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COLUMNA
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Los otros españoles

Ignorar las tensiones que crea la inmigración es un error, pero son solo una parte y no la principal de lo que representan los nuevos ciudadanos

Ecuatorianos residentes en España votaban en Madrid en las elecciones de su país de septiembre de 2019.
Ecuatorianos residentes en España votaban en Madrid en las elecciones de su país de septiembre de 2019.Carlos Rosillo
Jordi Amat

Con el cambio de siglo, el paisaje demográfico en España empezó a adquirir una nueva tonalidad. Si hasta el año 2000 la población inmigrante no representaba ni el 5%, en 2022 llegó a ser del 15%. Esta transformación ha sido tan considerable porque no se ha circunscrito a un único ciclo económico, los tiempos de vino y rosas del boom de la construcción y la burbuja financiera. Durante el año anterior a la pandemia había llegado tanta inmigración a España como en el pico de la primera década del siglo: si en 2007 tuvimos casi un millón de nuevos habitantes procedentes del extranjero, en 2019 fueron 900.000. Esta dinámica, cuyo principal acelerador es hoy la reagrupación familiar y de origen latinoamericano, no cambiará. Las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística prevén que se sumará a la población española un saldo neto de medio millón de personas por año. A pesar del crecimiento natural negativo, dada la estructural fecundidad subterránea, en una década seremos unos cinco millones más. Nuestro país, cuyo tardío acceso al bienestar en parte fue posible gracias a la emigración a países europeos más desarrollados, es lo que nunca había sido en su historia contemporánea: un país de acogida de inmigrantes internacionales.

Como constata el International Migration Outlook 2023 de la OCDE, presentado a finales de octubre, el paisaje demográfico en España ha cambiado con mayor rapidez que en otros países. Pero ya nos ocurre lo que a otros. “En muchos países de la OCDE, la migración de tipo permanente fue mayor en 2022 que en cualquiera de los 15 años anteriores. Este fue el caso de Canadá y Nueva Zelanda, y de muchos países europeos de la OCDE (por ejemplo, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Irlanda, Luxemburgo, Países Bajos, Reino Unido y Suiza)”. Esa progresión continuará, y los expertos reiteran que no existe la fórmula perfecta para dar respuesta a esta realidad compleja. Ignorar las tensiones que crea es un error, porque surgen las condiciones para simplificar la realidad focalizándola en la inmigración irregular, la inseguridad en barrios pobres o problemáticas derivadas del reto de la integración. Así se inocula el miedo a una ciudadanía que siente que vive en una Europa en declive y que puede desear, en la falaz lógica nacionalpopulista, que en la globalización sea posible un repliegue para blindar en el mar y las fronteras un bienestar menguante. Y no. Las tensiones existen, pero son solo una parte y no la principal de lo que representan los nuevos españoles. Escuchar su testimonio, tan poco presente en la conversación pública, protege de la tentación xenófoba. También entender cómo evoluciona el paisaje demográfico y cuáles son las consecuencias de la incorporación de los otros españoles al mercado laboral.

Señalan las investigadoras Adsera y Valdivia en el citado informe que el comportamiento de las familias inmigrantes en la procreación desempeña un papel más limitado de lo que tendemos a pensar en el contexto del envejecimiento de las sociedades occidentales. Hay diferencias, pero no tan relevantes. Aunque en 2021 el primer hijo de las mujeres nacidas en el país se tenía de media a los 32,1 años y las nacidas en el extranjero los tenían a los 29, con el tiempo la conducta reproductiva tiende a converger con el patrón dominante en el país de acogida. Pero, como certifican diversas investigaciones, el volumen de mujeres inmigrantes supone una contribución indirecta y significativa en la natalidad. Allí donde políticas sociales y familiares están poco desarrolladas, donde los servicios de cuidado infantil son escasos (el informe señala a Italia y a España), el empleo de mujeres migrantes en los servicios domésticos y de cuidados facilita la reincorporación al trabajo tras el parto de las madres con alto nivel educativo. Sin esas otras españolas, gracias a que en muchos casos compartimos idioma, la conciliación sería aún mucho más complicada. Y su incorporación al mercado laboral, a la vez, reduce la brecha laboral entre mujeres y hombres. Son esos equilibrios los que posibilitan buscar la cohesión de una sociedad en transformación.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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