Clases de castellano para migrantes: un laboratorio para crear comunidad en el barrio de Vallecas
Un proyecto autogestionado en el centro social la Villana, en Madrid, representa una oportunidad para aprender el idioma y un espacio de encuentro y ayuda mutua
Año 2006. Recién llegado a Madrid, Ángel Huerga pasea por el barrio de Pacífico y ve un anuncio en un fanzine local: “Se necesitan profesores de castellano en un centro social”. Años después, en 2021, Achraf llega desde Marruecos a Lanzarote y de ahí a Madrid, donde encuentra por casualidad una clase para aprender el idioma. En 2022, Marta Molina se acaba de mudar a Vallecas y busca un proyecto de participación vecinal. Y, en 2023, Andreia Da Silva, llegada de Brasil, acude a las clases de castellano recomendada por una amiga mientras decide si quedarse o no en España.
Todas estas personas van a encontrarse en el mismo lugar: un aula en el centro social la Villana de Vallekas. En ese espacio, las historias se cruzan y forman tejidos. Las clases de castellano son uno de los talleres colectivos de este centro social autogestionado que abrió sus puertas en 2013 y que hoy acoge las luchas del barrio por la vivienda, la salud, el trabajo o el feminismo. El objetivo de todas ellas: fomentar la participación y construir redes de apoyo mutuo en el barrio.
Aquí empieza todo
La lengua es una pieza básica del puzle de toda experiencia migratoria. Es la llave para acceder a la vida cotidiana, trabajo, formaciones, servicios médicos y, sobre todo, la posibilidad de construir vínculos en la sociedad de acogida. Pero muchas personas se topan con un muro. “Cuando encontraba a mis vecinos en el ascensor no hablaba, tenía miedo, no sabía qué decir”, recuerda Fati, una de las alumnas. “Me decían: ¡Hola!, ¿qué tal?, y yo solo sonreía, no hablaba”. Acababa de llegar de Níger, aún no trabajaba ni conocía mucha gente y pasaba el tiempo en el parque, en el centro comercial, caminando sola, mirando los precios para memorizarlos y no tener que preguntar. ¿Tarjeta o efectivo? Ella no entendía: “Yo creía que el dinero se llamaba ‘efectivo’”, ríe.
Un día, el marido de Fati le dijo que había encontrado un lugar en el barrio donde daban clases de castellano gratuitas. Empezó ese mismo jueves. Tras dos años de clases, ya es capaz de hablar con sus vecinas, relacionarse con la gente y tiene varias amigas de nacionalidades distintas con las que practica el castellano. Siente que, cuando hable mejor, le será más fácil conocer gente, encontrar un empleo y ayudar a sus futuros hijos con los deberes.
Reflejo de la migración del momento
Las clases tienen lugar cada martes y jueves. Son las siete y cuarto y los alumnos y profesores van llegando. Por la clase pasan una treintena de maestros y un centenar de estudiantes con diversas realidades: chicos y chicas de diferentes países del Sahel, mujeres de Bangladés que traen a sus hijos pequeños, chicos jóvenes de Marruecos (algunos de centros de menores que, al cumplir dieciocho, no encuentran ningún otro recurso para dar clases) o alumnas de China y Brasil. En 2023 llegaron personas de Ucrania y Rusia y, desde hace un año, de Palestina y Afganistán. “El perfil del alumnado es el reflejo de la migración del momento”, observa Molina, que da clases desde hace casi tres años.
Quienes llevan más tiempo recuerdan la crisis de 2008 y la creación por parte de los vecinos de una red de acogida y acompañamiento ante la llegada de personas que no hablaban el idioma ni sabían moverse por la ciudad. Ese fue el germen. Entonces ofrecían, además de clases de castellano, asesoría legal y acompañamiento ante las redadas. Huerga, que empezó como profesor en el ya desaparecido centro social de Seco, ha notado grandes cambios: entonces había más migración y miedo, y la crisis de 2008 provocó el retorno de muchos migrantes a sus países y un incremento de restricciones. Para él, la experiencia como profesor ha sido transformadora: “Me di cuenta de que no eran clases de castellano, sino mucho más que eso”.
Más tarde, la pandemia de 2020 obligó a trasladar las clases a las pantallas y sacó a la luz la brecha digital y la precariedad de las casas compartidas: “La principal dificultad era el acceso de los alumnos a internet, a un ordenador”, recuerda Paloma Sánchez Ribas, profesora desde hace cuatro años. “Con el móvil lo pude solventar, aunque a veces estaba dando clase con cuatro personas a la vez. Era difícil, todo el mundo viviendo en casas pequeñas, pisos compartidos, a veces la vida familiar interfería. Pero conseguimos esa conexión”.
Un espacio abierto
La clase empieza. En la entrada, nadie pide papeles, ni identificación, ni NIE (Número de identidad de Extranjero). No se pasa lista. En España, una persona recién llegada tiene formas de aprender el idioma: programas estatales, cursos ofrecidos por ONG y las Escuelas Oficiales de Idiomas. Las personas sin papeles, sin embargo, tienen menos opciones y más dificultades para acceder a ellas. Pero aquí, la situación administrativa no importa. “Este espacio lo construimos todas y si no quieres dar tu identidad no hace falta, puedes venir cuando quieras. Eso genera otra relación”, dice Molina. La mayoría accede al centro social a través de conocidos, del boca a boca, desde institutos, entidades o redes de enseñanza.
A Pilar Ramos, una de las profesoras recién incorporadas, le impresionó el carácter flexible de las clases. “Se traslada la información desde el respeto”, dice.
Para Achraf, uno de los alumnos, “las clases molan mucho. Mejoran tu castellano, y lo más importante es que empiezan de cero y vas poco a poco”. En ellas, ha conocido gente de otra cultura y otros países. Él llegó en 2021 con 27 años, sin saber nada de español. Trató de aprender escuchando flamenco y memorizando las conversaciones de otros clientes en el mercado para imitarlas. Sin embargo, cuando encontró las clases de castellano en La Villana fue cuando comenzó a avanzar.
En La Villana no solo se ofrecen clases de idiomas. Talleres ofrecidos por otros colectivos (sobre vivienda, trabajo o salud) o formaciones sobre temas vinculados a la migración (como petición asilo político o duelo migratorio) permiten entrelazar las luchas
“El idioma es la llave”, dice. Sin él, tiene claro que es difícil hacer las compras, estudiar, trabajar o hacer cualquier gestión (no puedes firmar algo sin leerlo primero, dice) o ir al médico.Hoy estudia, aprende cocina, tiene amigos españoles y hace actividades con asociaciones del barrio. Intenta hablar en español con sus dos compañeros de piso, también de Marruecos: “Algún chico ha llegado antes que yo y no habla nada”, dice. A él ya le resulta más fácil socializar. Su consejo a todo paisano que acaba de llegar al país: “Búscate una escuela de castellano. Hay que aprender el idioma y luego las cosas vienen solas”.
Espacio de encuentro
La clase avanza: dos niveles, alumnos que resuelven por turnos ejercicios básicos o avanzados, juegos, conversaciones, un listado de nombres en la pizarra. Los materiales son precarios, financiados a través de eventos o de las personas socias de la Villana. No todos los profesores se dedican a la enseñanza. Entre las alumnas, algunas vienen con sus hijas e hijos, que recorren el aula en busca de juguetes de segunda mano o folios donde dibujar. La pequeña Soraya, recién llegada de Afganistán con su familia, habla un poco mejor español que su madre y le presta ayuda con algunas palabras.
El aula es también un escenario para construir redes de apoyo, una comunidad, algo esencial para personas que aún no conocen a nadie en su nuevo país. “Cuando llegué, la gente me pareció muy seria. En la calle, en el metro, las personas ni te miran, todos con los auriculares”, dice la brasileña Andreia Da Silva, que lleva apenas medio año en Madrid. La joven descubrió en La Villana un espacio de encuentro, no solo para aprender el idioma, sino también para orientarse mejor en su nueva vida: las profesoras la han apoyado para moverse por la ciudad o acceder a servicios médicos, legales o de formación, como los cursos del SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) que está estudiando. Pero lo que más valora es que el espacio le permite tener una vida más conectada con otras personas.
Lugar de acción política
Alba Pérez aterrizó en Vallecas en 2022 y se ofreció para dar clase poco después. “Estaba buscando cosas por el barrio al que me acababa de mudar, para ver gente y salir del ordenador”. Cuando vivió en el extranjero recibió clases del idioma y se dio cuenta de que hacía falta no solo una clase de gramática sino “algo un poco más aterrizado a la vida”.
En La Villana no solo se ofrecen clases de idiomas, hay talleres ofrecidos por otros colectivos (sobre vivienda, trabajo o salud) o formaciones sobre temas vinculados a la migración (como petición asilo político o duelo migratorio). El colectivo también organiza otros encuentros, como excursiones, salidas culturales o celebraciones. Para Pérez, la idea es “hacer red en el barrio”. Y el idioma, la excusa para encontrarse.
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