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Celiaquía: la epidemia saharaui

Un 5,6% de los niños refugiados en Tinduf (Argelia) padece intolerancia al gluten, casi diez veces más que la mayoría de países europeos. Con una elevada dependencia de la ayuda humanitaria, la pandemia ha supuesto que pasen hambre: no llegaban alimentos para ellos

Celiacos Sahara
La unidad de celiaquía en los campamentos saharauis en Tinduf (Argelia) retoma su actividad para la detección y control de la población afectada, que es superior a la media en otros lugares.ÓSCAR CORRAL
Alejandra Agudo

Fue durante su primer viaje a España, en 2001, cuando a Gabal Rachid Breh le diagnosticaron celiaquía, una reacción del sistema inmunitario al consumo de gluten, una proteína que se encuentra en el trigo, la cebada y el centeno. Hasta entonces, esta refugiada saharaui había nacido y crecido en los campamentos de Tinduf (Argelia) y no sabía por qué se le hinchaba y le dolía la barriga. “Tenía cinco o seis años y fui a Albacete con el programa Vacaciones en Paz. Me quedé tres meses más para tener atención médica. Caí enferma y en cinco meses mejoré. Me daban alimentos. Y en los 21 kilos de maleta que podía traer de vuelta, no metí nada de ropa, solo me traje comida especial. Lo necesitaba. Pero en dos o tres meses, estaba mal otra vez, con vómitos, diarrea y malestar”, rememora.

Como ella, el 5,6% de los niños saharauis en los asentamientos de Tinduf padece esta enfermedad autoinmune, una tasa “casi diez veces mayor que en la mayoría de los países europeos”, recoge un estudio de la Fundación de Enfermería de Cantabria, de 2018. El fenómeno no es nuevo, ya en 1999, una investigación publicada en The Lancet arrojaba resultados iguales. Ambos documentos apuntan a la herencia genética y una dieta muy pobre como posibles causas, sin embargo, ninguno da una respuesta categórica sobre el por qué.

Para Rachid, hoy periodista de la RADS TV con 25 años, padecer esta dolencia en el contexto en el que vive es un calvario. La alimentación de la población saharaui refugiada en Argelia depende completamente de la ayuda humanitaria desde 1975, cuando Marruecos se anexionó la excolonia española del Sáhara Occidental. La canasta básica ―lentejas, harina, azúcar, fideos o macarrones, aceite y arroz (que contiene trazas de gluten)― es rica en carbohidratos y pobre en proteína, en definitiva, incompatible con la dieta especial que deben seguir los celiacos. “El 60% de la comida que nos dan contiene gluten, no se tiene en cuenta nuestra enfermedad. Creo que tanta celiaquía tiene que ver con nuestra deficiente alimentación. Nos falta variedad, lo que necesita un cuerpo humano. Vivimos de la ayuda humanitaria”, analiza la joven.

Durante su infancia, Rachid continuó pasando los veranos en España. “Cuando iba, regresaba mejor, con más peso, me desarrollaba. Llegaba con 21 kilos y volvía con 26″, asegura. “Aquí en los campamentos, iba para atrás. Me fastidia que chiquillos de meses con esta dolencia van a vivir el mismo proceso que yo porque no pueden salir para recibir ayuda”, se indigna.

Se hizo mayor y, desde 2011, Rachid ya no ha vuelto a España. Tampoco en Argelia, donde estudió la Secundaria y la carrera, tuvo acceso continuado a comida especial. Y, durante la pandemia, casi dos años en los que la ayuda humanitaria ha llegado con cuentagotas debido al cierre de fronteras, ha sido peor. “Hemos tenido pocos alimentos. Casi nada. De España e Italia. Un kilo de pasta sin gluten al mes es muy poco para alguien que no come harina de trigo. Te dura 15 días comiendo un vaso cada vez”, relata. “Me da mucha rabia la dificultad. He pasado hambre, he vivido un proceso muy duro”.

Los productos aptos para celiacos, que ya eran escasos antes de la crisis de la covid-19, dejaron de llegar a los campamentos. En la habitación donde se almacenan en el Hospital Nacional en Rabuni, ya solo quedan algunos sacos de harina que donó Oxfam. Es todo lo que tienen los pacientes. “No queda arroz ni fideos”, lamenta Ali Mohamed Ali, enfermero de la unidad de celiaquía. Lo habitual es que reciban tres kilos de harina al mes, más otro de arroz y uno más de fideos. “La canasta básica no les sirve de nada, casi todo tiene gluten”, corrobora.

La población celiaca en los campamentos del Sahara en Tiduf, donde se registra un número superior a la media en otros lugares, retoman el proyecto para la detección y control de la población afectada que quedó sin suministros sin gluten durante el aislamiento por la covid-19. Pulsa en la imagen para ver la fotogalería completa.
La población celiaca en los campamentos del Sahara en Tiduf, donde se registra un número superior a la media en otros lugares, retoman el proyecto para la detección y control de la población afectada que quedó sin suministros sin gluten durante el aislamiento por la covid-19. Pulsa en la imagen para ver la fotogalería completa. ÓSCAR CORRAL

Tampoco han recibido en ese tiempo de cierre los tests con los que se diagnostica la enfermedad. Por eso, en la consulta de Mohamed Ali esperaban impacientes el primer vuelo que aterrizó el pasado el 10 de octubre en Tinduf desde que se declaró la pandemia en marzo de 2020. Junto con los 264 pasajeros desembarcaron los reactivos que necesitaba para detectar la dolencia.

Durante dos meses, desde que se les agotaron los tests que tenían, los cuatro sanitarios de esta unidad no pudieron pasar consulta. En el día que abren sus puertas de nuevo, a las ocho de la mañana, Fatma Moh Ambarek, de tres años, espera en los brazos de su padre a ser atendida. “La han traído porque no crece. Tiene anemia”, explica Mohamed Ali mientras le toma los datos. El enfermero explica a los progenitores que puede ser por diversas causas, que tienen que realizar exámenes médicos para saberlo. Le prescribe un análisis de sangre y, con los resultados, evaluará hacerle una prueba. Ahora puede.

Vi una niña de tres años que parecía que tenía seis meses. Es un sufrimiento
Gabal Rachid Breh, celiaca saharaui

Fatimatu Alqauz, de 11 años, pesa 34 kilos. Ha llegado acompañada de su padre desde el campamento de Smara. “Tiene bajo peso y estreñimiento crónico”, detalla el facultativo. Mohamed Ali le pregunta al progenitor si él mismo es celiaco. “En el 70% de los casos, uno de los padres los es”, comenta. Aunque tiene otras sospechas: la niña tiene la piel de color amarillento, lo que indica que puede padecer hepatitis. “Hay que analizar”. A ella, le harán un estudio completo para saber si tiene celiaquía y deriva el caso al pediatra para que examine si su hígado funciona bien.

Consultas y tests que se retoman tras el aislamiento

Otras seis personas esperan fuera a ser atendidas. En total, verá ocho casos este día. El equipo médico pasa consulta una vez a la semana los domingos. El primero y segundo del mes, los pacientes van al hospital; el tercero, los sanitarios se trasladan a Dajla, la wilaya más retirada, con un frigorífico para recoger muestras. El cuarto es para dar los resultados. Como norma, cuando juntan 90 personas sospechosas de padecer esta patología, hacen los tests, pues es la cantidad de reactivos que contiene un paquete que, una vez abierto, hay que usar en su totalidad o desechar lo que sobre. “No podemos abrir el reactivo para pocos casos, sino 90 o un paquete al mes (y los que haya). A veces hay 30, pero debemos hacerlo”, afirma.

“Nosotros tenemos un sistema muy frágil, dependiente de la ayuda humanitaria. Y con el cierre de fronteras, se paró todo. Hemos perdido el plan de enfermedades crónicas, como la celiaquía. Incluso no hemos podido cumplir el protocolo de ingresados por covid-19 porque no tenemos los tratamientos que indica la OMS. Hemos estado haciendo las pruebas con un aparato que nos donó la Asociación Española de Neumología para el control de la tuberculosis”, lamenta Hafdala Salem Brahim, presidente del colegio médico y director central de asistencia médica. “Las dolencias crónicas dependen de medicación; la celiaquía, de un estricto régimen alimentario; no obstante, si se pierde eso, ya no tienes la enfermedad controlada y ahora hay que volver a empezar; perdemos el trabajo de años. La diabetes y la hipertensión han aumentado”, observa.

Salem Brahim apunta que han llegado más pacientes por urgencias con síntomas como diarrea, malestar, gastritis. “Lo hemos pasado mal estos meses”. Antes de la pandemia, llegaban tres caravanas humanitarias al año, durante toda la crisis sanitaria ―18 meses hasta que aterrizó ese primer vuelo en Tinduf― han llegado dos. “La primera se pasó meses en un puerto en España y caducaron muchos productos. Estaban en contenedores de hierro no adecuados para la carga que contenían. Al llegar, se echaron a perder”.

Odontólogo de formación, Salem Brahim eligió esta especialidad porque, cuando se marchó a Cuba a estudiar con 12 años, se llevó clavada en su mente la imagen de los dientes amarillentos de la población saharaui, por el exceso de flúor en el agua. “Quería encontrar una solución”. Ahora se siente frustrado de atender a pacientes a los que puede ayudar. “No tenemos las herramientas y les remitimos a otro país. No hemos estudiado para hacer dos cositas, pero, al final, es lo que puedes hacer por falta de medios”.

Para Rachid, salir de los campamentos, obtener un diagnóstico y tratamiento es fundamental. “Más que recibir más alimentos, me gustaría que los niños tengan oportunidades de viajar para examinarles y accedan a medicamentos para los síntomas, para el dolor, aunque sea una temporada. Que coman y tengan un buen desarrollo”, sugiere. “Esta enfermedad necesita que se nos hagan revisiones de vez en cuando. Cuando se acaban las Vacaciones en Paz, ya no tienes”. La joven, menuda y delgada, se muestra muy indignada por la elevada cantidad de pequeños que padecerán como ella por una dolencia que se puede controlar. “Vi una niña de tres años que parecía que tenía seis meses. Es un sufrimiento”.

Esta enfermedad necesita que se nos hagan revisiones de vez en cuando. Cuando se acaban las Vacaciones en Paz, ya no tienes
Gabal Rachid Breh, celiaca saharaui

Para mejorar la situación, Rachid propone una colaboración para que familias españolas acojan especialmente a niños celiacos y así garantizar su salud. Algo que se hace con enfermos para los que no hay tratamiento posible en los asentamientos. “Cuando remitimos a alguien al extranjero, les explicamos las posibilidades y los trámites para poder acudir a través de organizaciones. En España, por ejemplo, hay cinco casas de acogida para pacientes y de esta manera no supone un coste para ellos”, explica Salem Brahim.

La emigración es una necesidad para los dolientes y también para los médicos, anota el odontólogo. “El personal aquí no es estable, van y vienen. Algunos se marchan porque les ofrecen cosas fuera que aquí ni soñamos: sueldo y comodidades en el trabajo, más opciones de ayudar a un paciente. Material y medicamentos. La falta de todo eso limita lo que puedes hacer. Y hasta los conocimientos se atrofian por la falta de práctica derivada de la falta de condiciones. No se les puede juzgar, es normal que se vayan. Deberíamos incluir la emigración en nuestra lista de enfermedades crónicas, pero no tiene cura”, reflexiona. En la puerta de al lado, Ali Mohamed sigue pasando consulta. Tiene tarea.

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Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM

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