La vida sin descanso de Nelsi Ayala: limpiar casas 12 horas al día para ganar 1.200 euros
La empleada del hogar salvadoreña encadena en una jornada varios pisos y una oficina. Más de cuatro horas se le van en el transporte
El Gobierno inició el 10 de junio los trámites parlamentarios para mejorar las condiciones laborales de las más de 370.000 empleadas de hogar con contrato —sin regular hay 200.000— que se contabilizan en España. Cuando se terminen, nadie podrá despedirlas sin razón, como ocurre ahora, y pasarán a cobrar el paro si pierden el empleo, derecho del que carecen hoy. Nelsi Ayala, de 42 años, es una mujer optimista y fuerte, que llegó de El Salvador en 2007. En todo este tiempo solo ha vuelto a su país una vez: hace siete años, para traerse a sus hijos. Su día a día es una sucesión de casas por limpiar y largos viajes en metro. Lo que sigue es un ejemplo de una de sus jornadas laborales.
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Salir por el portal
Nelsi sale el lunes por el portal de su casa sonriendo, con su mochila Altius a la espalda. Vive, junto a su marido, jardinero, dos de sus hijos (17 y 19 años) y su cuñado, en un pequeño piso de Alcobendas. Hay que caminar un poco hasta la parada del autobús. Lo hace muy deprisa, braceando. Siempre camina deprisa. En la plaza, espera al 151, que la llevará, en 20 minutos más o menos, hasta la plaza de Castilla. Si tiene datos en el móvil, ve una película. Si no, mira por la ventana. Si hay tiempo, en la cafetería del vestíbulo del metro se toma un chocolate y una napolitana de chocolate. Zigzaguea por el pasillo del metro para adelantar a algunos viajeros y ganar minutos. A las nueve en punto, entra por la puerta de la primera casa de hoy.
Primera casa
Se trata de una vivienda amplia, de un matrimonio mayor, de clase media acomodada. Limpia, plancha, cocina la comida, la cena y lo del día siguiente. Nelsi lleva con este matrimonio casi cuatro años. Está contratada toda la semana, por 600 euros al mes, de 9.00 a 13.00.
Llegó a España desde El Salvador hace 15 años por una razón concreta. “Vine para pagar una deuda. Luego te cuento”, explica. Dejó a su marido y a sus tres hijos allí. Aterrizó un martes. Su madre, que ya estaba en España, le indicó que debía presentarse en una agencia regentada por una tal señora Petrita que daba trabajo a los inmigrantes sin papeles. Lo hizo y el sábado ya entró de interna en una casa por 700 euros al mes. “Lo peor es estar de interna”, aclara. Y añade: “Te despiertan a cualquier hora de la noche para que, por ejemplo, les hagas un té. Yo estaba todo el día disponible y el domingo, que tenía libre, me iba por ahí a vagabundear, a estar por la calle, a no estar en esa casa, yo qué sé”.
Con el matrimonio se encuentra a gusto. Cuenta que la tratan muy bien. Ella cumple a su vez porque no descansa ni un minuto. A la una en punto sale por la puerta en dirección a la boca de metro.
Comer en ruta
Camina casi corriendo, algo agobiada. Hay poco tiempo. Hoy toca ir hasta el metro de Puerta de Toledo: tres cuartos de hora, aproximadamente. La casa del martes por la tarde está en Noviciado, más o menos la misma distancia. La del miércoles por la tarde, donde solo plancha, también se encuentra en el centro de Madrid. Igual el jueves. Los fines de semana libra. Lleva casi los metros medidos. Si pierde uno, echa cálculos. Adelanta a casi todos los viajeros con su paso vivo. Sale del metro. En un banco a la sombra, en la Ronda de Segovia, se para, se sienta, abre su mochila Altius, saca un táper de frijoles y carne de la cena —y que ha calentado en el microondas de la casa de la mañana— y come aceleradamente. Bebe agua de una botellita de plástico que también lleva en la mochila. Tarda menos de 10 minutos. Siempre se para en el mismo banco. Daría igual otro, pero siempre elige el mismo. Es una costumbre. Termina. Guarda todo. Se pone en pie. Se dice: “Listo. Vamos.”
Segunda casa
A las dos menos cuarto entra en la segunda casa del día: un ático pequeño, recogido, de un profesional soltero. Pone música de vallenato en el móvil, que lleva en el bolsillo de atrás del pantalón. Aquí estará de dos menos cuarto a cinco menos cuarto. Empieza a limpiar desde el dormitorio y va avanzando en dirección a la puerta de salida. “Limpiar me gusta. Me gusta moverme, no quedarme quieta. Una vez me puse a trabajar en casa de una señora mayor. Iba todas las tardes. Y me decía que, en vez de limpiar, me pusiera con ella a ver televisión. El Sálvame. Oye, todos los días el Sálvame. La señora me quería para que le hiciera compañía, para comentar que si este del programa, que si ese... Aprendí a hacer ganchillo, crochet y de todo, a su lado, sin moverme. Pero no podía, ahí quieta, toda la tarde. ¡Uy! ¡La Belén Esteban me tenía… hostigada! No podía más. Me dije: yo me salgo de aquí porque me estoy enfermando”. A las cinco menos 20, la casa del soltero está impoluta. Desconecta el móvil. Deja de sonar el vallenato. Se coloca la mochila. Sale de la casa.
Una hora de viaje hasta el siguiente destino
De nuevo por la Ronda de Segovia, esta vez hacia arriba, pero sin parada en el banquito, con el paso acelerado de siempre. La misma sonrisa también. De nuevo el metro. Por delante, casi una hora de ruta hasta el barrio de Montecarmelo, muy al norte de Madrid, ya en las afueras, donde a las seis menos cuarto debe aparecer por la puerta para limpiar las oficinas. En el metro se coloca los cascos y pone una película grabada. Esta vez es Crash, un thriller algo explosivo que relaciona la excitación sexual con los accidentes de tráfico. “Me gustan las películas de acción. Las románticas no mucho. ¿Mis favoritas? Pues las de narcotráfico”, cuenta, y se echa a reír.
Ahora, sentada en el metro, atravesando Madrid, se acuerda de la historia de la deuda, que en el fondo es la historia de su vida: “En El Salvador yo vendía comida por las calles con un puestito. Mi marido, que había ido a la universidad, era técnico electromecánico. Un día decidió comprar un ordenador. A plazos. En dólares. Costaba 600. Pagábamos 35 dólares al mes. De los que 18 eran intereses. Pero no nos llegaba con lo que ganábamos. La deuda de ese ordenador crecía. Así que yo decidí venirme para acabar con la maldita deuda. Si no la hubiéramos tenido, a lo mejor no estaría yo aquí. Pero Dios decide. En seis meses pagué la deuda y pagué el dinero que mi madre, mi hermana y mi prima me habían dejado para el pasaje. En los siguientes seis meses ahorré para el pasaje de mi marido”.
Sus hijos tenían entonces tres, cinco y 13 años. Los abuelos paternos se comprometieron a cuidarlos. Nelsi y su marido tardaron siete años en reunir el dinero suficiente para regresar a por ellos. Durante todo ese tiempo habló, cada día, por videoconferencia, con cada uno de ellos. Les ayudó a hacer los deberes del colegio, les felicitaba los cumpleaños y les leyó las sagradas escrituras. Eso no impidió que el primer día del reencuentro, en El Salvador, la hija más pequeña, que tenía entonces 10 años, rechazara a su madre y se escondiera de ella con miedo tras las faldas de su abuela. A la hora de viajar a España, a los dos pequeños los engañaron, contándoles que iban solo de vacaciones, que permanecerían 15 días en Madrid y que después volverían. Al mayor, que ya tenía 20 años, un trabajo y una novia, no podían mentirle y no hubo forma de convencerlo: se quedó para siempre en El Salvador.
Limpieza en la oficina
Sale del metro en la estación Tres Olivos a las 17.40. Cruza una glorieta solitaria, un puente ruidoso que salva una autopista. Entra a las 17.45 en el edificio de oficinas y sin perder tiempo baja al garaje, se cambia en un pequeño vestuario, coge un carrito de limpieza y sube a la planta tercera, que es la de la editorial de libros jurídicos Lefebvre. Hoy disponen, ella y sus tres compañeras, de unos minutos libres que consumen hablando entre ellas. Nelsi aprovecha y se toma un chocolate de máquina que acompaña con unas galletas que saca de la mochila Altius. Después, a las seis de la tarde, se reparten toda la superficie y comienzan a trabajar. No quedan casi empleados. Todo el mundo se ha ido o está yéndose. Hay tardes en que, si están solas las cuatro, una de ellas cuelga del carrito un altavoz con reguetón. Si no, se conforman con oírlo a través de los cascos. Limpian las mesas, los tableros, las papeleras, las salas de reuniones, pasan un paño a todo, friegan el sueldo... A Nelsi le duele un brazo por la postura inclinada que emplea para quitar el polvo de las pantallas de los ordenadores.
Las intenciones del Gobierno pasan por que a fin de año se hagan efectivas las mejoras laborables de las 375.000 empleadas de hogar con contrato, entre las que cuentan Nelsi y sus tres compañeras. El 95% de todas las empleadas de hogar son mujeres. Y cuatro de cada 10 son inmigrantes. Este porcentaje es el mismo para las 200.000 mujeres que trabajan en situación irregular. Las bajas condiciones salariales del sector explican que el 34% de las familias de este más de medio millón de mujeres se encuentren por debajo del umbral de la pobreza, pese a la mejora que ha supuesto la subida del salario mínimo para ellas.
De vuelta al portal
Nelsi sale de la empresa a las nueve y media. En verano, si no hace mucho calor, el camino hasta el metro es casi agradable. En invierno, a esa hora, es noche cerrada. A Nelsi le gusta su trabajo. Ella está contratada, con vacaciones y pagas extras, por el matrimonio de las mañanas y por la empresa de por las tardes. Por su jornada laboral, todo incluido, gana al mes unos 1.200 euros, a los que se suman los 800 que gana su marido.
Habla bien de todos sus jefes actuales. Pero 15 años trabajando de empleada en decenas de casas con decenas de jefes dan para almacenar una colección de agravios, como el de la señora que le contaba las cerezas para que no se comiera ni una o el de la que la interrogó una tarde por un plátano que faltaba de la nevera. A la pregunta de si se arrepiente de haber emigrado, responde muy segura y muy seria que no, y añade que le pide a Dios solo salud para seguir trabajando al mismo ritmo imparable. A las 22.40 sale del metro. Cinco minutos después, regresa al portal de Alcobendas del que salió 14 horas antes, casi con el mismo paso veloz del principio, con la mochila Altius a la espalda y la misma sonrisa decidida.