Nicolás Maduro, el simulacro permanente
El presidente venezolano se ha reinventado y, desde el poder, ha convertido su ausencia de carisma en un talento. Dice y se desdice de cualquier manera y ante cualquier auditorio
A finales de abril de 2013, en el Festival de Lectura de Chacao, en Caracas, participé en una conversación con los escritores Rodolfo Izaguirre y Leonardo Padrón. La idea era que habláramos sobre la crónica periodística y su relación con la realidad. Apenas unos días antes, Nicolás Maduro había tomado posesión como presidente de la república. Su victoria por una estrecha ventaja (1,5%) sobre Henrique Capriles había generado controversias y denuncias de fraude. En algún momento de la charla, con el ingenio que lo caracteriza, Rodolfo Izaguirre dijo que Maduro le recordaba el cuento de la vaca en la copa de un árbol: “Nadie sabía cómo había llegado ahí. Nadie sabía cómo se mantenía. Pero todo el mundo sabía que se iba a caer”. Hubo risas y aplausos.
Once años después, la vaca continúa en el mismo lugar.
En diciembre de 2012, antes de someterse a una nueva operación quirúrgica, Hugo Chávez le pidió a los venezolanos que —en caso de que algo ocurriera y él quedara inhabilitado— eligieran a Nicolás Maduro como su sucesor. Nadie sabía demasiado bien quién era Maduro. Se le conocía por sus cargos: había sido canciller, presidente de la Asamblea Nacional y diputado oficialista. En algunos sectores de la oposición, sin embargo, se decía que él era el mejor “heredero” posible: aunque provenía de la extrema izquierda, no parecía ser un radical; se trataba de un civil, no de un militar; tenía fama de ser un hombre conciliador, abierto al diálogo. Las referencias sobre su carácter y su personalidad flotaban en esas generalidades que siempre necesitan comillas: “Buena gente”, “sangre ligera”, “simpaticón”… Aun así, rápidamente, la pregunta se convirtió en un enigma nacional: ¿por qué Chávez lo había escogido? ¿Quién era en realidad Nicolás Maduro?
A diferencia de su mentor, quien solía sobredimensionar diariamente su autobiografía, Nicolás Maduro ofrece una historia personal bastante simple, carente incluso de tensión, de ambición heroica. Nació en Caracas en 1962, en el seno de una familia de clase media. De niño, le gustaban los deportes y la música. De joven, comenzó a involucrarse en las luchas sociales y en la política. Nada demasiado diferente a la hoja de vida de otros hombres y mujeres de su generación. En su más reciente biografía oficial, el libro Nicolás Maduro. Presente y futuro, escrito por Ana Cristina Bracho y publicado este año, el capítulo titulado “Nicolás, ¿quién es?” comienza con estas frases: “Es un hombre alto y de buen humor. Así parece que lo resumen todos los que son cercanos a él. Espiritual, protector, apasionado y bromista”. No es, sin duda, una definición épica. No es el retrato de un líder.
El relato vital de Nicolás Maduro está lleno de imprecisiones, de lagunas y ambigüedades. Su supuesto origen “popular” es tan poco claro como su condición de “obrero”: él mismo ha contado que entró a trabajar en el Metro de Caracas, donde fue chófer de autobús, no por necesidad, sino respondiendo a una estrategia de su partido político. Aunque fue dirigente estudiantil en la secundaria, jamás ingresó luego a la Universidad. Su educación política formal se reduce a unos meses en una escuela de cuadros en Cuba. Algunos detalles menores —supuestamente fue bajista de un grupo de rock; se conoce que en algún momento fue seguidor del gurú Sai Baba, por ejemplo— refuerzan la idea de que Nicolás Maduro no tiene una narrativa propia, de que su vida es un raro popurrí donde hay más casualidades que claras aspiraciones personales. La decisión de Chávez, al designarlo como su heredero, alimenta también esta percepción. La presidencia en Maduro no se origina en un deseo, sino que se impone como un deber.
Todo esto, probablemente nutrió la subestimación inicial con la que muchos sectores del país ponderaron a Nicolás Maduro. Parecía una figura desdibujada, un líder creado por las circunstancias. Pero lo cierto es que, en 2012, Chávez y Maduro ya llevaban 20 años trabajando juntos. El destino político de Maduro cambió con el golpe de 1992. Como muchos, se acercó a la cárcel de Yare a conocer a los golpistas. A partir de ese momento comenzó una relación que se fue consolidando cada vez más. Fue el canciller de Chávez durante los últimos seis años de su vida. Recorrieron el mundo, viajaron mucho juntos. El país no conocía a Maduro, es verdad. Pero Chávez, sí. Y sabía de lo que era capaz. Por eso se decidió por él.
El sector más radical de la derecha siempre sostuvo que Nicolás Maduro había sido elegido por los cubanos, que él sólo era un instrumento del castrocomunismo. Obviamente, la presencia y el poder de los cubanos en el país es innegable, pero no es el único elemento que mueve y explica nuestra realidad. El chavismo se ha transformado en una compleja corporación, con distintos grupos a los que Maduro ha sabido controlar, administrando y repartiendo los diferentes espacios de mando y riqueza. En el camino, han ido quedando por fuera otros liderazgos y otras referencias, incluyendo a la propia familia Chávez, que ya no figura en el mapa político del país. Desde el poder, Nicolás Maduro se reinventó. Convirtió su ausencia de carisma en un talento.
La falta de una narrativa propia puede ser también una ventaja. Maduro parece haber aprendido a vivir en modo de simulacro permanente. Dice lo que sea y como sea. Dice y se desdice de cualquier manera y ante cualquier auditorio. Es un Cantinflas con pompa revolucionaria; un Cantinflas que aspira a ser Gramsci. No necesita una voz propia. No hace falta. Él es la representación —o la sucesión interminable de representaciones— de lo que requiere la corporación. Puede prometerlo todo. Puede ofrecer una negociación de paz y una agresión violenta al mismo tiempo. Puede invocar a Dios y denunciar una guerra satánica en contra de Venezuela. Puede acusar a Elon Musk y a Gabriel Boric de ser compadres y de querer destruirlo. Puede bailar como Karol G. Puede tenderle la mano a Trump e insultar al imperialismo. No es un delirante. Sólo cumple su tarea, sigue una estrategia. Su misión es confundir para hacer verosímil el absurdo.
Pero todo tiene un límite, incluso la locura política. Tras las elecciones del pasado 28 de julio, los intentos desesperados por ocultar, camuflar y finalmente prohibir la realidad han dejado al chavismo en una evidencia tan mayúscula que hasta sus aliados naturales —Lula, Petro, buena parte de la izquierda latinoamericana— han cuestionado el turbio proceso de autoproclamación de Nicolás Maduro. La negativa a mostrar las actas electorales, así como el descontrol en la producción de excusas y denuncias para justificar sus acciones, ha logrado que el espectáculo fracase, dando paso a la otra versión de Maduro, aquella que tiene un expediente aterrador en los informes de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.
La llamada Operación Tun Tun, que alude a la acción de distintos cuerpos represivos deteniendo sin ninguna orden a cualquier ciudadano, toma su nombre de un villancico típico venezolano cuya estrofa principal dice: “Tun Tun, ¿quién es? / Gente de paz/ Ábrannos la puerta que ya es Navidad”. En un acto público realizado el 7 de agosto, Maduro entonó el aguinaldo, cambiando la letra para incluir una burla a los detenidos y el nombre de la cárcel adonde son enviados. Esto también lo define. De la banalidad del mal a la frivolización de la crueldad, a la celebración del terrorismo de Estado. Ya han sido arrestadas más de 1.500 personas.
En vez de aceptar la realidad, Maduro quiere acabar con ella. Antes que reconocer a los demás, prefiere destruirlos.
La vaca sigue ahí, aferrándose ciegamente. Del árbol, ya casi no queda nada.
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