Cuento de Navidad
Estos días, el recuerdo de Charles Dickens se escapa de la biblioteca, entra en el ascensor y me acompaña por la ciudad

Cuando salgo a la calle en estos días de Navidad, el recuerdo de Charles Dickens se escapa de la biblioteca, entra en el ascensor y me acompaña por la ciudad. La literatura, igual que las bibliotecas personales, conforma un solo libro, y los recuerdos vienen y van a través de la memoria. María Zambrano me enseñó que la escritura sirve para socializar las soledades, y Dickens me ayuda a tomar conciencia de todas las soledades que habitan las canciones y los tumultos de la fiesta. Una multitud, también lo dijo Baudelaire, puede ser un conjunto de soledades. Los escaparates, el tumulto de los comercios y los restaurantes, el precio del menú navideño para las comidas de empresa, los anuncios de televisión y las luces de la fiesta, se me llenan de mendigos. La pobreza está ahí, como una cicatriz en cualquier alegría compartida, pidiendo una limosna por amor de Dios. Para acabar de complicar las cosas, se ponen a mendigar también los recuerdos más íntimos, los pasillos de hospital, las pérdidas, las distancias y las horas de manta y silencio en una casa desamparada.
Por eso se agradece que la imaginación de Dickens nos acompañe con su Cuento de Navidad. El ruido de las fiestas llega a convertirse en una canción humana creíble, vuelve a casa, sube las escaleras y se sienta en la biblioteca con nosotros. Será posible que el avaro, contador de monedas con una obsesión agresiva, despierte mañana dispuesto a ayudar al niño enfermo que agoniza en un hospital por falta de recursos. Y será posible que el avaro abandone la soledad posesiva de su riqueza para compartir la mesa de la gente, el pan y el agua de los más necesitados, como hizo el niño Jesús cuando la realidad lo convirtió en Cristo. Mi imaginación, no ya la de Dickens, me invita también a sentir un villancico más fregado. Serán los menesterosos los que lleguen a comprender la maldad del avaro y se nieguen a sentarse en su mesa.
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