El advenimiento del orden mundial posoccidental
Las grandes autocracias tienen bien definido cuál es el punto débil de sus adversarios


¿Cómo hay que leer la impresionante exhibición de músculo militar de China en la celebración del octogésimo aniversario de la Segunda Guerra Mundial? Hay que conectarlo, desde luego, con la cumbre previa de la Organización de Cooperación de Shanghái en Tianjin, donde Modi, el presidente de India, se esmeró por simbolizar su aproximación a China después del castigo arancelario que su país acababa de sufrir por el capricho de Trump. Rusia, China e India en sintonía geopolítica y comercial, el 37,8% de la población mundial al unísono. Pas mal. Entre tanto, Trump mandando sus buques de guerra a las costas venezolanas para interceptar chalupas de narcotraficantes. Mientras el supuesto líder del “mundo libre” sigue con su errática visión de unos Estados Unidos replegados sobre sí mismos y dispuesto a aplicar el matonismo económico a partir de criterios que solo él entiende, las grandes autocracias afilan sus uñas y buscan concertar sus intereses. En Tianjin se dijo alto y claro: el objetivo es establecer una mayor cooperación en materia de comercio y cultura, y, ojo, también de seguridad.
Volvamos al desfile. No ya solo por la espectacularidad de las armas allí desplegadas o la perfecta sincronía de las tropas, que provocarían la envidia del mismísimo Hitler; también porque el impávido Xi quiso hacer alarde de su proximidad a un Putin entusiasmado (si es que esto no es un oxímoron), y con el dictador norcoreano como comparsa: el nuevo eje autocrático, la antítesis perfecta de lo que representa —representaba, más bien— Occidente. Pero no perdamos de vista que ahí el gigante es China, y no solo por la estatura de su líder. Rusia queda como su proveedor de energía barata y como un peón útil para desgastar y dividir a Europa con la guerra de Ucrania. Si los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 fueron la escenificación de su poder blando y de su asombrosa capacidad de organización, este desfile de Pekín es la del poder duro, el que entroniza a China como potencia con clara voluntad de erigirse en el nuevo hegemón.
Al otro lado del Pacífico no se percibe la misma voluntad de poder, fuera de las maniobras de Trump por ir eliminando barreras institucionales interiores para gobernar de forma cada vez más arbitraria. Una vez liquidada la agencia encargada de la ayuda al desarrollo (USAID), su único instrumento de política internacional es el chantaje arancelario (ya hemos visto los efectos que está teniendo en la India), y el desdén con el que trata a quienes otrora fueran sus aliados y amigos. Tiene además a un inútil al mando del recién bautizado Departamento de la Guerra, Hegseth, y a un disciplinado y leal vasallo en Exteriores. Y la apabullante superioridad militar de la que presumía habría que ponderarla ahora frente a algunas de las armas recién exhibidas en Pekín, sobre todo ante un eventual escenario bélico en el Pacífico.
El panorama geopolítico se va clarificando, comienzan a percibirse ya los contornos del nuevo mundo. Lo más interesante del cálculo de las grandes autocracias es, sin embargo, que tienen bien definido cuál es el punto débil de sus adversarios. Tiene un nombre propio, Donald Trump, el epítome de la imprevisibilidad —Putin ya sabe cómo domarlo—, y un caballo de Troya, los partidos que desde dentro de las democracias se encargan de ir erosionando aquello que nos hacía fuertes, los principios y valores que nos cohesionaban y dotaban de identidad. Un Occidente incapaz de domar sus propios impulsos autoritarios o de sellar sus fracturas divisorias internas es un enemigo pequeño frente a quien solo cree en el poder de la fuerza y la mano de hierro. Lo llevamos claro.
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