Año nuevo, ¿sociedad nueva?
Para que una transformación social no fracase hay que entender el sentido de las resistencias que suscita
El lugar común de que los comienzos de año son momentos en los que se formulan deseos y propósitos que la mayor parte de las veces incumplimos se aproxima bastante a la realidad. Los hay en el plano personal (ir al gimnasio, modificar hábitos, aprender un idioma, dejar una adicción) y en el plano social, cuando los gobiernos aseguran que este año se llevarán a cabo las transformaciones necesarias. Estos cambios sociales no se realizan porque no hemos entendido a qué se deben las resistencias y porque insistimos en un modo de producirlos que se ha revelado incapaz.
Que la transformación de la sociedad sea difícil es debido, de entrada, a que actuar en sociedad es hacerlo en un espacio lleno de contradicciones, vetos, sabotajes, mecanismos de bloqueo e intereses contrapuestos. Pero más decisiva que la resistencia intencional de algunos actores es otra mucho más banal que tiene que ver con el poder de la inercia en una sociedad. Se podría decir que vivimos en una “sociedad de las resistencias” no porque haya boicoteadores malvados, sino por la renuencia a abandonar las prácticas acostumbradas en nombre de eso incierto y arriesgado que se alude con el término “transformación”.
Buena parte de los fracasos de las transformaciones pretendidas por el sistema político proceden de un desconocimiento del sentido de estas resistencias. Hablando de la crisis climática, por ejemplo, se da a entender con frecuencia que se trata de un problema de voluntad política porque disponemos del saber y los instrumentos de gobierno necesarios, pero eso no es del todo cierto porque, además de conocimientos científicos, nos hace falta también el saber acerca de cómo gobernarla, sus consecuencias económicas y sociales, el modo de distribuir los costes, la comunicación de la crisis, etcétera. El saber del que estamos seguros se complica en cuanto aparecen las implicaciones sociales y políticas del asunto.
Es asombroso que haya quien se asombre de que no seamos capaces de hacer lo que es evidente, correcto, urgente. El asombro de los convencidos solo se explica por un escaso conocimiento de cómo funciona la sociedad. Todavía hay quien se sorprende de que los demás no lo vean todo tan claro, de que los intereses sean tan obstinados y tan ciegos. Hay demasiados actores que manejan con un exceso de seguridad las evidencias en relación con lo que debería hacerse: los activistas se desesperan al comprobar lo poco que inquietan sus causas a la gente, y esta interpreta como fanatismo el empeño de aquellos; los pacifistas denuncian como falta de voluntad la incapacidad de detener una guerra; escandaliza que haya quien no se movilice con las evidencias del antifascismo y el antipopulismo; los asesores se desesperan de la falta de voluntad política de los políticos, y estos lamentan que quienes les asesoran no terminen de comprender las limitaciones de la política; las élites no entienden que el pueblo no entienda lo que hay que hacer, y los populistas no entienden que las élites no entiendan la voluntad popular.
Para transformar la sociedad hay que empezar pensando de otro modo el concepto de transformación. Cuando se trata de acabar con una guerra, cambiar de modelo productivo, combatir el cambio climático, revertir la crisis demográfica, eliminar la desigualdad, gestionar el flujo migratorio, digitalizar la sociedad, modificar los roles de género o configurar una gobernanza global no basta con la buena voluntad. Las soluciones no se decretan. Al mismo tiempo hay que entender a qué son debidas las resistencias. No sirve de nada quejarse de la poca disposición al cambio o de las resistencias expresas contra la transformación (lamentarse de lo conservadores que son los conservadores, resolverlo todo con un discurso antifascista o interpretar toda resistencia como el producto de una mentalidad perversa).
La acción transformadora suele sustituirse por el discurso edificante acerca de lo necesaria que es la transformación. No es una cuestión de exhortaciones del tipo “otro mundo es posible”, que solo sirven para generar buena conciencia y dejar las cosas como están. La sociedad es indiferente a los buenos discursos. La razón de esta ineficacia de los discursos es que las dinámicas sociales que generan agregaciones negativas y crisis tienen un carácter estructural y no moral; por eso no se pueden reconducir con llamadas a la conversión personal, sino mediante mecanismos que estabilicen una determinada dirección que las corrija.
¿Sigue siendo razonable, pese a todo, insistir en la voluntad transformadora y, sobre todo, hay procedimientos disponibles para que producirla y en qué medida? Sí, pero, además de las típicas formas de intervención vertical, habría que explorar otras posibilidades no jerárquicas, indirectas, informales, a través de la negociación, descentralizadas, como las que tienen que ver con los incentivos o la autorregulación. Se trataría de encontrar equivalentes funcionales del poder en sociedades complejas y horizontalizadas.
Cuando se trata de gestionar sistemas no triviales (como una sociedad), no basta con apretar un botón, dar una orden, hacer una ley o prescribir un medicamento. La eficacia limitada de medidas de este tipo tiene que ver con el hecho de que suelen ser intervenciones puntuales sobre sistemas en los que no se ha actuado suficientemente para proporcionarles el vigor y la estabilidad necesarios. Se podría resumir el núcleo de la dificultad señalando que, en el fondo, es imposible cambiar una sociedad desde fuera o desde arriba; la transformación es autotransformación; la sociedad no es transformada como un objeto, sino, dicho paradójicamente, el sujeto que realiza la transformación es aquella sociedad que no existe antes de la transformación. La acción de gobernar es una acción en la que el gobernado no es propiamente un objeto, sino quien realiza esa actividad.
Hay que salir también de la clásica contraposición entre la responsabilidad individual y las condiciones generales. En última instancia se trata de favorecer la capacidad individual de cambio mediante disposiciones colectivas que, por un lado, descargan a las personas de asumir toda la responsabilidad y, por otro, distribuyen con equidad esa responsabilidad. Los cambios sociales profundos no se llevan a cabo mediante decisiones individuales (como piensan los liberales), sino a través de regulaciones que los individuos puedan considerar como equitativas y que, al mismo tiempo, no desfiguren los mecanismos de la competencia económica.
A diferencia de una planificación, la transformación es un proceso con resultado abierto. Cómo se apropiará finalmente la sociedad de las acciones de gobierno encaminadas a tal fin es algo en parte imprevisible. Las transformaciones digital y ecológica son buenos ejemplos de ello. Las transformaciones sociales puestas en marcha por la hiperconectividad digital no están predeterminadas por esas tecnologías, sino que emergen de los modos en los cuales dichas tecnologías y las prácticas que se desarrollan en torno a ellas son entendidas culturalmente, organizadas socialmente y reguladas legalmente. Muchas de las transiciones fallidas se han debido, en este y otros ámbitos, a una aplicación mecánica y vertical de los nuevos requerimientos sin pensar suficientemente sobre la diversidad de los sujetos destinatarios y sin incluirlos en el proceso. El caso de la transición ecológica y las protestas de los agricultores pone de manifiesto la difícil conciliación entre lo que debe hacerse y la implicación de un sector especialmente afectado. Los fallos en las transformaciones se deben a no haber sido capaces de desarrollar suficientemente un proceso de negociación que llevara a una solución sostenible y satisfactoria para todos. La resistencia al cambio no debe interpretarse como un perverso boicot, sino que en muchas ocasiones evidencia que quien promueve ese cambio no ha conseguido facilitarlo, negociarlo y hacer creíbles sus ventajas para todos. La transformación vinculada al año nuevo no resultaría de un efecto automático del calendario, sino de que sea realmente nuevo el modo de llevarla a cabo.
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