Alemania sufre aún la amenaza de las bombas que no explotaron en la II Guerra Mundial
Berlín evacúa una media de dos veces al mes alguno de sus barrios por la aparición de un proyectil, casi 80 años después del final de la contienda
Miércoles 12 de julio. La televisión local, la radio y los periódicos informan de que ha aparecido una bomba de 500 kilos en el distrito de Marzahn, al noreste de Berlín, durante unos trabajos de construcción. Al día siguiente los artificieros de la policía tratarán de desactivarla allí mismo así que más de 15.000 personas —las que viven en un diámetro aproximado de 500 metros— tienen que abandonar sus viviendas a las seis de la mañana del jueves. En la zona hay dos guarderías, tres colegios, un supermercado, paradas de transporte público. Todo debe evacuarse durante unas horas. Y así se hace. La Cruz Roja ayuda a las personas con problemas de movilidad. Se habilitan locales cercanos para quien no tenga donde pasar el día.
Siempre hay alguien que se resiste y no es raro que la policía tenga que aporrear alguna puerta. A veces un helicóptero con cámara térmica sobrevuela la zona para detectar presencia humana. Pero esta vez, como casi siempre, la operación se desarrolla sin un problema. Los berlineses están muy acostumbrados a las evacuaciones por las bombas sin explotar de la II Guerra Mundial, dice con una sonrisa Dietmar Püpke, el jefe de los artificieros de la policía de la capital. Una o dos veces al mes, de media, hay que evacuar barrios enteros porque ha aparecido un proyectil estadounidense, británico o ruso durante unas obras. Los aviones de los Aliados dejaron caer una lluvia constante de bombas durante los seis años que duró la contienda sobre Dresde, Hamburgo, Colonia, Fráncfort… Pero sobre todo en Berlín, la capital del Reich, donde se concentraban muchas fábricas de armamento y donde se libró la batalla final.
Se calcula que los Aliados lanzaron desde el aire 1,9 millones de toneladas de proyectiles en su intento de destruir la industria alemana y desmoralizar a la población. Entre el 10% y el 15% de esas bombas no llegaron a explotar, explica Püpke en un barracón del complejo policial en Heiligensee, al norte de la ciudad, que acoge, casi a modo de museo, bombas desactivadas a lo largo de las décadas por sus predecesores. Destaca, por impresionante, una de color verde, de más de dos metros de alta, con su propio cartel: “Desactivada el 25 de febrero de 1961″. La encontraron en una calle de Moabit, un barrio céntrico de la capital, que se salvó de una colosal potencia destructiva: es una de las famosas Blockbuster de la RAF (aviación británica), de 1.800 kilos de peso, de los que casi tres cuartos era carga explosiva.
El jefe de los artificieros muestra otra foto histórica. Está tomada desde un avión aliado, para documentar la destrucción que habían provocado sus fuerzas aéreas. “No hay que fijarse en los cráteres, eso indica que las bombas explotaron; son esos pequeños puntos negros los que todavía hoy pueden darnos una pista de dónde cayeron los proyectiles durmientes”, explica.
Solo en los cielos de Berlín se documentaron 378 ataques aéreos de las fuerzas aliadas, que lanzaron más de 45.000 toneladas de material explosivo. Con esos datos, y haciendo un cálculo conservador respecto al porcentaje de proyectiles no detonados, la conclusión de las autoridades de la capital es que tienen por delante décadas de trabajo. ¿Cuántas? Imposible saberlo. “Creemos que todavía quedan alrededor de 4.600 bombas sin explotar en el subsuelo de la ciudad”, señala este hombre de 58 años, con 20 dedicados a este arriesgado oficio. Una peligrosa herencia que, ocho décadas después de la mayor contienda militar de la historia, sigue amenazando a la población civil.
El canciller alemán, Olaf Scholz, se refirió a ella esta semana cuando le preguntaron su opinión sobre las bombas de racimo que Estados Unidos ha decidido enviar a Ucrania. Alemania, firmante de la convención que las prohíbe, “ni comprará ni utilizará” esa munición, dijo, y recordó que no solo las ciudades, sino también los campos alemanes siguen llenos de bombas, un auténtico desafío en caso de incendio. “Nuestra preocupación está muy justificada”, subrayó.
La desactivación de bombas dormidas ha creado todo un negocio en Alemania, porque no solo los cuerpos de bomberos y policías se encargan de localizarlas y desactivarlas, sino que también han surgido empresas dedicadas a esas tareas. Antes de empezar cualquier trabajo en el subsuelo hay que asegurarse de que no hay un proyectil esperando amenazante el golpe de una excavadora. Los artificieros funcionarios no darían abasto si tuvieran que encargarse ellos solos de ese control. El equipo de Püpke está formado por 20 personas, que se forman con distintos cursos durante varios años. Prácticamente, cada día atienden algún aviso, porque no solo hay bombas de varios centenares de kilos. En los jardines o los campos de juego siguen apareciendo granadas de mano, minas antitanque, piezas de artillería rusas…
Estos días los hombres de Püpke han estado especialmente atareados. Solo unos días antes de la bomba de Marzahn había aparecido en un solar en construcción otra en Lichtenberg, de donde hubo que evacuar a casi 8.000 personas durante varias horas. Ingrid Gauert, de 80 años, contó cómo mataba el tiempo en el gimnasio del instituto Philip Reiss antes de que le permitieran volver a su casa: “He conocido a gente agradable, pero ojalá hubiera algo para beber; con las prisas no he podido llevarme nada”, se lamentaba a la televisión local RBB: “Si se alarga mucho, dormiremos aquí en colchonetas. Somos niños de la guerra; sabemos de qué va esto”.
La bomba de Lichtenberg, de 100 kilos y fabricación rusa, fue fácil de desactivar en el lugar. Otras veces no es posible, y los artificieros tienen dos opciones: si están muy deterioradas no hay más opción que detonarlas de forma controlada allí donde aparecen; si los expertos determinan que es seguro el traslado, las llevan a su cuartel general, un paraje recóndito rodeado por alambradas en pleno bosque de Grunewald, a las afueras de Berlín. Varias veces al año se juntan los proyectiles encontrados y se hacen explotar de forma segura.
Con el paso del tiempo, cada vez se vuelve más peligroso manipular algunas de las bombas que aparecen varios metros bajo la superficie de la ciudad. El agua y el barro las han ido pudriendo, de forma que cualquier roce o movimiento puede activar la espoleta de retardo que en su momento falló. Los artificieros cuentan con técnicas cada vez más avanzadas, como la de la sierra con agua a alta presión, que ya les ha permitido cortar y extraer varios detonadores. Los accidentes mortales han sido raros en estos 80 años, pero ocurren.
En una pared de la sala donde se acumulan proyectiles de varios orígenes y épocas, incluso de la I Guerra Mundial, el equipo de Püpke conserva un recorte de periódico de 1994. “El peor accidente mortal en Berlín”, dice sacudiendo la cabeza. Una excavadora que movía tierras en un solar de Friedrichshain, uno de los distritos más densamente poblados de la capital, se topó con un artefacto de 500 kilos, que explotó y mató a tres personas. En las fotos se aprecia cómo destrozó la fachada del edificio contiguo. Püpke recuerda también otro caso que pone los pelos de punta. En los años ochenta, en plena zona residencial de Neukölln, una bomba estalló de forma espontánea justo junto a un colegio. “Fue una suerte enorme porque estaban de vacaciones; nadie resulto herido”, explica.
El accidente más grave
El accidente que todavía perturba a los artificieros de Alemania es el que se produjo en el centro de la histórica ciudad universitaria de Gotinga, en Baja Sajonia, en 2010. Durante unas obras, las máquinas encontraron un proyectil de fabricación estadounidense de 500 kilos de peso a siete metros de profundidad. El desalojo de las más de 7.000 personas no había terminado cuando, de forma inesperada, la bomba estalló. Tres artificieros que empezaban a preparar el trabajo murieron.
Püpke asegura que no tiene miedo en su trabajo. “Respeto, sí”, concede. Ya desde niño le fascinaba desmontar objetos, saber cómo funcionaban, y, habiendo nacido en Berlín, como atestigua su acento, las bombas de la II Guerra Mundial siempre le habían llamado la atención. Se enfrenta a cada misión, dice, con una mezcla de conocimientos técnicos e instinto. Desde el barracón de al lado se oyen de vez en cuando los gritos de los agentes ensayando cómo reducir a un detenido violento. Püpke se encoge de hombros y señala a la pared: “Al final esto no es más peligroso que el trabajo policial ordinario”.
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