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TRIBUNA
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El papel político de la madre

La defensa de la familia patriarcal es una piedra angular para que las derechas mantengan en todo el mundo sus ideas racistas, nacionalistas y clasistas

María Eugenia Rodríguez Palop

Las guerras culturales no existen. Solo existe la guerra cultural que consiste en afirmar que mucho de lo que nos importa es, en realidad, una guerra cultural. La disputa sobre la autonomía reproductiva y el envite de las derechas contra el aborto no forman parte de ninguna guerra cultural. Tienen consecuencias materiales muy palpables que condicionan nuestras vidas, y no hablo solo de la vida de las mujeres. De hecho, cuando se limita o se prohíbe el derecho al aborto se pretende imponer un programa político muy amplio que va mucho más allá del feminismo y los derechos de las mujeres.

La defensa de la familia patriarcal y, en particular, del rol tradicional de la madre es una piedra angular para las derechas en todo el mundo porque con el familismo y el natalismo se aseguran sus presupuestos tradicionalistas, excluyentes, racistas, nacionalistas y clasistas. La maternidad clásica es una institución funcional a una lectura represiva de las tradiciones y las costumbres, las iglesias, la raza, la clase social, la nación, el Estado y el mercado.

Las madres están llamadas a fortalecer la alianza con el pasado que garantiza la imposición de una moral costumbrista y puritana. Tienen un papel esencial en la infancia y en la escuela, de manera que pueden ser valiosas aliadas en la lucha contra la educación sexo-afectiva, la apuesta por la educación religiosa y la criminalización de la diversidad sexual. Una lucha imprescindible para combatir la “ideología de género” que divide y fractura lo que siempre estuvo unido.

El feminismo representa la masculinización de las mujeres, la usurpación por parte de ellas de los roles tradicionalmente adjudicados a ellos, el fin de los estereotipos de “género” y el binarismo, es decir, lo que somos y hemos sido biológica y socialmente. Por eso, la del “género” es una “ideología negativa”, porque oculta y tergiversa nuestra identidad inmutable. Altera la naturaleza del ser, que pasa por la identificación acrítica entre el ser anatómico, social y jurídico, definido según ese orden. No se trata de lo que se quiera ser sino de lo que se es y se debe ser, considerando aquí que el ser y el deber ser no pueden diferenciarse conceptualmente y que todo lo que es, debe ser y seguir siendo. Conservadurismo puro. El ser es esencia (naturaleza) y permanencia (estabilidad social e histórica), y cualquier pretensión de subvertir eso desemboca inevitablemente en una locura patológica.

Por supuesto, el binarismo no es solo que las mujeres y los hombres son, con mayúsculas, distintos, sino que los segundos dominan, han dominado y dominarán siempre sobre las primeras en todos los órdenes de la vida, excepto en el de la familia, donde a las mujeres se les ha premiado con el rol social y políticamente más relevante: el de ser madres. Dado que, por razones naturales, es lo único que ellas pueden ser, jugar ese papel es lo que las hace plenamente libres, y cualquier otra alternativa no puede considerarse emancipatoria. Por eso, cuando las mujeres pretenden desalienarse de la familia para salir al mercado, sufren problemas de desarraigo, soledad e infelicidad, y generan, además, un ejército de hombres agraviados y encolerizados. Esa forzada sujeción al reino de lo masculino es una fuente de frustración e insatisfacción para ellas, dado que acaban sometidas a un sistema que, por definición, no les puede ser propio. De manera que cuando el feminismo anima a las mujeres a alterar su rol natural en el ámbito doméstico, lo que hace, en realidad, es esclavizarlas. El patriarcado no está donde las feministas creen que está sino justo en el lugar al que ellas se dirigen.

En definitiva, la igualdad entre hombres y mujeres no solo no es posible, sino que no es deseable, y esto sucede también si hablamos de las diferentes razas, naciones o clases sociales.

Las derechas son racistas, xenófobas y clasistas, entre otras cosas porque asumen que la desigualdad es un dato con el que tenemos que aprender a convivir. Siempre ha habido y habrá seres llamados “por naturaleza” a dirigir al rebaño. Esos líderes naturales son los varones, los blancos, los ricos y los nuestros; son “los de siempre”, quienes han logrado mantener su posición dominante a lo largo de la historia. Su éxito social, prolongado en el tiempo, ratifica sus méritos; sus méritos muestran sus virtudes, y sus virtudes confirman sus capacidades naturales. En fin, el éxito corona la virtud.

En este esquema, una vez más, las madres ocupan un papel primordial, porque son ellas las que garantizan la esencialización de esas diferencias. Las madres aseguran la pureza racial y evitan la reposición a base de población migrante (teoría del gran reemplazo). Por eso, las derechas apelan al ius sanguinis frente al ius soli para acceder a la ciudadanía, porque lo relevante es nacer de una madre concreta; ser, en puridad, hijo de esa madre, y no el lugar en el que hayas nacido. La identidad pétrea de la sangre materna es el hecho fundante, el expediente que determina la pertenencia, quiénes somos nosotros y quiénes son los otros. Alternativa para Alemania, de orientación neonazi, lo ha entendido perfectamente, y por eso habla de remigración: un plan político dirigido a la expulsión masiva de inmigrantes, incluidos ciudadanos alemanes con antecedentes migratorios, bajo el argumento de restaurar la “identidad nacional” y preservar la “homogeneidad cultural”. La madre es un elemento clave en esa limpieza étnica.

Esa madre homogénea y perfectamente identificable es también la que garantiza la estirpe, que no es sino la clase social asentada sobre la propiedad privada y la herencia; la que acredita y conserva el lugar que la implacable rueda de la historia ha adjudicado a cada uno. El Estado aquí solo puede ser Estado nación, y garantizar ese orden clasista a base de fuerza policial, judicial y militar.

Como dice Raúl Zibechi, el tipo de Estado que se corresponde con este sistema de acumulación por despojo es el Estado represivo, con sus correspondientes campos de concentración para los de abajo. Las derechas son elitistas y aporófobas, y han de articular sofisticadas técnicas de seguridad para controlar a la misma población a la que dejan a la intemperie: una reacción militarista y punitivista en favor de los ricos. Ricos de rancio abolengo, grandes herederos de toda la vida, ricos surgidos de la cultura del pelotazo y el extractivismo, o ricos aspiracionales que han hecho del nuevorriquismo una auténtica profesión de fe. Todos ellos reclaman menos impuestos y más recortes sociales, quieren expulsar del mercado laboral a migrantes y mujeres, y se niegan a aceptar cualquier cautela que ponga límite a su voracidad. Así que el odio al migrante, la xenofobia, es también una de las versiones de la aporofobia y se canaliza a través de las mismas herramientas.

En este Estado uniforme y exclusivamente defensivo, las políticas sociales quedan relegadas a la gestión privada y a la familia convencional, convertida, de nuevo, en la única red segura para sostener la vida. Es la madre la que administra la vulnerabilidad y la que garantiza la estabilidad que necesita el mercado. A fin de cuentas, tal como afirma el paleolibertarismo, faro intelectual de las derechas, la libertad económica y el capitalismo solo pueden funcionar sobre la moralidad tradicional judeocristiana y el firme orden social que garantiza la institución familiar.

La lucha contra el aborto es una estrategia irrenunciable de las derechas que no tiene nada que ver con la “cultura de la vida”. Es, más bien, un puntal ineludible en su defensa de la madre como guardiana de las esencias, la desigualdad natural y el darwinismo social.

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