Me llaman la columnista
Que todos los siniestros que nos depare 2025 se puedan arreglar con chapa y pintura y que el año nuevo nos libre de averías para las que no hay taller posible
La tarde del día de Nochevieja, intentando aparcar en un centro comercial para comprar in extremis las putas uvas, me comí una columna. No un poco, no. Hasta el tuétano. Estaba entrando de culo en la única plaza libre, ya casi echando el freno para salir pitando al súper, cuando sentí un crujido en el costado derecho, como si me estuvieran pegando un navajazo con filo de sierra, y, con la inercia y los nervios, seguí prolongando la cuchillada hasta ese punto el que sabes que, si avanzas, pierdes la vida y si reculas, la tienes perdida. Ya no sé si tiré hacia adelante o hacia atrás, ni cómo salí del atolladero. Solo que maldije las prisas, las uvas y a mí misma y llegué por los pelos a tiempo de pillar los últimos racimos a precio de uranio enriquecido. Total, que, sin contar las internas, empiezo el año con una herida de pronóstico reservado en el chasis y sin posibilidad de curarla hasta después de Reyes, aunque lo más probable es que siga con ella abierta y espere a juntar varios partes para que no me suban la prima del seguro o me echen por reincidente. Porque volver, seguro que volveré a cagarla yo solita. Es la historia de mi vida.
Hasta los jovencísimos operarios del taller donde acudo, que juraría no han leído jamás estas líneas, me llaman “la columnista” por mi querencia a dejarme el pellejo en los pilares de los sitios. Benditos sean. No saben que ese es el menor de mis problemas. Lo malo no es eso, sino ir por la vida como un toro abanto, atendiendo a lo urgente antes que a lo importante y salvando el pellejo a base de trampear con los obstáculos que te van poniendo por delante los días, más que viviendo. Así que, encima, doy gracias. Que todos los siniestros que nos depare 2025 se puedan arreglar con chapa y pintura o disponiendo de recursos para cambiar de vehículo, y que el año nuevo nos libre de otros peores. De un mal diagnóstico. De una pérdida irrecuperable. De toda angustia sin antiemético. Averías para las que no hay taller, ni coche de sustitución posibles. Es lo que pedí la noche del 31 al 1 mientras engullía al ritmo de las campanadas las doce uvas más caras de la Historia. Les deseo lo mismo.
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