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Columna
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Bombas ciegas

Puede suceder que un ciudadano de nuestros días sea víctima de un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial

Extracción de dos bombas de la Segunda Guerra Mundial en Schleswig-Holstein, en septiembre de 2022.
Extracción de dos bombas de la Segunda Guerra Mundial en Schleswig-Holstein, en septiembre de 2022.Axel Heimken (DPA/Picture Alliance/Getty)

En Alemania (o en Austria, aunque menos), puede suceder que un ciudadano de nuestros días sea víctima de un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial. No es, desde luego, un hecho común. Pongamos por caso que una escuadrilla de los aliados suelta una tarde de 1944, desde las alturas, su carga silbante de muerte. Abajo están las casas indefensas y el terror agazapado en búnkeres y sótanos. Comienzan el estruendo, el temblor de suelos y paredes, el fuego, el humo, la destrucción. No todas las bombas arrojadas estallan. Debido a un fallo en el detonador o por cualquier otra causa, artefactos de hasta 500 kilogramos duermen envueltos en herrumbre y barro, durante décadas, a dos o tres metros bajo la superficie de la tierra con su capacidad explosiva intacta. La lengua local los denomina Blindgänger (de Blind: ciego, y Gänger: el que camina o se desplaza). Tratando de desactivar uno de ellos, murieron dos artificieros en 1990 en la ciudad de Wetzlar, otros dos en Salzburgo en 2003 y tres en Gotinga en 2010. El último accidente de estas características aconteció en Múnich hace tres años. El otro día nos tocó (a mí ya me ha pasado tres veces) salir de casa. Es lo de siempre: entra la excavadora, asoma el bulto, se establece un perímetro de seguridad, te invitan a acogerte al gimnasio de un colegio y te dan una manta y sopa. Con suerte, uno puede trabar amistad con desconocidos. Mientras tanto, los helicópteros sobrevuelan la zona. La policía patrulla en busca de luz delatora. Entre los desobedientes abunda la gente mayor que conoció en primera persona los bombardeos y esto de ahora les parece una bagatela. A veces hay que cerrar la autopista, desalojar un hospital o un asilo de ancianos y la cosa se complica. De vuelta en casa, pienso en la fortuna que han tenido mi generación y las ulteriores por no haber padecido la guerra, aunque, al menos en mi caso, no faltaron en rededor violencia y atentados. Toco madera.

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