El debate | ¿Cómo afrontar el racismo en España?
Los ciudadanos que no son blancos viven situaciones de rechazo que van de lo más cotidiano a la relación con las administraciones. Para abordar las soluciones hay que asumir primero que no es una cuestión anecdótica sino estructural
En España existe la discriminación racial, por mucho que se le quiera dar la espalda. Históricamente, el objetivo de ese rechazo fueron los ciudadanos gitanos y los de origen norteafricano. Las sucesivas oleadas de inmigrantes no blancos han ido conformando un país multirracial en el que, sin embargo, pervive un racismo que se manifiesta en el lenguaje, la cultura y las instituciones.
María Fernanda Ampuero, escritora ecuatoriana que lleva 20 años viviendo en España, retrata el racismo desde su experiencia personal; y Rita Bosaho, la primera mujer negra que llegó al Congreso, expone la responsabilidad de las instituciones en este problema.
Veinte años esperando que este país sea mío de verdad
MARÍA FERNANDA AMPUERO
Hace casi 20 años, cuando llegué a este país, una de las cosas más aterradoras —entre todas las cosas aterradoras que imagina, siente y vive una inmigrante indocumentada que, además, tiene rasgos sospechosos— fue descubrir que nosotros, los últimos en llegar, los “panchitos”, “sudacas”, “ilegales”, no éramos los más odiados por la sociedad; que había un desprecio fermentado, una fosa común de odio añejo, hacia el pueblo gitano. Lo descubrí rápido: en los chistes, los refranes, los comentarios, la forma en la que televisión explotaba sus muestras de dolor, hacía zoom en su precariedad, ponía signos de exclamación sobre su raza si alguno delinquía. Es decir, metía a todo el pueblo gitano —más de 700.000 personas— en un mismo saco de bichos y serpientes.
En diciembre de 2022, el periodista Óscar Civieta publicó un artículo en La Marea titulado “La discriminación hacia el pueblo gitano aumenta en las redes sociales”. En esa nota, cita las frases que encontró en la cloaca anónima de internet. Son espeluznantes: “No merecéis respeto, sois peor que las ratas”, “lo que deben hacer en ese barrio es quemarlo entero”, “putos gitanos, ratas de mierda sin domesticar. Cucarachas”, “napalm sobre toda la barriada” o “qué ganas de matar gitanos”.
Yo, que no tenía papeles, que hablo como latinoamericana, que tengo unos rasgos no ibéricos y que estaba tan lejos de todo lo que llamaba hogar, pensaba en lo difícil que sería para mí hacerme un hueco en una sociedad que detestaba con tal desparpajo a sus compatriotas, a gente con DNI español, a los suyos, pues.
Cuando me preguntaban si había racismo en este país, recordaba las generalizaciones sobre los hombres y las mujeres gitanas que tan naturales, tan incuestionables, les parecían a los españoles. Luego escuché las que nos dedicaban a nosotros y nosotras. Muchos pensaban —¿piensan?— que somos más tontos, más manipulables, más vagos, menos higiénicos, más bulliciosos. Otros, los que intentan deconstruir su racismo, creen que somos una versión parecida, pero de menor calidad. O sea, creen que las personas que venimos de ese delirio de identidades llamado América Latina, millón y medio para ser exactos, somos todos iguales.
Llevo casi 20 años en este país y sigo teniendo problemas para alquilar por mi acento. “No porque vosotros vivís de a 20″, me dijo una vez una señora. ¿Quiénes son ese vosotros del que me habla? ¿Los ecuatorianos, los latinos, los inmigrantes? Cuando estaba casada, en cambio, era fácil. Mi ex, de acento adecuado, era quien hacía las llamadas luego de que a mí me dijeran una y otra vez que ya estaba alquilado.
Tuve techo porque vivía con una persona que pronunciaba la zeta y la ce.
Me separé de esa persona y me separé, a la vez, del cobijo protector de su acento.
Cuando llegué de mi país, Ecuador, tuve que inventarme una hoja de vida en la que apareciera lo que se esperaba de una mujer inmigrante con mi nacionalidad: que supiera cocinar, limpiar y cuidar niños o mayores. Ese era nuestro lugar y ay de la que quisiera saltárselo, intercambiarlo, desconocerlo. En esa hoja de vida, que aún debo tener guardada, no aparecía mi carrera, mis gustos, mi vocación. No aparecía yo, sino la idea de lo que tenía que ser yo.
El día en el que me dieron el permiso de residencia, me senté en la acera frente a la Oficina de Extranjería y lloré: ya podía tener un contrato de móvil, cuenta de banco, abrirme camino en lo mío, homologar mi título universitario. Podía, maravilla de maravillas, visitar a mis padres en Navidad y volver a España, donde estaba mi hogar. Podía, además, matar al puercoespín que se me formaba en la garganta cada vez que veía a un policía. El número que empezaba por equis, creía yo, venía a decir: para nosotros ya eres una persona. Pero no, tu voz suena como suena y tu cara se ve como se ve. Tengas papeles o no los tengas.
Por eso, cuando a este artículo le aparezcan comentarios como “vete a tu puto país, aprovechada”, “encima que os dejamos vivir aquí”, “rata de mierda”, “maldita panchita”, volveré a preguntarme si este lugar, donde están mi casa y mis afectos, será algún día mío de verdad.
Lo que se puede hacer con el racismo institucional
RITA BOSAHO
Lo primero que hay que hacer para luchar contra el racismo es reconocer su existencia y abrir con ello un amplio y profundo debate. Negarlo es ir en la dirección contraria al avance de los derechos humanos. El racismo no es un invento; existe como opresión. Los que lo vivimos en persona lo señalamos desde que adquirimos la conciencia para ponernos las gafas antirracistas.
Lo primero es situar un punto de partida que oriente la política. Este lo proporciona el Plan de Acción de la Unión Europea sobre el Antirracismo para 2020-2025, donde se afirma que el racismo es estructural y está presente en todos los ámbitos. El marco europeo reconoce que existe el racismo como un problema estructural.
Es difícil entender qué es exactamente racismo porque se materializa en hechos que son negados por la institucionalidad, que es el primer operador que alberga en sus cimientos el racismo estructural, sistémico. Es algo que va más allá de las actitudes individuales. Tener a una ciudadana viviendo 25 años en el país y generar una maraña burocrática que provoca una irregularidad sobrevenida es racismo institucional. Como lo es que se tarde 20 años en convalidar los títulos que permitan una vida laboral. También es racismo que un niño nacido en España no sea español por razón de sus padres.
En la cúspide de la pirámide de la materialización del racismo se encuentran las instituciones y un esquema de jerarquía racial reproducida a través de lógicas deshumanizadoras. Estas actúan como marcadores que sitúan todo lo que representa Europa, política y económicamente, en la “zona del ser” que teorizó el filósofo afrodescendiente Frantz Fanon, en oposición a la “zona del no ser” en la que habitan los oprimidos.
En el año 2018, cité en el Congreso de los Diputados las recomendaciones del informe realizado por el Grupo de Trabajo de Expertos sobre Afrodescendientes de la ONU para poner fin a los controles policiales basados en los perfiles raciales.
Esta intervención se debió a una agresión que había sufrido un chico afrodescendiente en la estación de Atocha en Madrid. En el informe se lee que “la población negra corre el riesgo de ser señalada 42 veces más a menudo en los puertos y en el transporte público, simplemente por el color de su piel”. Asimismo, señala que la discriminación racial está presente en todos los ámbitos de la sociedad española, desde los centros escolares, hasta el mercado de trabajo, pasando por la vivienda, la sanidad y otros servicios sociales.
Según el informe, no solo se habían hecho controles basándose en perfiles raciales, sino que además se mostraba la tendencia a denunciar cada vez menos la discriminación, por miedo a sufrir represalias. En un estudio del Ministerio de Igualdad de 2020, solo el 18,2% de las personas que había experimentado discriminación racial el año anterior había denunciado.
La solución debe empezar en las instituciones. La Ley Orgánica contra el Racismo, que redactamos en 2022, sigue pendiente de ser debatida. Necesitamos que las instituciones se descolonicen y abandonen su mirada condescendiente, para dejar atrás el racismo colonial, desplegando mecanismos que favorezcan el antirracismo institucional. Por ejemplo, es necesaria la formación antirracista en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y recoger datos por origen étnico para reconocer la opresión racista. También se debe pedir perdón, reparación y reconciliación al pueblo gitano.
Los poderes públicos deberían abrir de manera urgente el debate sobre el racismo con carácter de Estado, a la vez que promover en la legislación y la política pública el reconocimiento y justicia social para las comunidades que lo viven. Este reconocimiento de Estado debe pasar por un compromiso firme de contar con la representación de las minorías étnicas en todos los ámbitos.
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