Prueba para la democracia chilena
Con José Antonio Kast como presidente, el país abre un ciclo inédito en el que debe esforzarse por evitar una deriva extremista


El contundente triunfo de José Antonio Kast en las elecciones presidenciales de Chile marca un hito político inédito desde el retorno a la democracia: por primera vez, un candidato de extrema derecha alcanzará La Moneda con un mandato claro de las urnas. La victoria no solo dibuja un giro conservador en la política chilena, sino que pone a prueba la madurez cívica de una sociedad acostumbrada a alternancias entre centroizquierda y centroderecha.
Reconocer la magnitud de este resultado no debe confundirse con resignación. La democracia chilena ha sido capaz de procesar con normalidad esta transición de poder, incluso entre visiones ideológicas profundamente distintas. El escrutinio electoral transparente, la rápida aceptación de los resultados y el respeto a las normas constitucionales son signos de fortaleza cívica que merecen ser destacados. No todas las democracias pueden exhibir tal comportamiento cuando se enfrentan a retos similares.
Sin embargo, no es posible ignorar la inquietud que este cambio suscita. La trayectoria política de Kast y la ideología de su formación plantean dudas legítimas sobre cómo se ejercerá el poder en los próximos años. A diferencia de los presidentes derechistas que antecedieron a este ciclo, quienes mantuvieron una distancia clara con el legado de la dictadura, Kast presenta una relación más ambigua con ese pasado, lo que alimenta incertidumbres sobre sus referencias democráticas y sus prioridades de gobierno.
El desafío, en este punto, es doble. Por un lado, la sociedad chilena y sus actores institucionales deben vigilar que las políticas que se impulsen respeten el marco de derechos y contrapesos que ha sostenido al país durante más de tres décadas. Un giro hacia agendas punitivas, excluyentes o autoritarias, aunque se amparen en el voto popular, pondría en riesgo libertades que costó mucho consolidar. La historia regional reciente muestra las fracturas que surgen cuando líderes de posturas extremas traducen su mandato en retrocesos institucionales. Chile tiene la oportunidad de demostrar que la democracia no se agota con el cambio de ciclo, sino que se fortalece cuando resiste tentaciones iliberales.
Por otro lado, existe una lección para las fuerzas de la izquierda y el progresismo chileno y latinoamericano. Sus últimas campañas y su comportamiento político han expuesto fragilidades que la ciudadanía ha castigado con claridad en las urnas. La incapacidad para responder con eficacia a preocupaciones como la seguridad, la economía y la migración ha erosionado su conexión con amplios sectores sociales. Esa desconexión obliga a una reflexión seria sobre la estrategia política que debe seguir la izquierda en adelante. No basta con defender ideas progresistas si no se traducen en respuestas claras a los miedos y aspiraciones de una mayoría.
Chile no está condenado a repetir ciclos de polarización o a virar entre extremos. Su tradición democrática, cimentada en instituciones sólidas y una ciudadanía activa, puede funcionar como ancla frente a los vientos radicales. Este triunfo electoral, por más sorprendente que sea para algunos, debe leerse como una convocatoria a todos los actores políticos para reenfocar sus prioridades: defender la convivencia democrática, construir acuerdos amplios y responder con eficacia a los desafíos reales de la población. La democracia chilena no se mide solo por la alternancia en el poder sino por su capacidad de mantenerse como un espacio donde conviven distintas visiones de país sin renunciar a la razón ni al respeto mutuo. Ese sigue siendo el reto más urgente y valioso en este nuevo ciclo político.
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