El sufrimiento de los agricultores y ganaderos en Kenia
Un relato de cómo los pueblos del condado de Laikipia poseen un gran potencial para desarrollar su industria agropecuaria, pero la falta de formación y medios, las adversidades climáticas y el frecuente robo de ganado lastra la tarea de los granjeros, que piden ayuda
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Lobere, Ngarua, y otros pueblos de la región keniana de Laikipia tienen un gran potencial para convertirse en santuario de la industria agropecuaria, pero se ven lastrados por la constante falta de información o de medios para llegar al mercado adecuado, y sufren el continuo robo de ganado.
“Mi granja tiene casi cinco hectáreas, pero cada año cultivo entre 10 y 12 porque alquilo los terrenos a otros propietarios que son demasiado viejos para dedicarse a los cultivos o que viven lejos del pueblo”, explica el agricultor Theuri wa Kaburu sobre su empresa de maíz. “Es nuestro principal cultivo comercial. Cuando las lluvias vienen pronto sembramos en marzo y cosechamos en noviembre y diciembre. Para lograr media hectárea de maíz se necesitan unas seis horas con 20 personas a 60 chelines [medio euro] por saco”, explica.
Kaburu señala que obtienen peores precios de la venta del cereal a causa del mal estado de las carreteras, sobre todo cuando llueve. “Los intermediarios son los únicos compradores que disponen de un camión para utilizar estas rutas, pero también está la opción de trasladar el maíz al centro de negocios más cercano para garantizar la accesibilidad de los compradores, aunque esto puede resultar engorroso para muchos agricultores. Si consigues llevar tu mercancía a estos centros, puedes vender un saco de 90 kilos por 2.500 chelines (casi 20 euros), mientras que si un intermediario viene a tu granja, son 2.300. Normalmente espero a que disminuya la oferta para poder venderlo a unos 3.000 chelines (23 euros) el saco de 90 kilos”. Cada año, Kaburu cosecha unos 300 sacos y cree que, si la gente estuviera más unida, encontraría un mercado fiable.
Según este pequeño empresario, el peor año en Lobere, donde él vive, fue 1999, cuando se perdieron todas las cosechas debido a las escasas precipitaciones. “No teníamos comida. Habría sido un momento perfecto para que muchos granjeros probasen la técnica de regadío, pero no tenemos recursos económicos ni información para emprender nuevas formas de cultivo”.
No tenemos recursos ni información para emprender nuevas formas de cultivoTheuri wa Kaburu, agricultor del condado de Laikipia
Con todo, Kaburu recuerda que hace unos cuatro años la empresa FriGoken introdujo el cultivo de judías verdes entre los lugareños. “Al principio no me interesaba mucho, pero me encantó lo que vi cuando visité al primer grupo de agricultores. Así que empecé a cultivarlas y están funcionando muy bien en los terrenos en barbecho en los que cultivamos el maíz. Y fui aún más allá y cavé un pequeño estanque para regar las judías verdes”.
Estas tardan dos meses en madurar y al comienzo del tercer mes están listas para la cosecha. Kaburu también habla de plantar tomates. “El año pasado dejé de intentarlo porque son muy frágiles, propensos sobre todo a las enfermedades fúngicas provocadas por las fuertes lluvias. Los atacan durante la estación en que se forma el fruto y, de un día para otro, los arruina y parecen tabaco. Diría que es la mezcla del frío y del calor que se suceden a diario. Soy un aficionado, como la mayoría de los de por aquí, y no tenemos a ningún experto que nos diga a qué problema nos enfrentamos, o cómo resolverlo”.
La aldea de Kaburu se ubica junto al parque nacional Ol Ari Nyiro Conservancy (Laikipia Nature Conservancy), lo que supone una serie de desafíos únicos. “El tercer mes después de haber plantado el maíz tenemos que dormir siempre con la luz encendida por la invasión de elefantes y monos. Muchos duermen fuera para vigilar sus plantaciones. En los últimos dos años no hemos tenido ningún conflicto porque el Gobierno del condado ha vallado el rancho para mantener dentro a los animales. Pero la verja no hace que durmamos toda la noche, porque también hay bandidos con los que lidiar”.
Según contábamos en Planeta Futuro, en un artículo en terreno de Chema Caballero, el robo de ganado en este país africano se solía explicar por la tradición: “Se trataba de jóvenes que intentaban aumentar el número de cabezas de su rebaño para casarse o demostrar riqueza”. Pero cada vez tiene que ver más con el crimen organizado y con el aumento de la demanda de carne. Una actividad muy peligrosa que provoca conflictos violentos entre comunidades, desplazamientos forzosos e incluso incremento de muertes (en 2014, la policía keniana ya reportó 580 en dos años y en el último lustro van a más debido al uso de armas de fuego). Los medios locales (véase la Kenya News Agency) están repletos de noticias de ganado perdido para siempre y a veces, felizmente, recuperado.
Ol Ari Nyiro, que significa “lugar de manantiales”, es un santuario de fauna privado de 40.500 hectáreas, situado al oeste del condado de Laikipia, en una meseta con vistas al Gran Valle del Rift. Incluye elefantes, serpientes, rinocerontes, jirafas, cebras, antílopes, perros salvajes, zorros orejudos y leones. Lo fundó la italiana Kuki Gallmann, autora de Siempre soñé con África y African Nights [Noches africanas].
Mantener a salvo las vacas
El rancho es el principal escondite para quienes roban ganado. “Mantener las vacas en este pueblo y en los de alrededor se percibe como un intento de malgastar el dinero, pero aún así, lo hago”, afirma. Kaburu tiene al menos tres vacas. “No me dedico a la ganadería para producir lácteos, sino que vendo el exceso de leche después de alimentar a mi familia. Cuando conseguimos la valla, pensamos que sería el final del robo de ganado en la zona, pero justo anoche, en el pueblo de al lado, dos granjeros perdieron 80 vacas. Y lo peor es que dispararon a un policía, que espero que esté bien”, añade.
Ol Ari Nyiro Conservancy, que se ubica entre los ladrones y los agricultores, se enfrentó a su mayor conflicto con los bandidos en marzo de 2017. Su propietaria, Gallmann, recibió un disparo en el estómago. En febrero, también quemaron el lujoso alojamiento para safaris que tienen en el parque.
Para mantener sus vacas a salvo, Kaburu se cerciora de que haya bastantes luces de seguridad en su recinto. “Nací en este lugar y tenemos la suerte de que nunca nos han atacado, pero creo que el hecho de que esté completamente vallado les mantiene lejos, porque es demasiado trabajo cortar la verja para llevarse las vacas. Creo que este enorme recinto los mantiene a distancia porque no tienen recursos humanos suficientes para rodearlo y atacar. Hay también una norma no escrita en los pueblos de alrededor que consiste en poseer una sola res o dos cabras, porque así no malgastarán recursos para robarlas”, bromea.
Los continuos ataques de los cuatreros han empujado a varios agricultores a irse del pueblo y mudarse a los centros de negocio más cercanos. “Habrá más familias que abandonen sus casas, porque nos hemos negado a entender que nos enfrentamos a un reto común que requiere que unamos fuerzas y lo resolvamos. Por ejemplo, si me voy, mis vecinos se verán obligado a hacer lo mismo, porque serían más vulnerables. La unión hace la fuerza, e irse solo beneficia a los delincuentes”, afirma Kaburu.
Ante la situación de las tierras sin cultivar, el Gobierno promulgó una política para los granjeros que estuvieran interesados en cualquier tierra inutilizada a lo largo de Ol Ari Nyiro Conservancy. “El Gobierno garantiza que durante cinco años se pueda sembrar con libertad en estas tierras inutilizadas y que el propietario no pueda intervenir, lo que impide a los ladrones, que no son agricultores, convertir estas tierras en campos de pastoreo para el ganado”.
Jane Mwaura, viuda de la aldea de Lobere, es una de las propietarias con intenciones de mudarse tras el ataque de los ladrones. Perdió su única vaca y cuatro cabras. “Esta es mi casa. Aquí he criado a mis cinco hijas y aquí está enterrado mi marido, pero no puedo superar que alguien haya profanado mi hogar y se haya llevado lo que tanto me costó levantar. Mis hijas me ayudaron económicamente para comprar la nueva parcela por unos 300.000 chelines (2.300 euros). Espero, por mi tranquilidad mental, haber terminado de construir a finales de 2021”, dice.
Mwaura recuerda vívidamente la noche del 27 de julio de 2020 en que los delincuentes se llevaron su ganado. “Era más o menos medianoche, los perros de mis vecinos ladraban sin parar y yo pensé que los elefantes habían escapado del rancho. Le pedí a mi nieto, que estaba conmigo en ese momento, que fuese a comprobar si estaban en nuestra granja. Como no vio nada, decidimos dormir mientras seguíamos escuchando los ladridos. Al despertar por la mañana, uno de los lados de la valla estaba derribado y el cobertizo estaba vacío”.
Los continuos ataques de los cuatreros han empujado a varios agricultores a irse del pueblo y mudarse a los centros de negocio más cercanos
Hace casi cinco meses que sucedió y desde entonces Mwaura no ha abandonado su finca. “Mi salud se ha deteriorado. Durante meses sentía una gran pesadez en la cabeza. Tenía las piernas hinchadas. Las noches son lo peor: tengo demasiado miedo para dormir tranquila. Cada vez que pienso en esa noche, me preocupa que hubiesen asesinado a mi nieto cuando salió, porque matan a la gente a la más mínima provocación o resistencia”, añade.
Según la granjera, el robo de animales ocurre en la zona desde hace años. “En 1992, el conflicto era peor y tuvimos que buscar refugio en el pueblo de al lado durante unos meses. En aquel momento, yo no tenía miedo porque era joven, todas mis hijas estaban conmigo y mi marido también. Ahora solo estamos mi nieto adolescente y yo, y me da pavor. Aunque este sea mi único hogar y la tierra sea fértil, necesito paz”.
Lawrence Kamau cree que toda ciudad o pueblo tiene su propio problema. “Entiendo por qué mis vecinos se van, pero en ciudades como Nairobi los bandidos roban a plena luz del día y la gente se muda allí de todos modos. Aquí solo perdemos vacas y cabras. Un granjero puede decidir no quedarse con ninguna de las dos, lo cual es triste, pero es un pequeño precio que pagar a cambio de una tierra fértil y un clima increíble para la agricultura”.
Kamau tenía 15 cabras y cuatro vacas, pero tuvo que venderlas casi todas cuando atacaron a su vecina Jane Mwaura. “Vendí la mayoría de mis reses, tenía miedo de que mi casa fuese la siguiente. Sé que podrían venir a por las restantes, pero he minimizado las pérdidas que podría padecer. Los ataques son aleatorios y pueden suceder cada semana o cada mes, en función de las fuerzas de seguridad de la zona o del ganado que haya en el pueblo”.
Los ladrones, en opinión de Kamau, no tienen miedo y a veces atacan durante el día, sobre todo cuando los animales pastan a lo largo del Ol Ari Nyiro Conservancy. “A veces el Ejército se hace cargo, en lugar de la policía local, cuando los ataques se intensifican. En tal caso es más seguro quedarse con los animales, pero entonces los disparos aumentan, lo que resulta traumático”.
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