La diplomacia de papá
Trump se ha vuelto letal para EE UU, para el ideal democrático y para la relación con Europa, a la que ha dejado sola


1. Esta crónica tiene dos partes: una narcisista y privada, la otra pública y global. Pero ambas pretenden demostrar que la frase de Mark Twain, ya convertida en aforismo, según la cual la historia, aunque no se repita, a veces rima, resulta obviamente incompleta. Es necesario subrayar la idea mayor que preside el desarrollo de los acontecimientos históricos: la mención de que, entre la expectativa y el hecho, se yergue siempre la sorpresa.
La sorpresa, sí, la sorpresa que hace que, entre la repetición y la rima, surja algo que nunca nos imaginamos que pudiera suceder. Para ilustrar lo que acabo de escribir, voy a recurrir a una historia privada, personal y egocéntrica, como he anunciado. Es esta: cuando yo tenía tres días de vida, mi abuela materna pasó una aguja por la llama del alcohol, se acercó a mi madre, que me sostenía en brazos, y me perforó las orejas. Siempre me han dicho que berreé con gritos desproporcionados para mi tamaño y durante mucho más tiempo del esperado. Luego, pasaron un hilo empapado en aceite de oliva por cada uno de los agujeros, y mi padrino, en lugar de ofrecerme unos aritos invisibles, me dio unos pendientes de verdad. De este modo, diminuta y calva, yo chupaba ávidamente la leche de los pechos de mi madre, con dos colgantes de oro, uno a cada lado de la cabeza.
2. Cuando nació mi hija, no quise perforarle las orejas. Eran otros tiempos; los años sesenta habían fomentado la idea de que hacer agujeros en el cuerpo de una mujer era una profanación de su ser, y perforarse las orejas, un signo de primitivismo tribal. Con una argumentación por exceso, se evocaba el ejemplo de los indígenas botocudos y de las mujeres karen, con sus cuellos estirados por anillos de metal al ritmo de la luna llena. Se defendía entonces que el cuerpo de una niña nunca debía ser esclavo de los afeites ni de ideales de belleza mutiladores.
Fue pasando el tiempo, sin embargo, y en lugar de limitarse a rimar, nos sorprendió. Desde hace dos décadas, mujeres y hombres se perforan las partes más inusitadas del cuerpo, se ponen hierros y piedras de la cara, haciéndose 10 agujeros en cada oreja y colgándose medias lunas, aretes y bolas de la nariz. Sus cuerpos están cubiertos de más tatuajes que los que ningún marinero pudo imaginar jamás, y ahora, cuando voy a la peluquería, me paso las sesiones de secado intentando descifrar las insignias esparcidas por los brazos de quienes me atienden. Incluso las mujeres y los hombres de mi generación lucen imágenes en sus cuerpos por miedo a perder su toque contemporáneo. Todo ello constituye un estruendoso trastrueque. Lo que significa que hasta en un estricto ámbito sociológico, debemos corregir a Mark Twain.
3. Pasemos a la segunda parte, más elevada, la que se refiere a ciertos acontecimientos globales. Ahí va: me pasé la juventud escuchando la reproducción de dos voces repulsivas. Una era el gruñido furioso de la voz de Hitler, el criminal inmortalizado por la cinematografía de Leni Riefenstahl. La otra correspondía al maullido felino de Salazar, piadoso y manso, fascista, en paz con Dios y con el diablo, enseñando al pueblo la virtud de ser pobre, siguiendo las premisas de las Bucólicas de Virgilio, mientras encarcelaba a quienes se atrevían a alzar la voz, defendiendo a duras penas el sufragio universal y la libertad de expresión.
Aquellos, sin embargo, eran tiempos pretéritos. El futuro se forjaba bajo la fanfarria libertaria de Make Love not War, las esbeltas chicas estadounidenses llevaban flores en la cabeza y guitarras al cuello, y se creía que tan pronto como terminara la guerra de Vietnam y la guerra colonial en África expirara con la capitulación de los portugueses, a principios del último cuarto del siglo XX, la democracia cubriría la Tierra y la vida humana alcanzaría la paz. Sé que estoy galopando entre los hechos a rienda suelta, pero no importa. Todo el mundo entiende adónde quiero ir a parar: en 1992, Fukuyama publicó el famoso libro que hoy provoca risas burlonas, El fin de la historia y el último hombre. Según su autor, salvo algunos vagos problemas con algunos musulmanes radicales, la Tierra giraría por fin en el espacio, bendecida por la paz. Pero resulta que la historia, en su rima imperfecta, al repetirse, ha empeorado. Eso es lo que parecen decirnos los días que vivimos hoy. Preguntemos a León XIV y al secretario general de la ONU, António Guterres, quienes jamás podrían haber soñado con la rima que la vida iba a reservarles en Nueva York.
4. Y ahí es donde entra en juego la diplomacia de papá. No sé quién ha acuñado esta expresión, pero reconozco el episodio del que proviene. Me refiero, por supuesto, al inquilino de la Casa Blanca, quien, por cierto, podría no tardar mucho en dejar de ser mero inquilino para convertirse en propietario. Confieso que cuando pienso en los Estados Unidos de América, la patria de las libertades individuales, la sorpresa no es mayor porque los hechos han ido transformando poco a poco la sorpresa en hábito. Así que el inquilino miró el globo terrestre y murmuró para su corbata: “Soy el único que puede comprar la paz mundial, porque en esta vida todo puede comprarse”. Es cierto que el segundo mandato de Donald Trump heredó las sangrientas guerras actuales, que repiten otras sufridas y descritas a lo largo de la historia, pero no es menos verdad que ninguna de ellas representó una amenaza tan grave para la humanidad. Una oportunidad única para que Donald Trump realice su compra global.
5. Para los ciudadanos comunes, con o sin piercings, este es un momento de alarma. Porque el aceite que lubrica la maquinaria del hombre que se considera erróneamente el ser más poderoso de la Tierra, como era de esperar, ha añadido veneno donde ya había demasiado. La economía del asalto, a fuerza de vender y vender, comprando barato y vendiendo caro, negociando la paz con una mano y vendiendo la mayor cantidad de armas con la otra, lo ha transformado en un negociador verdaderamente letal. Letal para su país, que día tras día pierde su papel de líder del mundo libre; letal para la imagen del mundo occidental y el ideal democrático; letal para la relación con su aliada Europa, a la que ha dejado sola; letal sobre todo en relación con los sangrientos conflictos que, en lugar de aminorar, inflama. Y en medio de esta deriva, tiene como objetivo personal ganar el premio Nobel de la Paz.
De esta manera, el presidente de los Estados Unidos de América ha sido el artífice de la escenificación de un encuentro entre líderes más cómica que se recuerda: aquella extraordinaria negociación en Alaska. Una alfombra roja para el abrazo entre dos hombres enloquecidos, uno por la venganza y el otro por la vanidad. Dos compadres de feria en el Ártico decidiendo la vida y la muerte de palestinos, ucranios y africanos, desgarrados por los intereses contrapuestos de todos los bandos. Los dos, uno astuto y malvado, el otro malvado y necio. Dos figuras de opereta trágica a quienes todos deberían llamar “papá”, como hizo Mark Rutte. Papá, nadie puede lograr lo que tú has logrado. De hecho, ya has logrado lo inimaginable: la alfombra roja de Alaska ha dado la vuelta al mundo y ha llegado a Shanghái. Lo que se dijo allí fue clarísimo: son tiempos de caos, pero el nuevo orden será todos contra el papá estadounidense y sus aliados. Si Donald Trump llega a ganar el Premio Nobel de la Paz, podremos decir que el Apocalipsis del Pensamiento se ha extendido por la Tierra y que el sujeto ya no tiene cabida con el predicado. Hay que corregir a Mark Twain: hay intentos de rima que amenazan con matar el propio poema. Descansa en paz, Mark Twain; sabías mucho, pero moriste sin haber visto nada.
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