El impacto para el clima de lo que comen los españoles
Los investigadores Alberto Sanz Cobeña y Eduardo Aguilera explican que solo con los alimentos ya se superan hoy las emisiones per cápita que debería haber en España en 2030 para frenar el cambio climático
Los alimentos que decidimos consumir, su origen y la forma en la que se producen, cómo se procesan y distribuyen, dónde los adquirimos, la manera en que los conservamos y elaboramos, la cantidad de ellos que acabamos comiendo o tirando a la basura, el modo en que se gestionan sus residuos… Todos estos aspectos determinan el impacto medioambiental de nuestra alimentación.
Si ponemos el foco en el cambio climático, se estima que alrededor del 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero globales están relacionadas con lo que comemos (y desperdiciamos). Estas emisiones ocurren en nuestros cultivos y granjas, principalmente, en forma de metano, originado mayoritariamente en sistemas ganaderos debido a la fermentación entérica de los animales rumiantes, y de óxido nitroso, emitido por los suelos agrícolas fertilizados. Sin embargo, la huella de carbono de nuestra alimentación no está ligada únicamente a estas emisiones, sino también a las que tienen lugar fuera la finca, durante la producción de insumos como fertilizantes, pesticidas, agua de riego, combustibles, o incluso el propio suelo, que en muchos lugares se obtiene previa deforestación. Se incluyen también las emisiones que acompañan al producto obtenido desde que sale por la puerta de la explotación para ser transformado en bien de consumo, y las que se producen más allá del consumo, en la gestión de los residuos.
Hemos mencionado emisiones estimadas a escala global, pero: ¿qué ocurre en España?
El potencial de mejora o de reducción de las emisiones de efecto invernadero en nuestro sistema agroalimentario es enorme y ha ido creciendo en el tiempo. Desde una perspectiva histórica, la huella de carbono por persona de nuestra alimentación se ha multiplicado por 2,4 entre 1960 y 2010. Un análisis minucioso de esa huella muestra que no existe una única actividad ligada a la producción y consumo de alimentos que domine el total de las emisiones. En consecuencia, son varias las decisiones a tomar a la hora de consumir para reducir el impacto de nuestros hábitos alimenticios.
El qué comemos es muy importante, ya que las emisiones de un alimento con base vegetal son menores que otro con base animal, y existen grandes diferencias entre los distintos productos de cada categoría; pero no se debe desdeñar el cómo se ha producido. Por ejemplo, la agricultura ecológica suele asociarse a menores niveles de emisiones de gases de efecto invernadero.
Tampoco el dónde, y por lo tanto cuánta distancia ha tenido que viajar hasta llegar a nuestras mesas o a los comederos de nuestras granjas, ni el cuándo lo estamos comiendo. O lo que es lo mismo, ¿ha tenido que existir un proceso de transporte, envasado o conservación para que nos comamos un alimento por no hacerlo en la temporada que le corresponde?
Para determinar cuál es el peso de nuestra alimentación en el cambio climático, y cómo podemos actuar para revertir una situación hoy adversa, debemos dar respuesta a cada una de las cuestiones anteriores.
Emisiones debidas a la producción de alimentos y piensos
La fase de producción de alimentos en España es dominante sobre el total de las emisiones, frente a otras fases como el procesado, el transporte o el consumo, si bien va perdiendo peso con el paso del tiempo, pasando del 84% en 1960 al 57% en 2010. Esto es debido al mayor crecimiento de las emisiones de toda la cadena agroalimentaria posterior, desde la distribución a los hogares a la gestión de residuos. Dentro de la fase de producción, destaca la ganadería con un 80% de las emisiones de esta fase de la cadena. De ellas, en torno a la mitad se asocian a la producción de piensos. En ellas tienen mucho peso los productos importados (principalmente soja y maíz), sobre todo debido a la deforestación previa a su cultivo en países como Brasil.
Emisiones asociadas a fases de la cadena posteriores a la producción de alimentos
La mayor parte de las emisiones de efecto invernadero en las fases de la cadena agroalimentaria posteriores a la producción agrícola y ganadera se deben al uso de energía fósil, sobre todo en el transporte y en los hogares. En el caso del transporte, las emisiones son similares a las debidas a la producción de todos los cultivos españoles. La relevancia del transporte muestra la necesidad de repensar las cadenas de distribución actuales hacia modelos de mayor cercanía y con una vinculación más directa entre producción y consumo. Junto con el transporte, la fabricación de los materiales empleados en el empaquetado y embalaje es uno de los procesos que experimenta un crecimiento mayor, siendo hoy más de 20 veces mayor que en los años 60. Esto refleja la transición desde un sistema agroalimentario altamente localizado y en el que los productos se comercializaban mayoritariamente a granel, o en envases reutilizables, a otro en el que los alimentos recorren largas distancias y se comercializan en envases de un solo uso.
Hoy uno de cada tres alimentos acaban en nuestros cubos de basura. La gestión de estos desperdicios supone importantes emisiones, que se suman a las generadas en la producción de los alimentos que se acaban tirando. El desperdicio de alimentos es responsable del 27% de las emisiones totales del sistema agroalimentario.
La huella de carbono por persona asociada a la alimentación de la población española, incluyendo el ciclo completo desde la extracción de recursos para la fabricación de insumos hasta la gestión de los residuos, supone 3,5 toneladas de CO2e al año, lo que equivale a un 60% de las emisiones per cápita mundiales promedio. Se estima que, para lograr, de una manera equitativa, el objetivo de que la temperatura del planeta no supere los 1,5 ºC de incremento respecto a niveles preindustriales que los científicos consideran seguros, la huella de carbono per cápita total de los habitantes de los países desarrollados debería reducirse a 2,5 toneladas de CO2e al año en 2030, 1,4 en 2040 y 0,7 en 2050. Esto significa que solo con la alimentación ya se están superando con creces los niveles de emisión per cápita totales que deberíamos alcanzar en 2030 en España para frenar el cambio climático a niveles aceptables y de manera justa. Así pues, un cambio en la manera en que se producen, distribuyen y consumen los alimentos es esencial en la mitigación del cambio climático. En este último caso, es indudable que nuestras decisiones en el consumo tienen un gran potencial de cambio real. Hemos de acometer cambios en nuestras dietas, hacia opciones que, mejorando nuestra salud, también contribuyan a la mitigación de cambio climático. Importa mucho qué comemos, pero no solo. Debemos pensar más allá y preguntarnos, antes de adentrarnos en el supermercado o en la tienda de nuestro barrio, cómo, cuándo y dónde se ha producido ese alimento. Y, por supuesto, reducir al máximo nuestros desperdicios, pero también procurar que, si son irremediables, vuelvan al suelo en forma de compost.
Alberto Sanz Cobeña es investigador en el Centro de Estudios e Investigación para la Gestión de Riesgos Agrarios y Medioambientales (CEIGRAM) de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM) y profesor de la ETSI Agronómica, Alimentaria y de Biosistemas (ETSIAAB, UPM).
Eduardo Aguilera es investigador postdoctoral Juan de la Cierva en el CEIGRAM (UPM).
Han coordinado el estudio científico Emisiones de gases de efecto invernadero en el sistema agroalimentario y huella de carbono de la alimentación en España.
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