El envenenado debate de la inmigración
Los expertos advierten: la extrema derecha ha conseguido simplificar una discusión en la que factores cruciales, como el económico, se difuminan ante lo identitario. Todo esto se refleja en el CIS y en la calle, donde los extranjeros dicen sentirse más hostigados
El 4 de julio, el portavoz parlamentario del PP, Miguel Tellado, propuso que el Gobierno desplegara fragatas en torno a las costas africanas para impedir que las pateras llenas de inmigrantes salieran al mar. Esa misma mañana, el portavoz socialista, Patxi López, le replicó desde los pasillos del Congreso: “¿Qué será lo próximo? ¿Bombardear cayucos?”. Ha habido más días, pero ese sirve de ejemplo. Los especialistas advierten de que el omnipresente debate público sobre la inmigración, empujado hacia los extremos por la extrema derecha, ha degenerado en un toma y daca sin matices. También, que esta discusión sin mucha sutileza ha llegado a la calle: el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) refleja la creciente importancia que la población otorga a la inmigración. Las mil caras del fenómeno se resumen, con demasiada frecuencia, en cómo blindar una frontera, ya sea la de Canarias, la del Mediterráneo o la del Río Grande.
Anna Terrón, ex secretaria de Estado de Inmigración con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y experta en el asunto, recuerda que la cuestión de la seguridad y de cómo reforzar el muro separador (“¿Quién no quiere una frontera segura?”) es solo una de las aristas, la más llamativa pero no la más importante. Porque más allá de eso, está el meollo: la rueda de la economía. “¿Qué mercado de trabajo queremos? Hay quien mira para otro lado y no ve, por ejemplo, que buena parte del sistema de cuidados reposa en manos de inmigrantes. Claro, que es más fácil poner un guardia en la frontera que se vea bien que mandar un inspector de trabajo a cada una de nuestras casas para ver quién de esos inmigrantes tiene contrato y quién no, quién está explotado y quién no. Sería una medida mucho más efectiva que la del guardia y traería más orden al sistema, pero también es más complejo, menos vistoso, menos popular y menos beneficioso desde el punto de vista electoral”, explica.
Delmi Galeano, una peleona inmigrante salvadoreña que lleva doce años en España, portavoz de Sedoac, una organización encaminada a defender los derechos de las empleadas de hogar inmigrantes, cuenta el asunto desde su punto de vista: “Claro que harían falta muchos más inspectores de trabajo. Muchos. Por ejemplo: todas las semanas hay mujeres mayores inmigrantes que trabajan de internas en casas y que, en su día libre, se van a dormir al aeropuerto de Barajas. Lo hacen porque no tienen dinero para pagarse una habitación porque a ellas les pagan menos de lo que les corresponde y porque, si se quedan en la casa, aunque sea su día libre, las obligan a trabajar. En el aeropuerto se sienten seguras porque hay policías y no tienen miedo de que nadie vaya a molestarlas. A la mañana siguiente, regresan a la casa de los señores. Y así”.
En la semana del viaje de Pedro Sánchez a Mauritania, Gambia y Senegal para tratar de contener la llegada de cayucos a Canarias, el pimpampum político no ha cejado: a la propuesta del presidente del Gobierno de estimular la inmigración circular (el emigrante en teoría llega, trabaja en algo determinado y se vuelve) el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, respondió que eso animaba al “efecto llamada”. Y Tellado que lo que había que hacer era imitar al canciller socialdemócrata alemán Olaf Scholz, partidario, según Tellado, de “deportaciones masivas”. Las deportaciones masivas, como denuncian los especialistas, están sencillamente prohibidas por el derecho internacional. Además, según señala Terrón, son impracticables, nada factibles: “Tú no puedes coger a 20.000 tíos y ponerles… ¿dónde? ¿dónde los llevas?”.
Blanca Garcés, investigadora del área de Migraciones del centro de análisis Cidob, alerta contra la tendencia a convertir la inmigración “en un arma arrojadiza en política, con lo que todo se convierte en un debate simbólico y vacío de contenido”. Y apunta también algunas de las medidas, varias de ellas adoptadas por el Gobierno, que, a su juicio, resultan, cuando menos, poco eficaces: “El retorno del que habla Sánchez de inmigrantes irregulares es complicado de llevar a cabo. Se habla de la contratación en origen. Eso era fácil y muy efectivo en la Alemania de los 60, cuando había grandes empleadores, fábricas con mucha capacidad de contratación. Pero ahora, con empleadores pequeños, el empresario no contrata en origen: un agricultor de Almería recurre al inmigrante que tiene a mano, al que ya está ahí. Y como estas medidas no dan un resultado inmediato ni muy amplio, pues el Estado carga con una imagen de que no responde, de que falla, y eso es lo que aprovecha la extrema derecha, que a su vez alimenta la bola. Por eso es difícil salir del bucle”.
Vox ha convertido el rechazo a la inmigración en su principal bandera política. “Abascal pegó el salto gracias al independentismo catalán, con lo de España se rompe. Pero ahora que España no se rompe tanto, han necesitado cambiar de estrategia. Y ahí estaba la inmigración”, explica Xavier Rius, periodista e investigador especializado en la extrema derecha española. El golpe táctico de Vox ha acabado arrastrando al PP. El pasado 4 de abril, la formación de Santiago Abascal fue la única en votar contra la admisión a trámite de una iniciativa legislativa promovida por organizaciones sociales para regularizar a los cientos de miles de inmigrantes que viven en España. El PP votó a favor. Casi cuatro meses después, la situación había cambiado: el 24 de julio PP votó en contra de la reforma de la ley de extranjería para obligar a las comunidades autónomas a acoger a menores inmigrantes cuando una de ellas esté sobresaturada, como le ocurre ahora a Canarias. Entre medias, en la campaña de las elecciones catalanas, se sucedieron declaraciones sintomáticas de Feijóo en las que relacionaba la inmigración con la delincuencia y la ocupación de viviendas: “Pido el voto a los que no admiten que la inmigración ilegal se deje en nuestras casas, ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestras propiedades”. Todo esto aleja a los dos principales partidos de alcanzar un pacto de Estado sobre la materia.
Paralelamente, la inmigración ha ido escalando puestos entre las preocupaciones de los españoles. El barómetro del CIS de junio la colocaba en el puesto noveno. Solo un mes después, ya se encontraba en el cuarto lugar de la clasificación de los grandes problemas del país entre los encuestados, impulsada por la crisis canaria de los menores, la imagen repetida en televisión de barcazas abarrotadas de personas desfallecidas por la travesía llegando a El Hierro y, por supuesto, la subida de revoluciones del debate político.
En lo que va de año han entrado a España irregularmente por Canarias y por las fronteras europeas 31.155 personas. Los expertos recalcan que la cifra constituye solo un 5,6% de los extranjeros que se han instalado en España entre abril de 2023 y abril de 2024. Y un 0,06% del total de la población. El resto de los que han llegado son en su mayoría latinoamericanos que ingresan como turistas y que, tras 90 días en España, quedan en situación irregular. Así llegaron las señoras conocidas de Delmi que duermen en el aeropuerto. También se incluyen en esta cifra las reagrupaciones familiares, los refugiados ucranianos que se cuentan por decenas de miles o los extranjeros descendientes de españoles que se nacionalizan, entre otros.
Un informe de marzo de 2022 de la asociación Por Causa, especializada en inmigración, sostenía que a finales de 2020 vivían en España cerca de 500.000 extranjeros sin papeles. Es una cifra indemostrable. Pero no lo es que la cifra engorda o adelgaza según el mercado de trabajo. De hecho, en 2013, coincidiendo con la crisis económica, era casi inexistente, según este estudio: la inmensa mayoría se había marchado. El informe arroja más datos relevantes: seis de cada 10 inmigrantes irregulares en la actualidad son mujeres; siete de cada 10 son latinoamericanos; de África procede solo el 11%; el 27% de todo este hipotético medio millón de personas trabaja en el servicio doméstico, y el 24%, en la hostelería.
Pero la inmigración, tanto en España como en el resto del mundo, se ha convertido, en palabras del especialista holandés Hein de Haas, en el gran chivo expiatorio. De Haas, autor del libro Los mitos de la inmigración (Península 2024). “Hay un descontento extendido y creciente entre la población: aumenta la precariedad, la vivienda cada vez está más cara e inaccesible, los sueldos son escasos, la desigualdad se dispara… Y para los políticos es muy fácil señalar a un culpable, que es el inmigrante. Si además el político consigue que el inmigrante dé miedo, podrá aparecer ante el votante como salvador”. De Haas asegura que ha pasado largas temporadas en Marruecos y en Senegal y ha hablado con muchos jóvenes que saben que en España, por ejemplo, van a encontrar trabajo. “Todo el mundo lo sabe. Ellos lo saben. Nosotros lo sabemos, Hay trabajos que no quieren hacer los españoles. Hay una gran hipocresía en todo”.
El experto holandés asegura que hay dos grandes beneficiarios con la inmigración: “Los primeros son los propios emigrantes. Los segundos, en países como España, son los miembros de la clase media y alta. Los empresarios que pueden contratarlos, los que pueden pagar para que los inmigrantes se ocupen de sus hijos o de sus padres mientras ellos llevan a cabo un trabajo más atractivo y mejor remunerado. Los que no se benefician para nada de la inmigración son los miembros de la clase baja y, paradójicamente, los emigrantes que ya están en el país”. ¿Y la afluencia de emigrantes abarata los trabajos, hace que bajen los sueldos? “Ese es uno de los mitos de los que hablo en el libro. No hay ninguna evidencia científica de que sea así. El impacto de la inmigración en la economía nacional de un país es pequeño. Eso sí: es desigual, porque los de la clase baja no se benefician de ella en absoluto. Incluso pueden padecerla si viven en barrios segregados. Es como si el pastel de la economía fuera más grande gracias a la inmigración pero las porciones de los pobres siguieran siendo del mismo tamaño para cada uno”. Y concluye: “La única manera de solucionar esto es regular el mercado y promover los servicios públicos”.
Gemma Pinyol-Jiménez, directora de migraciones en el centro de estudios Instrategies, va un paso más allá: “Ha cambiado el paradigma que nació en los años 20 del siglo pasado: ya no hablamos tanto de derechos y de desigualdad y más de identidad. Por eso la izquierda tiene que repensar cómo se acerca de nuevo al que era su votante habitual”. Y añade: “La democracia está en jaque y la emigración es un medio para acosarla. Solo hay que fijarse en Orban, en Hungría, que ataca todo el tiempo la emigración cuando en su país no existe”. “Así que”, prosigue la especialista, “esto no va ya solo de inmigración, esto va de democracia y de qué instrumentos nos dotamos para luchar contra las desigualdades. O si, al contrario, empezamos a segregar a una parte de la población tras decidir que otras personas, por haber nacido en otro sitio, tienen menos derechos o no se merecen otra vida”.
La polarización progresiva del debate no sale gratis. La efervescencia de las declaraciones políticas y el hecho de mantener siempre un dedo acusador es peligroso. Delmi Galeano, la inmigrante portavoz de Seodac, que dejó su vida de abogada en El Salvador para limpiar casas y servir mesas en bares y restaurantes en España porque ganaba más dinero, lo explica a su modo: “Desde hace meses hay más hostilidad hacia el emigrante. Lo noto yo y lo notan mis amigas. Y eso por esos vídeos de tik-tok, por esa gente de extrema derecha que sale en la televisión hablando de nosotros. Ahora es mucho más normal que alguien en el metro te insulte o se acerque a ti y te diga que qué haces aquí, que te vayas a tu país, que no quieren que vengas. No es que antes no lo pensaran. Pero ahora se sienten con derecho a decírtelo”.
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