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COLUMNA
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Tenemos que hablar de trenes

Las estaciones de ferrocarril empiezan a provocar la misma angustia que nos atrapa cuando pisamos un aeropuerto

Viajeros en la estación de Chamartín-Clara Campoamor, en Madrid, el 4 de septiembre.
David Trueba

Sería bueno analizar con un poco de rigor qué pasa con nuestro servicio ferroviario. Hacerlo en los mismos días en que la rotura del cable de uno de sus icónicos funiculares ha causado una tragedia en Lisboa, fruto de la obsesión por recortar recursos públicos. El servicio de Cercanías en Cataluña es un ejemplo de funcionamiento anómalo que provoca desapego y fatiga. Las estaciones de tren empiezan a causar la misma angustia que nos atrapa cuando pisamos un aeropuerto. Sabemos por experiencia que a partir de ese momento nuestras certezas pueden ser quebradas a capricho. El horario previsto y la planificación quedan en el aire. Incluso el derecho al asiento que has pagado está sorteado por una ley de la sobreventa que garantiza a las compañías que no queden plazas vacías. Una de las más humillantes verdades del sistema es la de tener billete y, pese a ello, no tener derecho a volar. No hablemos ya de los rigores de la autogestión del billete ni mucho menos de las dimensiones de las maletas. No es raro ver a personas desesperadas por encajar sus pertenencias arrodilladas en el suelo frente al acceso a los túneles de embarque ni a disparatados seres montar un pollo porque no admiten que su maletón de mano no cabe ya físicamente en los altillos del avión. Y así una intemerata de signos que delatan que entrar en el mundo de la aviación comercial te obliga a renunciar a todas tus esperanzas.

Y la pregunta es en qué momento internarse en nuestras grandes estaciones de tren, anteriormente plácidas antesalas a un viaje maravillosamente previsible, se convirtió en un calvario. Las grandes estaciones no tienen espacio físico para la cantidad de gente que se arracima en ellas. No hay asientos de espera para los ancianos ni los niños, no hay manera de encontrar un hueco para leer tranquilo. Todos de pie, en la marabunta, con el añadido de que la vía de embarque ahora se anuncia un minuto antes de que el tren se ponga en marcha y eso obliga a correr, a apretujarse, a sentir el aliento abominable del egoísmo en tu nuca. Seamos sinceros: viajar en tren se ha convertido en algo parecido a ir a comer a un restaurante que era estupendo para atender 40 mesas, pero que roza el ridículo y el caos si pretende atender 120 mesas a la vez.

Entendemos que el turismo es un gran negocio, pero sería más decente aceptar que la magnitud de gente que queremos mover a diario no cabe por la tubería actual. Hay que renovar flota e instalaciones y eso lleva tiempo y esfuerzo económico. Sería bueno que alguien tomara un lápiz y comenzara a reducir la circulación de un cuerpo sanguíneo que está obturado y se precipita a morir de éxito. El tren ha sido una de las joyas de nuestro país salvo en aquellos lugares en que se dejó de invertir con tino y para esos territorios abandonados, olvidados y vaciados a la fuerza que han carecido de padrinos en el poder central. La entrada de operadores privados, como ya preveíamos, ha acabado de rebajar la calidad del servicio. A veces, es hasta difícil encontrar a un empleado de la compañía, cuando antes el reto era que no te viera un revisor. Se ha dado la vuelta a la tortilla y para cocinar esta tortilla también se han tenido que romper los huevos. Pero en este caso los huevos eran los nuestros. Coger el tren roza en ocasiones la aventura épica. Y cuando funciona correctamente nos hace recordar que sí se puede; sólo se precisa poco de calma, algo de renuncia y tres tazas de servicio puntual y razonable. Viva el tren.

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