Menos impuestos, más aranceles: el credo de Trump
El presidente de EE UU quiere compensar las rebajas de impuestos con los gravámenes a las importaciones

En el pequeño espacio de un mes desde su investidura como presidente de Estados Unidos, Donald Trump ha lanzado tal número de órdenes ejecutivas, la mayoría claramente provocadoras, que ha pasado desapercibida la más dañina probablemente para las y los ciudadanos del mundo a medio y largo plazo. Así lo es la ruptura unilateral del acuerdo de 140 países (90% del PIB mundial) para establecer un impuesto mínimo del 15% sobre las ganancias netas (resultado contable ajustado) de las empresas multinacionales con más de 750 millones de euros de ingresos. El acuerdo ha sido incorporado a la legislación de la Unión Europea mediante la Directiva 2022/2523, para luchar contra la planificación fiscal agresiva de las multinacionales.
Trump ha amenazado con quedarse con Groenlandia, con Canadá, con el canal de Panamá y con la franja de Gaza. Se ha salido de órganos multilaterales. Ha decretado enormes subidas de barreras arancelarias, que castigan especialmente a sus supuestos aliados en Europa o en América. Ha convertido a Putin, a quien Biden llamó “dictador asesino”, en un nuevo partner de EE UU. Ha despreciado a la Unión Europea como parte de la mesa negociadora sobre el futuro de Ucrania.
Pues bien, todo eso no es nada comparado con su decisión de descabalgarse definitivamente del acuerdo sobre fiscalidad propiciado trabajosamente durante años por los países desarrollados en la OCDE. Dicho acuerdo tiene por objeto evitar que las grandes corporaciones del planeta —la mayor parte de ellas norteamericanas— chantajeen a los gobiernos con la amenaza de trasladar sus sedes a paraísos fiscales o a jurisdicciones livianas tributariamente.
Se calcula que la aplicación a las mayores multinacionales del mundo de ese compromiso fiscal por parte de los Estados firmantes del acuerdo —entre ellos, EE UU hasta la llegada de Trump a la Casa Blanca— significaría unos ingresos añadidos a las arcas públicas de al menos 200.000 millones de euros anualmente. Algo ya imprescindible para unos Estados que sufren déficits presupuestarios estructurales y que seguramente tendrán que afrontar futuros shocks económicos, ya provengan del envejecimiento demográfico o del aumento del gasto en defensa, por ejemplo.
Esta situación explica que en el seno del G-20, del que forma parte Estados Unidos, sus últimos debates se hayan centrado en la conveniencia, no solo de implementar un tipo impositivo mínimo del 15% a las multinacionales, sino también, a nivel mundial, un impuesto a la riqueza de los multimillonarios. Porque el crecimiento económico —débil en estos años— no basta para aportar los ingresos fiscales que los servicios públicos del Estado de bienestar requieren y, por tanto, para evitar los déficits crónicos.
La capacidad evasora de los capitales, apoyada en su libertad de movimientos, y la ausencia de una fuerte disciplina fiscal para las grandes fortunas de personas jurídicas o físicas, ha provocado en buena medida esos enormes déficits del sector público, particularmente en los países occidentales. Ello ha desembocado en la necesidad de acudir al endeudamiento por los gobiernos para mantener los servicios públicos en coyunturas tan difíciles como la crisis financiera desencadenada en 2008, la pandemia de la covid-19 o la necesidad de afrontar la realidad, científicamente probada, del cambio climático.
Ayudado por la fuerza del dólar como moneda de reserva, el endeudamiento es especialmente intenso y extenso en Estados Unidos. Su deuda pública es superior a 34 billones de dólares, un 124% del PIB norteamericano. Cerca del 10% de la deuda pública global. Tal cantidad es tan elevada, entre otras razones, por el recorte del tipo máximo del impuesto de sociedades (del 35% al 21%) que Donald Trump realizó en su primer mandato (2017). Trump probablemente volverá a recortar los impuestos. Esto podrá desencadenar una verdadera crisis fiscal, porque no olvidemos que la carga de la deuda no es solo su devolución nominal, sino también los intereses. El año pasado, por vez primera en la historia, los intereses de la deuda federal (870.000 millones de dólares) superaron el gasto militar de Estados Unidos.
En este contexto crítico es en el que Trump decide, contra toda lógica, salir del acuerdo fiscal global de la OCDE. Lo hace a través de un Memorándum fechado el 20 de enero de 2025, que el representante permanente de Estados Unidos ante la organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) dirige a la misma en relación con el llamado Global Tax Deal. Merece la pena reproducir el párrafo introductorio del documento, que resume el sentido político de la ruptura con el acuerdo firmado por Biden, que su sucesor decide llevar a cabo:
“El Acuerdo Tributario Global de la OCDE respaldado por la Administración anterior no solo permite la jurisdicción extraterritorial sobre los ingresos estadounidenses, sino que también limita la capacidad de nuestra nación para promulgar políticas fiscales que sirvan a los intereses de las empresas y los trabajadores estadounidenses. Debido al Acuerdo Fiscal Global y otras prácticas fiscales extranjeras discriminatorias, las empresas estadounidenses pueden enfrentar regímenes fiscales internacionales de represalia si Estados Unidos no cumple con los objetivos de la política fiscal extranjera. Este memorándum recupera la soberanía y la competitividad económica de nuestra nación al aclarar que el Acuerdo Fiscal Global no tiene fuerza ni efecto en los Estados Unidos”.
El abandono del Acuerdo Fiscal Global por Estados Unidos agrava el problema de fondo de carencia de ingresos fiscales suficientes para cumplir mínimamente las necesidades y gastos del deep state que tanto critica Trump y su equipo encabezado por Elon Musk. ¿Cómo puede enfrentar este problema? La solución para Trump es su palabra favorita: aranceles.
Por eso, ha decidido llenar de nuevos y mayores ingresos arancelarios sus relaciones comerciales con el resto del mundo. Empezando por sus supuestos aliados (Canadá, México, Europa).
La expansión arancelaria se convierte así en el centro de la política económica de Trump. Y de la política tout court de su Administración. Como amenaza para negociar —llama “transaccional” a lo que es un trágala comercial— y como fuente de ingresos para tapar el agujero que crea su vieja política de derecha consistente en bajar drásticamente los impuestos a las grandes corporaciones. Esa especie de arancel universal expandido pasa a ser en realidad un impuesto a los consumidores, que pagarán precios más altos. El Instituto Peterson de Economía Internacional calcula que el coste para un hogar americano sería 2.600 dólares de media al año.
Trump dice que la “palabra más bonita del diccionario” es el modo de hacer que los productos se fabriquen en Estados Unidos. No es así. Su objetivo es tener dinero para compensar lo que no ingresará por una brutal rebaja de impuestos a las multinacionales.
Como recuerda Ana Swanson, de The New Tork Times, el propio Trump se refirió con entusiasmo en su campaña electoral a un episodio de la historia americana cuando el gobierno obtenía sus ingresos a través de aranceles en vez de a través de impuestos. Pero lo cierto es que la Gran Depresión de principios del siglo XX fue alimentada por las guerras comerciales. Por eso, la política de Trump ya ha sido denunciada ante la Organización Mundial de Comercio.
La agresiva política comercial de la nueva Administración norteamericana tendrá respuesta. Sin duda, la primera será liderada por la Comisión Europea, que es quien tiene la competencia exclusiva sobre la política aduanera, que no solo es común. Es única para los Veintisiete Estados que integran la Unión Europea.
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