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El desgarro de dejar a los hijos en El Salvador para limpiar casas en España: “Consolaba al hijo de otros si se caía, pero a mi niña, ¿quién la consuela?”

Delmi Galeano es una abogada salvadoreña que lleva 10 años trabajando de limpiadora y camarera. En El Salvador dejó a sus dos hijos, a los que ha dado una educación gracias a las remesas mensuales que envía. El precio es sentir que poco a poco pierde a su familia. Este es el relato de su vida, contado en primera persona, compartido por muchas otras migrantes que ven a su familia crecer en una pantalla de móvil

Delmi Galeano, esta semana en su casa de Alcorcón (Madrid).
Delmi Galeano, esta semana en su casa de Alcorcón (Madrid).Álvaro García
Antonio Jiménez Barca

—Hay días en que me digo: ¿Para qué carajo me vine? Otros que me alegro de haber venido. Y así.

Me acuerdo perfectamente del día en que tomé la decisión de venirme a España. Fue un viernes de hace 10 años. Mi marido se levantó, se fue al patio de la casa en San Salvador, yo me dije: ya se va a trabajar. Era abogado, pero no ejercía y no ganaba mucho. Yo tampoco: había perdido mi trabajo, también de abogada, por una enfermedad. Me levanté detrás de él. Lo encontré en el patio, con la cabeza pegada al muro. “¿Qué te pasa?”, le pregunté. “A ver”, me contestó, “hay solo 25 céntimos, tengo que ir a trabajar, no hay comida y están los dos niños”. Ese día llamé a mi hermano, que ya estaba aquí en España: “Gordo, es que no tengo ni para la comida. No puedo seguir así. Así que me voy”. “Pero, sabés a lo que venís, ¿no? Yo aquí no te voy a engañar, Delmi: venís a limpiar”.

A Daniela la dejé con un vestido rojo a lunares, con sus dos coletitas, era una mumuja de tres años. Eduardo se quedó sentado en un banco que teníamos en el patio. Él ya sabía. Tenía 11 años. Yo, 32. Mi idea era traérmelos, pero pronto vería que era imposible. Durmiendo en una habitación o de interna, ¿dónde los iba a meter? Además, mi pareja es un buen padre, pero me confesó que no tenía arte en las manos, que no valía para esto, para limpiar. Él quería venir a España, pero a otra cosa.

Llegué a Madrid un 27 de diciembre, con un frío que yo creía que era el aire acondicionado del aeropuerto que lo tenían mal puesto. Me dormí llorando y de la ansiedad y el miedo soñé que veía a mi papá parado en la puerta, que me decía: “Tranquila, Gorda”.

A los 10 días me salió un trabajo de interna en La Moraleja. Tenía que cuidar a dos niños. Itziar, de 10, y el otro, con dos añitos más que Daniela. Yo me decía: aquí estoy cuidando a dos niños cuando debería estar cuidando los míos. Lloraba de pena, de rabia, de culpa y de enojo. Consolaba al niño si se caía y pensaba: ¿y a mi niña quién la está consolando hoy? Les daba de comer y pensaba: ¿y mis hijos cómo están comiendo hoy?

En las mañanas de allí (son siete horas de diferencia) llamaba a mi marido y le pedía que me pusiera los niños al teléfono cuando se levantaban. Por lo menos que me oyeran. También solía despertarme a las dos o las tres de la mañana, que era la hora a la que llegaba el niño del colegio y llamaba, y cuando comprobaba que él estaba ya en casa, pues todo estaba bien, y me dormía más tranquila. Todavía hoy no soy capaz de hacer la videollamada del día sin llorar. Todavía hoy.

Obsesión con ganar dinero y no gastar

Tras La Moraleja fui a otras casas. A los cuatro años, me fui de interna a una casa en la calle de Velázquez: un casoplón. Gente muy buena, muy maja, muy generosa. De lunes a viernes, estaba de interna. Salía el viernes a las cuatro y, sin que lo supiera la jefa, me iba por el ascensor de servicio a limpiar otra casa dos pisos más arriba. Y salía de ahí y me iba de camarera a un bar en Alcorcón, hasta las tres o cuatro de la mañana.

En el bar trabajaba el viernes, el sábado o el domingo. Dormía en Móstoles en un sofá que alquilé en una habitación compartida por 180 euros. Y el lunes a las siete de la mañana ya estaba en la casa de Velázquez, con mi uniforme. Y así estuve un año, con la obsesión de ganar dinero, de no gastar y de mandar para allá. Ganaba unos 1.100 euros entre todo. Y me quedaba con lo justito. Llegué a robar comida. Me da vergüenza decirlo ahora, pero era así.

Los fines de semana, cuando no tenía dinero, que era casi siempre, me llevaba un filete de la casa de Velázquez que había congelado el miércoles. Así, supercongelado, me duraba en el bolso hasta el sábado o el domingo. O me llevaba una lata de atún, o una de esas de foie gras de La Piara.

Una amiga me ayudó con los boletos. Y me fui al Salvador. Habían pasado cinco años. Fue el viaje más largo de toda mi vida. El más impaciente. Eduardo tenía 16 años, se iba a graduar, y Daniela, ocho. Yo les mandé una foto un día antes, diciéndoles: “Así soy”. Pero cuando los vi, no me conocieron igual. Su padre los empujó hacia mí. “Es mamá”, decía.

Yo había cambiado muchísimo. Había adelgazado casi 30 kilos. Ellos también habían cambiado. Mi hijo me sacaba media cabeza. Y a Daniela la vi muy grande. Esos cambios no se ven en las pantallas. Abracé a Daniela y a Eduardo le pasé un brazo por encima. Dejé la maleta y las bolsas, dejé todo tirado y agarré a mis hijos y me puse a llorar, pero a llorar, llorar.

A la izquierda, los hijos de Delmi cuando ella se fue de El Salvador. A la derecha, cuando se reencontró con ellos cinco años después.
A la izquierda, los hijos de Delmi cuando ella se fue de El Salvador. A la derecha, cuando se reencontró con ellos cinco años después. Archivo familiar

Al principio fue bien allá. Pero luego, no tan bien. En la cena de graduación, en un momento, Daniela dijo: “Me voy a jugar con mis amiguitas”. Y se levantó y se fue. Eduardo se fue con sus amigos, el padre me dijo: “Voy a buscar a Daniela”. Y yo me quedé sola en la mesa. Ahí lo entendí todo. Me levanté y me puse a bailar sola. Por no llorar. Los había perdido. Yo ya no formaba parte de esa familia.

Ahí aprendes a valorar qué es lo que pesa más. Pensé quedarme, buscar trabajo, hablé con compañeras, con amigos. Incluso busqué para limpiar allá. Pero no había nada. Y cuando fui a montarme en el avión de vuelta, en el túnel ese, me quedé parada al lado de un cartel que decía: “Salvador, impresionante. Buen viaje”. La gente iba pasando y entrando y yo me quedé parada ahí. ¿Qué hago?, ¿me quedo?, ¿me voy?

Si me quedaba, todo lo que había sufrido aquí lo iba a tirar a la mierda. Me pude haber quedado y recuperar a mis hijos, mi vida, mi matrimonio, no sé. Pero, económicamente hablando, aportaba a mis hijos, les ofrecía algo, unos estudios que no iban a tener si me quedaba. Y además la vida que tengo aquí no la voy a tener allá, la libertad que tengo aquí no la voy a tener allá. Yo ya sentía que no pertenecía a allá. Yo había cambiado también. No solo eran los kilos de menos. La Delmi que ha vivido todo lo que ha vivido aquí no es la misma Delmi que vino de allá. Entré en el avión. Fui la última en entrar.

Depresión

Contacté con el Sedoac, la asociación de trabajadoras domésticas. Pero también volví a Velázquez, a limpiar la casa de arriba, a trabajar los fines de semana en bares y casas. Y en un año caí en una depresión tal que yo oía el timbre de casa y me escondía. Ya entonces vivía en Alcorcón, ya tenía una habitación. Pero no salía de la cama. Dejé los trabajos. Le escribí al padre de mis hijos y les dije que no tenía trabajo. Estuve así tres o cuatro meses. Solo salía el sábado para ir al Sedoac. Eso me ayudó.

Fue un colapso de todo: el cansancio, los niños, el dinero, y yo dije: todo a la mierda, que pase lo que tenga que pasar. Llegué a pensar en tirarme a las vías del tren y se acabó. ¡Me sentía tan sola! Estaba tan harta, tan cansada. Yo no era yo, no hablaba, perdí mi capacidad de socializar por ser interna, pasé tanto tiempo con la misma gente que hablar con otros ya me daba miedo y vergüenza. ¿Qué les ibas a contar a los otros? ¿Cómo lavaba los baños? Ahí es donde te arrepientes de todo y dices: pero, ¿para qué carajo me vine?

Otros días pienso que si me encontrara con la Delmi de la mañana esa del patio y de mi marido con la cabeza en el muro y tuviera que aconsejarla, le diría: “Te va a llevar putas, hija. Pero dale, vete. Vete”.

La psicóloga del Sedoac me ayudó. Me visitaba en mi casa. Me involucré más en la asociación. Me fui levantando, conseguí un trabajo de camarera en un bar cerca de Atocha, luego me fui a atender a un tetrapléjico. Encontré una pareja española. Me fui a vivir con él y con mi hermana. Dentro de dos meses asumiré la presidencia del Sedoac y ya no trabajaré más limpiando, sino de abogada, lo que soy, ayudando a otras mujeres que están pasando lo que yo, que también han dejado a sus hijos allá. Eso me hace muy feliz.

Pero todavía hay veces que digo: ¿para qué carajo me vine? Me duelen mis hijos. Yo ya no quiero tener hijos, porque ya tuve dos y no pude criarlos. Siento que les faltaría el respeto si tuviera otro aquí. Si yo no me hubiera venido no estarían como están, no tendrían la educación que van a tener y que les va a servir. Pero la relación se difumina y se borra. Ya no es igual que antes.

Eduardo García Galeano, hijo de Delmi, en la actualidad, en San Salvador.
Eduardo García Galeano, hijo de Delmi, en la actualidad, en San Salvador. Archivo familiar

Daniela tiene ya 13 años. A veces me cuenta, a veces no. Eduardo tiene 21, estudia en la universidad, con los años ya va entendiendo, me ha dado la razón en muchas cosas, pero no terminamos de encajar. Ellos están allá, en su mundo, en su vida, y yo estoy acá, en el mío, en mi vida. Algo se rompió. Aunque estemos ahí no estamos. Ellos se sienten solos, yo me siento sola, pero no somos capaces de hablar entre nosotros.

Me encantaría volver a verlos, pero sigue habiendo un problema de dinero. Sigo siendo una mileurista y de lo que gano, van seiscientos y pico para allá cada mes. Así que, ¿de dónde saco para los boletos? Me gustaría tener las fuerzas que tenía cuando vine y poder cargar tres o cuatro trabajos, pero ya no me da el cuerpo. Ya no. Ellos también quieren venir de visita. Pero no se van a quedar: no quieren dejar solo allá a su padre.

“Llegué a creer que mi mamá se fue por mi culpa”

“Cuando mi mamá me dijo que se iba a España me quedé sorprendido, porque no me lo esperaba y porque cuando mi mamá dice algo siempre lo cumple. Dijo que se iba a ir y no le tomó ni 15 días hacerlo. Yo hasta me reí: "¿Cómo te vas a ir si no han pasado ni 15 días?", le pregunté. Pero me enseñó la documentación y los boletos. De verdad que se iba a ir. Y se fue. Yo tenía 11 años.  

Todo se volvió complicado, porque yo llevaba viviendo con ella siempre, ella me recibía del colegio, me hacía la comida… Y pasé de eso, de contarle cómo me iba en el colegio a no hablar con nadie, pasé a estar solo, ya no tenía quién me recibiera en la casa, porque mi papá también trabajaba. Pasé también a cuidar a mi hermana, de tres años. Estaba con ella la mayor parte del tiempo. Le hacía la comida. Casi siempre cosas fritas. Como se cansó de cosas fritas, me propuse hacer macarrones. Pero no sabía hacerlos así que llamé a mi mamá, que ya estaba en España. Me lo explicó mientras limpiaba un baño en una casa de Madrid. 

Esos primeros días eran tristes, bien extraños. Uno quería decir que no importaba la distancia, pero la distancia se sentía. Y empiezas a pensar que tu mamá, pues eso, que ya no va a volver. 

Me acuerdo una vez, con 14 o 15 años, que estaba muy enojado en el colegio. Antes, cuando estaba enojado mi madre me calmaba. Pero esa vez me puse a pensar un montón de cosas. Y lo primero que pensé fue: y qué, pues si hasta mi mamá me abandonó, ¿qué se puede esperar de las demás personas?  

Yo llegué a creer que mi mamá se había ido por mi culpa, porque estudiaba en un colegio caro. Y yo pedía muchas cosas: un juego de video, un carro de juguete, un teléfono, y que aunque no estaban en condiciones de darme esas cosas, al final me las daban, así que pensé que la raíz de todo podía haber sido yo, por pedir tanto. También estaba molesto con ella, con mi madre, molesto con todo, con la situación, hasta con mi papá, con el colegio... Empecé a distanciarme de las personas, hasta que casi casi me quedé solo. Los únicos momentos en que me la pasaba tranquilo eran cuando me iba a jugar fútbol. Ahí iba solo, estaba solo, pero jugaba y me sentía bien. 

Era consciente de la cantidad de horas que trabajaba mi madre, pero por otro lado no me quería dar cuenta, no quería pensarlo. Mi mamá me decía muchos días: "Estoy muy cansada, estoy trabajando mucho". Y mi padre me decía: "Mira, tu mama trabajando como trabaja y tú perdiendo el tiempo". Pero no me ponía en sus zapatos, no lo pensaba mucho, no quería pensarlo. No quería imaginarme a mi mamá trabajando, llorando, no quería imaginármela limpiándole la caca a los viejitos de allá. Porque ella estudió. Me sentía impotente y culpable. Lo que quería era ayudarla. 

Ahora, con los años, lo entiendo y la entiendo. Si ella no se hubiera ido, mi hermana no habría podido estudiar donde estudia, ni yo haberme graduado en el colegio donde estaba. Ahora que trabajo y sé lo que cuesta ganarse el dinero, la entiendo. No a la perfección, pero sí que la entiendo. En realidad, no me abandonó. Y como ella dice: no lo vas a entender del todo hasta que no seas padre de familia. Pero yo no me iría dejando a mis hijos. Primero, porque no me veo teniendo hijos. Segundo, porque no tengo el valor que ella tuvo. A mí me ganaría el sentimentalismo.

Ahora estoy en la universidad. Termino en dos años. No tengo claro qué voy a hacer. Pienso en seguir estudiando, buscar un trabajo y sacar una maestría. Tal vez en otro país. Me gustan tres destinos: el primero es Argentina, luego es España y luego Japón”.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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