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Tribuna
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La democracia de la migración

Si hay violencia, racismo y exclusión en las fronteras de Europa, también los habrá dentro de ellas

La democracia de la migración / Daniel Innerarity
Raquel Marín
Daniel Innerarity

Hemos pensado mucho acerca del cambio social que produce la migración y nos ha preocupado muy poco el cambio que resulta del rechazo a la migración. Creemos entender el perjuicio que nos causa el fenómeno migratorio y no acabamos de entender hasta qué punto nos daña el rechazo de los migrantes. Valdría la pena preguntarse por los costes de la no-migración (no solo en términos económicos sino también democráticos). ¿Por qué no invertimos la mirada y pensamos también qué efectos tiene sobre nuestras democracias el rechazo a las personas migrantes?

Enfocadas las cosas de este modo, lo que se constata es que los muros rompen las reglas de la democracia que los erige. El actual régimen restrictivo de las democracias en materia migratoria tiene consecuencias en esa forma de vida que supuestamente quieren defender. Si la Unión Europea limita los derechos en sus fronteras exteriores, erosiona también los valores que dice defender; el hecho de enviar a los migrantes a otros países que no respetan los derechos humanos dice muy poco de los estándares que considera compatibles con la dignidad humana. ¿Quién nos asegura que lo que es considerado aceptable para otros no termine siendo considerado inevitable para nosotros? ¿Qué proyecto de sociedad tiene valor cuando se consigue fomentando o tolerando un ejercicio de violencia sin ley en la frontera? No es compatible la violencia en la frontera con la imagen idílica de una democracia liberal en el interior. “Nosotros” somos afectados por el trato que damos a “otros”. Wendy Brown lo formula de la siguiente manera: cuanto más militantes son los límites de los Estados al defender un interior bueno y ordenado frente a un exterior malo y caótico, tanto más entra el caos en esas sociedades.

Si hay violencia, racismo y exclusión en las fronteras, también los habrá dentro de ellas. La seguridad de las fronteras exteriores conseguida a través de la violencia se convierte en violencia en el interior. Se podría decir que de algún modo la frontera se extiende hacia dentro. El racismo en las fronteras implica también racismo dentro de ellas, sobre todo contra quienes comparten raza o religión con quienes vienen de fuera. La discriminación en las fronteras se reproduce dentro de ellas. No hay exclusión hacia fuera que no tenga efectos de exclusión también hacia dentro.

La suspensión de derechos en las zonas limítrofes se traduce en normalización de la violencia policial y los comportamientos autoritarios. Los muros disciplinan también el interior de las sociedades. Se genera dentro de las fronteras una opinión pública que o no se entera de la violencia ejercida sobre civiles inocentes o que la acepta y apoya. Todo esto no deja de tener repercusiones en el Estado de derecho, la calidad de la conversación pública y la cultura política. El problema comienza en el momento en el que se justifica que haya un grupo de seres humanos que no tienen derechos. De este modo, además de hacer un daño a los pertenecientes a ese grupo, se erosiona el mismo principio de universalidad de los derechos. Con el rechazo a la migración comienza un deterioro progresivo que consigue, en primer lugar, instalar el marco de que los amenazados somos “nosotros” y, en segundo lugar, continúa estableciendo que hay más grupos sociales que constituyen una amenaza para quienes somos “normales”. Cuando se intercambian los papeles de víctima y victimario acaban siendo objeto de la violencia no solo los migrantes y quienes les apoyan, sino también quienes son identificados como “extraños”, las personas trans, los sin techo, etcétera.

Detrás de esta manera de actuar en las fronteras hay una idea cerrada de la sociedad y una concepción homogénea de la nación que tiende a infravalorar su propia pluralidad. Las operaciones en la frontera son rechazos inmunitarios de un cuerpo que reacciona ante las amenazas exteriores ejercidas contra una nación que se supone indefensa. Con el discurso de la nación impermeable se pierde de vista el hecho de que las culturas y las identidades, lejos de ser inmutables, son de naturaleza histórica y se transforman constantemente por la incorporación de nuevos elementos. Por eso la exclusión en las fronteras, que se justifica por una idea homogénea del nosotros, suele venir acompañada por una represión de la diversidad interior.

Una de las consecuencias más inquietantes de este modo de operar en los límites exteriores es la legitimación de la desigualdad. El rechazo a la migración pone de manifiesto hasta qué punto hemos renunciado a la incondicionalidad de los derechos, en este caso en función de la nacionalidad. Hay un núcleo de incondicionalidad en la idea misma de tener unos derechos (el “derecho a tener derechos”, según la expresión de Hannah Arendt), que se neutraliza cuando son considerados como una concesión en función de las propiedades personales (nacionalidad) o el comportamiento (meritorio). El lugar común que afirma que no hay derechos sin sus correspondientes deberes es una obviedad que en ocasiones implica pensar que los derechos no son propiedades de las personas, de cualquier persona, sino concesiones de la autoridad o recompensas que solo merecen quienes se han esforzado. Esta manera de pensar suele venir acompañada de hacer depender los derechos, en lo que se refiere a las prestaciones sociales, del buen comportamiento o de la disponibilidad de recursos. Los derechos ya no se dan por supuestos, sino que hay que merecerlos. Se establece una división entre quienes los merecen y quienes no. Aquí se inscribe la lógica meritocrática que postula que las desigualdades no son injustas cuando sancionan la pereza o recompensan la creatividad. La extrema derecha realiza a este respecto una nueva legitimación de la desigualdad: obtiene los votos de ciertos desfavorecidos porque consigue convencerles de que las desigualdades que padecen no provienen de una dominación injusta, sino de una desigualdad entre los territorios o por culpa de los que han venido de fuera. El deterioro de los servicios públicos no se debería a los recortes de los gobiernos sino a la presión migratoria. El lugar completamente desproporcionado que ocupa hoy la cuestión migratoria en el debate político se explica por la estrategia de imponer este marco mental.

Los años de políticas de la austeridad han conseguido convencernos de que el bien común es un bien concurrencial y de que en un contexto de limitaciones presupuestarias no hay para todo el mundo. El debate sobre cómo financiar la solidaridad se ha deslizado hacia imponer el marco mental de que se trata de algo condicionado al comportamiento de quienes la reclaman y a que haya recursos, es decir, a negar su carácter incondicional y universal. Una de las tareas intelectuales y políticas más acuciantes es combatir este lugar común que ha conseguido instalarse en la mentalidad y en las prácticas políticas. La paradoja inquietante es que la extrema derecha sea más convincente quitando las ayudas médicas a los extranjeros que la izquierda cuando promete revertir los recortes sanitarios. ¿Cómo es posible que en aquellos lugares donde se ha producido un mayor deterioro de los servicios públicos aumente el voto a la extrema derecha (que no propone ningún programa en la materia) y no a la izquierda (que es quien se presenta como defensora de lo público)? Si la extrema derecha puede presumir hoy de alguna victoria cultural es de haber convencido a muchos de que no hay futuro sin recortar los derechos de algunos, de “otros”, ocultando el hecho de que nosotros también podemos convertirnos en otros y que la dinámica de reducción de derechos termina inevitablemente por afectar a aquellos que se pensaban protegidos. Cuando alguien asegura que no hay para todos y que primero hay que proteger a los de aquí, puede uno estar seguro de que está pensando en desproteger a los de aquí.

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