. No valen los discursos oficiales, las protestas multitudinarias o las cumbres internacionales. De cada uno depende frenar el calentamiento global, que ha abierto sus fauces en forma de catástrofes climáticas, extinción de especies o migraciones masivas.

“Todo influye. No tiene sentido que pidamos a otros y nosotros no cuidemos lo básico”, resume José Manuel Miguel, del restaurante Beat, en Calpe (Alicante). “Parece una tontería, pero hoy ya se ven varios cubos en estos establecimientos. Y se van buscando métodos más eficientes y sanos. Al final, es volver a la alimentación de la abuela, a la dieta que tenemos cerca, a un ritmo de vida más acorde a los naturales”, cavila. Su local, especializado en comida mediterránea y francesa, pertenece a un hotel, donde también ve cambios: “Se va notando que lo que era una molestia, ahora es una virtud. Y es necesaria”, sentencia.

José Manuel Miguel está convencido de que el engranaje se ha activado. “Veo mucha más preocupación”, advierte. Otro de sus compañeros del sector, Carlos Julián, mantiene su razonamiento: “Empieza a haber muchas revisiones. Y se le da importancia a los productos de cercanía, pero habría que saber valorarlos más”, apunta. Julián acepta el progreso, pero también es crítico: “Para mí la sostenibilidad sí que es un deber y lo llevo como un abecé en el tema del malgasto o de la reducción de emisiones”.

No puede quedarse solo en un escenario. Los cocineros tenemos un granito que aportar. Y somos los que debemos dar información. Así, poco a poco, el cliente lo asumirá y lo exigirá
Carlos Julián, propietario del restaurante Ampar en Valencia

Más que una disyuntiva teórica, lo que Julián cree es que el respeto al entorno ha de partir desde el propio negocio, desde la posición de ciertas figuras gastronómicas, y hacerlo una realidad: “No puede quedarse solo en un escenario. Los cocineros tenemos un granito que aportar. Y somos los que debemos dar información. Así, poco a poco, el cliente lo asumirá y lo exigirá”. Julián sabe de lucha y de exigencia: ha alterado la gastronomía de un hotel valenciano con el restaurante Ampar, que ya figura en las grandes ligas, y lo ha conseguido después de pasar por circunstancias personales complicadas: se metió en este mundo tras una lesión de rodilla que le anuló su futuro como atleta profesional.

El runrún se ha extendido por el oficio. En Hostelería de España, la organización que agrupa al grueso de bares, restaurantes, cafeterías y pubs del país, existe una campaña “por el clima”. En ella ayudan a adecuar los negocios a la coyuntura actual. Sus pistas: modernizar equipos para un ahorro energético, tapar las ollas (lo que disminuye, afirman, un 25% de energía), evitar los artículos de un solo uso o reducir el agua en limpieza y descarga de aseos, entre otras.

Somos, literal y figuradamente, del planeta, lo que debería desechar la apreciada noción de que nuestra especie está separada de algún modo de la naturaleza
Jeremy Rifkin, sociólogo y activista

La sostenibilidad en el sector “está en auge”, sostiene Jénifer Galdón. “Y es una tendencia social”, añade desde el stand de Ecohosteleros, una plataforma que proporciona información y recursos a más de 25.000 locales. “Estamos intentando frenar el impacto y cada vez hay más empresarios que se preocupan”, intercede su compañero Adriá Fornós. Las iniciativas se multiplican en las confederaciones, en los reclamos al ciudadano o en los peldaños que nutren al comercio.

“Algo ha cambiado, pero poco, porque dependemos de las grandes corporaciones”, suspira Carlos Lozano, agricultor de la localidad valenciana de Alginet. “Se pone atención al origen, pero este sector está envejecido y sigue utilizando químicos y abonos”, lamenta, “aunque los jóvenes están más alerta”. Son ellos, precisamente, los que han coreado mantras como que no hay planeta B, que el tiempo se acaba, que la Tierra es más valiosa que el dinero, porque sin ella, sencillamente, no hay vida, etc. Mientras, en la hostelería están tomando la comanda y algunos fusibles ya han saltado.

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