¿Habrá paz para las ‘mujeres de cuello largo’?
Tras el alto el fuego más duradero de la historia reciente en el estado de Kayah, el más pequeño de Myanmar, se abre una puerta de retorno para la etnia Kayan
Los arenosos caminos de los alrededores de Loikaw lucen tierra rojiza. Los rodean decenas de montículos arbolados en la cercanía y montañas más grandes en un visible pero lejano horizonte. Vacas, cabras, gallinas y demás fauna que pasea obliga a aminorar la marcha a los vehículos que circulan por ellos. En Loikaw, la capital del estado de Kayah (antiguo Karenni), región fronteriza con Tailandia y la más pequeña de las 14 de Myanmar, resulta frecuente encontrar los rescoldos de una lucha pasada aunque no olvidada, la de las fuerzas gubernamentales contra una media docena de grupos guerrilleros, alzados en armas por la obtención de mayor autonomía y por el control de los recursos naturales desde la década de los cincuenta hasta el alto el fuego definitivo del 2012.
A las garitas vacías que lucen abandonadas en los cruces, antes vigiladas por soldados armados, ahora las recubre una gruesa capa de polvo. Ya no se escuchan disparos ni pisadas de botas militares, solo el ruido del ganado. Viejos desechos de alambre metálico oxidado descansan en el suelo.
En Kayah, zona de minorías étnicas, predominan el cristianismo y las creencias locales animistas. Su población, de algo menos de 280.000 habitantes y principalmente rural (190.000 personas viven en pueblos y aldeas), se dedica sobre todo a la agricultura en pequeñas granjas y a la minería, pero los más de 60 años de un conflicto que comenzó muy poco tiempo después de la independencia birmana, alcanzada en 1948, han convertido esta región en una de las más pobres del país. La violencia y la completa falta de oportunidades empujaron durante décadas a muchos de sus habitantes a migraciones internas o a cruzar la frontera hacia Tailandia en busca de un futuro algo más amable.
Sin embargo, la situación ha dado ahora un vuelco esperanzador. En el último lustro han cesado las hostilidades por ambos bandos y las perspectivas de reforma política se han afianzado de forma significativa, como refleja el nuevo y extenso informe de The Transnational Institute From war to peace in Kayan (Karenni) state. A land at the crossroads in Myanmar, (De la guerra a la paz en Kayan (Karenni). Una tierra en la encrucijada de Myanmar), publicado el pasado julio, que analiza a fondo los cambios experimentados en el estado y señala los nuevos retos para prolongar la estabilidad y conseguir una paz duradera.
Tras siete décadas de guerra civil, la maltrecha economía de la región, rica en recursos naturales pero maltratada por el conflicto, explora una nueva vía de ingresos: el turismo
A unos 40 kilómetros al norte de Loikaw, en una amalgama de diminutas aldeas, vive una de las etnias más populares de Kayah y del mundo, los Kayan. Algunas de sus mujeres, famosas por los anillos dorados que adornan sus cuellos, rodillas y codos, también fueron víctimas de los tiempos de guerra civil. Originaria de Mongolia, esta etnia se asentó en Birmania hace 2.000 años, aunque los conflictos y diferentes épocas de persecución la desplazaron primero al estado de Shan, en el norte de Myanmar, y a Kayah después. Todavía hay aldeas Kayan en ambos territorios, pero en Shan la guerra aún no ha finalizado y el acceso se encuentra más restringido.
A sus más de 70 años, Mu Den guarda algunos recuerdos del comienzo de las hostilidades y de cómo afectaba el conflicto a su pueblo. “Yo era muy pequeña, así que solo me acuerdo de algunas cosas… De vez en cuando atacaban soldados, gente armada, así que teníamos que huir y refugiarnos en las montañas. Casi no podíamos cultivar, era muy difícil conseguir comida. Si acaso, bambú…”, dice sentada en la puerta de una casa de madera muy humilde en la aldea de Pan Pet.
La voz de Mu Den es aguda, su piel arrugada y ennegrecida, sus ojos claros y viste ropa local y colorida. “Después hubo muchos problemas con las guerrillas. Pero nosotros, mi familia, decidimos no salir de Birmania. Preferimos quedarnos”, explica. “Aquí nunca venía nadie de fuera. El primer extranjero que vi en mi vida fue hace dos o tres años”. Mientras habla, sus nietos corretean por los alrededores. "Espero que nunca sufran una guerra", comenta esperanzada.
La opción de muchas mujeres Kayan en los años de fuego fue huir del peligro y migrar a Tailandia, país vecino, pero allí no encontraron las mismas oportunidades que los hombres o las mujeres birmanas de otras etnias. Conscientes de sus posibilidades para atraer turismo, las autoridades tailandesas las reclutaron y agruparon en poblados como el de Karen Padaung, en Chiang Mai, y las dejaron en una especie de limbo legal; ni les otorgaron la nacionalidad de su lugar de acogida, ni les reconocieron el estatus de refugiado al considerar que no huían de una guerra declarada ni tampoco permitieron que desempeñaran con normalidad algún oficio. Algunas de estas mujeres fueron traficadas y obligadas a servir de atracción turística y, a menudo, se vieron abocadas a elegir entre esta vida o la de los campos de refugiados birmanos.
Pese a su escueto tamaño, en el estado de Kayah abundan los recursos naturales. En sus tierras hay asentamientos de oro, de estaño y de wolframio. La zona, con decenas de kilómetros cuadrados de bosques de teca, también ha albergado negocios de explotación forestal, sobre todo de origen tailandés, y acogió algunas de las plantaciones de opio más grandes del país, algo que contribuyó al aumento de la inestabilidad y de la violencia. Pero los pasados enfrentamientos por los recursos, su reparto injusto (que perdura en la actualidad) y su mal uso han propiciado que hoy, tras seis años de paz, la mayoría de la población continúe pobre, ganándose la vida con pequeñas granjas en una verdadera agricultura de subsistencia.
En este contexto, el Gobierno ha descubierto una nueva forma de atraer trabajo y riqueza a Kayah. El turismo en Myanmar se está multiplicando exponencialmente, sobre todo a raíz de los diversos y recientes acuerdos de paz y de desmilitarización en distintas zonas, y este pequeño territorio no es la excepción. Según el Departamento de Hoteles y Turismo de Loikaw, 2017 supuso un año récord de visitantes; la región recibió a 9.000 extranjeros y a 30.000 locales, un aumento de más del 20% con respecto al 2016, año en el que el Gobierno nacional birmano y el Centro de Comercio Internacional presentaron al mundo el estado como destino turístico, abriendo sus fronteras al turismo por primera vez en la historia reciente.
Casi tres años después han proliferado las casas de huéspedes y otros negocios destinados a visitantes, sobre todo en Loikaw, y el Gobierno ha creado los programas CBT (Community Based Tourism), unos planes específicos dirigidos por guías locales autorizados que pretenden conseguir, dicen, un turismo más sostenible en las zonas étnicas como la que habitan los Kayan. “Una parte de lo que obtenemos va directamente a las etnias que han sufrido durante los años de conflicto”, explica Than Htwe, uno de estos guías. “La llegada de turistas tiene muchas cosas buenas, pero también algunas malas. En el caso de los Kayan, aquí no apostaremos por su explotación como en Tailandia, ni queremos que nadie las presione”, justifica. Por ello, insiste en no utilizar los términos mujeres jirafa o Padaung (cuello largo) durante la conversación. “Lo consideran ofensivo y lo es. No son mujeres jirafas, son mujeres Kayan”. Pese a su firmeza, reconoce que solo el 10% de todo lo recaudado por los CBT va a parar directamente a los habitantes de las aldeas y que el resto lo gestionan entre el Gobierno y las empresas locales.
“En Tailandia no nos trataron bien. Mucha gente allí decía que no éramos bien recibidas. Yo me fui para intentar vivir mejor, pero he decidido volver. Creo que he aprendido ya a hacer negocios con las cosas que fabrico y ahora puedo estar en mi país, en mi pueblo”, dice Mu Shant, otra Kayan que regenta un comercio de telas y orfebrería enfocada a los visitantes en una de las entradas a la aldea de Pan Pet. “Yo tengo todavía familia allí. La mayoría quiere volver, pero no sé cuándo será posible”.
No todas las mujeres Kayan de Pan Pet y de sus aldeas aledañas usan los aros dorados. Hay familias que los han abandonado por completo y hay otras, las menos, que los han perpetuado por tradición cultural y por respeto a sus mayores, aunque también por razones comerciales. Mu Shant, que sí los luce, cuenta a sus 54 años que tiene 10 hijos y más de 20 nietos. Cerca de la silla donde teje una bufanda, sentada en las escalerillas de madera que dan acceso a la tiendecilla, la observa una de sus retoñas, una joven de 20 años que mece en brazos a su bebé. A diferencia de su madre, ella no lleva los tradicionales anillos. “Me los he quitado, al menos por el tiempo que cuido al pequeño”, afirma. “Pero me los volveré a poner. Me gustan. Es un símbolo de mi etnia, de mis tradiciones”.
Anhelos de una paz nacional difícil
A pesar de los múltiples acuerdos firmados entre el Gobierno de Aung San Suu Kyi, lideresa del NLD (Liga Nacional por la Democracia), partido que ostenta el poder ejecutivo en la actualidad en Myanmar, y guerrillas diversas, la inestabilidad política y social todavía son norma en muchos territorios del país. Una veintena de grupos armados no han aceptado los diferentes alto el fuego propuestos y sus choques con el ejército siguen dando lugar a episodios violentos. Al norte, en el estado de Kachin, unos 5.000 rebeldes del KIA (Kachin Independence Army) luchan contra el Gobierno por la obtención de mayor autonomía legislativa y judicial para su territorio. Más al este, un enfrentamiento entre el Ejército Nacional de Liberación Ta'ang (TNLA por sus siglas en inglés), de la minoría Kokang, y el ejército nacional provocó una veintena de muertos el pasado mayo. Y al oeste, en el estado de Rakhine, las autoridades han perpetrado y permitido una persecución genocida a la etnia rohinyá que ha derivado en cientos de asesinatos, en constantes violaciones de los derechos Hhumanos y en el desplazamiento de cientos de miles de refugiados a Bangladés.
“Aunque sea el estado más pequeño del país, (Kayah) refleja los desafíos para la transición sociopolítica que necesitan solución en la generalidad de los territorios de Myanmar: impasse político, multiplicidad de actores en el conflicto, disputados recursos naturales, acaparamiento de tierras, sufrimiento humanitario y comunidades divididas”, resume The Transnational Institute en su nuevo informe.
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