La restauración según Kast: entre orden, mercado y tradición
Aunque el resultado no puede considerarse fortuito, sería apresurado leerlo como la cristalización de un nuevo clivaje político estable entre restauración y refundación

Un eventual triunfo presidencial de José Antonio Kast este domingo no sería un accidente, sino un síntoma: la expresión más clara del agotamiento de un ciclo político y del fracaso de las fuerzas tradicionales —de izquierda, centro y derecha— para ofrecer respuestas creíbles a un país atravesado en los últimos años por una superposición de crisis de orden, gobernabilidad y expectativas. Kast no aparece de la nada: su candidatura capitaliza miedos acumulados y malestares persistentes que la política convencional ha sido incapaz de procesar.
En ese contexto, una eventual victoria amplia no debería interpretarse como una adhesión mayoritaria a un proyecto ideológico coherente, alineado con el conservadurismo radical y el liberalismo de mercado, sino como el resultado de una convergencia negativa. Por un lado, un malestar estructural que busca salidas inmediatas; por otro, una oferta electoral que, al situar al Partido Comunista en el centro de la contienda, empuja a amplios sectores del electorado a votar más por rechazo que por convicción. A ello se suma un voto de castigo contra un Gobierno cuyo proyecto de transformación fue desautorizado en las urnas, especialmente tras el fracaso del proceso constitucional de 2022.
Aunque el resultado no puede considerarse fortuito, sería apresurado leerlo como la cristalización de un nuevo clivaje político estable entre restauración y refundación. Desde 2010, la política chilena ha entrado en una secuencia de alternancias cada vez más rápidas, que recuerdan a un movimiento pendular sin punto de equilibrio. Tras dos décadas de Gobiernos de la Concertación, el retorno de la derecha con Sebastián Piñera abrió un ciclo marcado por giros sucesivos: el regreso de Michelle Bachelet en 2014 con un discurso más a la izquierda; el segundo mandato de Piñera en 2018, abruptamente interrumpido por el estallido social de 2019; y un proceso constituyente que, pese a contar inicialmente con un amplio respaldo ciudadano, terminó siendo rechazado en dos ocasiones, en 2022 y 2023.
En paralelo, el país pasó del entusiasmo por una nueva izquierda de ruptura, llegada al poder en 2021, al fortalecimiento de una derecha dura en el proceso constitucional siguiente, para luego inclinarse de nuevo hacia opciones más moderadas en las elecciones subnacionales de 2024. Este vaivén responde menos a transformaciones ideológicas de fondo que a una alta volatilidad política y emocional, alimentada por la debilidad de los vínculos partidarios y por una ciudadanía especialmente sensible a la coyuntura. De ahí que resulte prematuro interpretar este rebote conservador como un giro estructural del electorado chileno.
Tampoco parece adecuado situar este resultado en clave de una reivindicación nostálgica del pinochetismo. La sociedad chilena sigue siendo mayoritariamente crítica del legado autoritario de Augusto Pinochet, aunque las encuestas revelan una tendencia persistente: alrededor de un tercio de la población mantiene hoy una valoración positiva del exdictador o considera justificable el golpe de Estado de 1973. Esa percepción favorable se apoya, en buena medida, en una lectura selectiva de su herencia económica. Para parte de esos sectores, la dictadura habría sentado las bases de la modernización del país, impulsado el crecimiento y “liberado” a Chile del marxismo. Más que una adhesión explícita al autoritarismo, sin embargo, estos datos parecen expresar una insatisfacción con el presente: estancamiento económico, inseguridad y una extendida sensación de desorden.
Es en ese marco donde José Antonio Kast aparece menos como heredero de una nostalgia que como el portavoz de una reacción. Su propuesta no busca reabrir el pasado ni redefinir el modelo de desarrollo, sino restaurar un orden que, según su relato, habría sido erosionado por el progresismo, la permisividad y la fragmentación cultural. La paradoja —o, si se quiere, la ironía— es que esa promesa de restauración del orden público, de la autoridad del Estado y de una concepción tradicional de la nación remite a una tradición ideológica profundamente chilena, la doctrina gremialista de la subsidiariedad, que fue uno de los pilares doctrinarios del régimen de Pinochet y que se proyectó en la derecha a través de la UDI, partido del que más tarde se escindiría el Partido Republicano.
En el ámbito económico, Kast promueve una agenda enfocada en rebajar los impuestos, contener el gasto público aplicando criterios de eficiencia en las políticas sociales, y fomentar la inversión privada. El objetivo declarado es recuperar la confianza de los mercados y reactivar el crecimiento, bajo la premisa de que este terminará beneficiando al conjunto de la sociedad. Sin embargo, la cautela con la que su entorno aborda los eventuales ajustes revela los límites de ese planteamiento. “Si decimos qué vamos a recortar, al otro día tenemos la calle incendiada”, admitió recientemente Rodolfo Carter, uno de sus portavoces. Ese diagnóstico convive, además, con una realidad marcada por la precariedad laboral, el endeudamiento de los hogares y una desigualdad persistente, lo que plantea interrogantes sobre la viabilidad social de una agenda centrada casi exclusivamente en la estabilidad macroeconómica.
La reactivación de esta tradición conservadora se proyecta con especial fuerza en el ámbito de la seguridad, previsiblemente uno de los ejes de un eventual Gobierno de Kast. Endurecimiento penal, respaldo político irrestricto a las fuerzas policiales y uso intensivo de herramientas excepcionales forman parte de un repertorio orientado a ofrecer resultados rápidos. En el discurso del candidato, la inseguridad, la migración irregular, el crimen organizado o la protesta social no aparecen como fenómenos complejos que exijan respuestas integrales, sino como síntomas de una pérdida de autoridad del Estado y de una tolerancia excesiva del sistema democrático. La apelación a la “mano dura” enlaza así con la lógica gremialista: primero el orden, luego la deliberación; primero la autoridad, después la política, una secuencia que privilegia la eficacia inmediata frente a los tiempos más lentos del debate democrático.
A ello se suma el desafío de la gobernabilidad. Sin mayorías claras en el Congreso, muchas de estas propuestas dependerían de acuerdos transversales, lo que lo situaría ante una disyuntiva: optar por el pragmatismo y la moderación, con el consiguiente desgaste frente a su base más dura, o gobernar desde la confrontación, tensionando aún más el sistema político.
En definitiva, la llegada al poder de Kast no resolvería las contradicciones de Chile, pero sí las haría más visibles. Reordenaría las prioridades del debate público y obligaría al país a enfrentar preguntas incómodas sobre seguridad, desigualdad, derechos y memoria histórica. En ese sentido, un eventual triunfo no marcaría el cierre de la crisis chilena, sino la apertura de una nueva etapa en un proceso aún inconcluso: la búsqueda de un equilibrio sostenible entre orden y democracia, autoridad y pluralismo, estabilidad y cambio.
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