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TRIBUNA
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Chávez, Maduro y el tigre

La deriva dictatorial de Venezuela, que ha sumido al país en el caos, tiene sus raíces en los años del anterior presidente, a quien ahora le quieren lavar la cara los despistados, los fanáticos o los amnésicos

Chávez, Maduro y el tigre / Juan Gabriel Vásquez
Cinta Arribas
Juan Gabriel Vásquez

Ahora que el régimen de Nicolás Maduro ha perdido para siempre la poca legitimidad que le quedaba, ahora que ha entrado en una deriva represora digna de la vieja tradición del fascismo latinoamericano, muchos compañeros de viaje de la Revolución bolivariana se han puesto a hacer memoria: a recordar lo carismático que era Hugo Chávez, ya que Maduro no lo es; a lamentar que Maduro haya malversado la revolución, que tantas cosas buenas llegó a lograr y prometía; a aceptar que el Gobierno chavista de ahora puede ser corrupto, autoritario y violento, pero hasta la muerte de Chávez era democrático, popular y valiente, pues plantaba cara al imperialismo. Y entonces el fracaso del chavismo —que ha expulsado a más de siete millones de ciudadanos, que ha sumido en la pobreza a uno de los países más ricos de América Latina y que ahora mismo encarcela y amedrenta y persigue para terminar de robarse unas elecciones— es culpa de Maduro, de las sanciones norteamericanas o de la caída de los precios del petróleo, pero nunca de Chávez. No: lo de Chávez iba bien, dicen estas voces; lo que pasa ahora es otra cosa.

No puedo estar de acuerdo. Como esos chavistas nostálgicos, yo también me he puesto a hacer memoria, y he hecho varios (re)descubrimientos. Después de escribir la semana pasada sobre las acusaciones de “incitación al odio” con que Maduro encarcela a sus opositores, he recordado las palabras que usó Chávez en su momento para amenazar con el cierre a Globovisión y a otros medios. “Están manipulando, incitando al odio”, los acusó en esa grotesca parodia que era el programa Aló presidente. También he recordado la reforma de los servicios de inteligencia en 2008, que incluía la obligación de todo ciudadano, jueces incluidos, de colaborar con las agencias de inteligencia cuando estas lo solicitaran. Aquel decreto con tufillo a Stasi causó tanto escándalo en su momento que Chávez tuvo que suspender su ejecución. Pero el intento me volvió a la memoria el pasado 30 de julio, cuando Maduro pidió a sus bases utilizar una aplicación oficial, VenApp, para denunciar a los manifestantes que protestaron en las calles por el fraude electoral. Se trata ahora, como se trató entonces, de convertir a los ciudadanos en delatores del Estado.

La verdad es que la deriva dictatorial de la Venezuela de Maduro, que ha sumido al país en el caos y lo sumirá en el dolor, tiene sus raíces en los años de ese Chávez al que ahora le quieren lavar la cara los despistados, los fanáticos o los amnésicos. Tal vez no se acuerdan de la desvergüenza con la que Chávez persiguió a los periodistas que le parecían incómodos, obligando a los periódicos críticos a cerrar mediante la estrategia barata de negarles el papel, o llamando a los medios “enemigos de la revolución” (en 2001, muchos años antes de que Donald Trump descubriera que los medios eran el enemigo del pueblo). Tal vez no se acuerdan de los elogios inverosímiles que Chávez le dedicaba a Mahmud Ahmadineyad, el líder de un Irán fundamentalista y antisemita, a quien llamó ridículamente “gladiador antimperialista”; ni de las conmovedoras declaraciones de apoyo incondicional al régimen de Bachar el Asad, que Chávez llamó “el Gobierno legítimo de Siria”. A los disidentes sirios, en cambio, los llamó terroristas, y en su momento comenté que la palabra se le iba a gastar: porque también la usaba con frecuencia contra la oposición venezolana, contra los presidentes extranjeros, contra las ONG. No la usaba, en cambio, contra los terroristas: a Ilich Ramírez, alias El Chacal, que en 1974 puso cuatro bombas contra periódicos franceses y mató a 11 personas, lo llamó “continuador de la lucha de los pueblos”.

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Y ahora, cuando Maduro y los suyos se desgañitan por conseguir los favores de Putin, y cuando el Gobierno acusa de terrorismo a los opositores que se manifiestan, pienso que nada es nuevo. No es nuevo el epíteto absurdo que ahora le sirve a Maduro para reprimir y encarcelar; no es nueva la admiración o la complicidad o la frívola genuflexión ante los autoritarismos brutales. Lo de ahora es lo mismo de antes: Maduro es una continuación, no una distorsión ni un descarrilamiento, de lo que ya era Chávez. Hace 15 años, tomé nota (ocioso que es uno) de un discurso que pronunció Chávez en vísperas de algunas elecciones: “Preparémonos, generales, almirantes, soldados”, dijo. “Porque los barreremos”. Se refería, por supuesto, a la oposición, y estarán ustedes de acuerdo en que es por lo menos curiosa la invocación a las Fuerzas Armadas en contra de sus propios ciudadanos. El “baño de sangre” que prometió Maduro antes de las últimas elecciones forma parte del mismo —por decirlo de algún modo— campo semántico.

Un día le pondremos nombre al daño inmenso que esta revolución le ha hecho a la izquierda democrática de América Latina. Los que deseamos la construcción de una socialdemocracia sólida en estos países desiguales e injustos hemos comenzado a ver, en el régimen venezolano, la más potente fuerza retardataria. El chavismo lleva unos 20 años haciéndoles un regalo inapreciable a esas derechas egoístas y rastreras que tenemos, y varios de los accidentes más duros de estos tiempos, desde el sabotaje del proceso de paz colombiano a la elección de ese mal chiste que es Javier Milei, son inconcebibles sin la presencia en el vecindario de la Venezuela bolivariana. Por eso me ha alegrado la clarividencia de Gabriel Boric, que desde el principio se negó a aceptar la farsa de las últimas elecciones. Del otro lado está la alianza de tres gobiernos —Colombia, México y Brasil— que trataba de buscarle una salida negociada a este embrollo. Andrés Manuel López Obrador se ha lavado las manos cobardemente, de manera que una responsabilidad enorme les ha caído en las manos a Lula da Silva y a Gustavo Petro: presidentes, por supuesto, de los países que más tienen que perder si Maduro se queda en el poder.

Pero la propuesta de repetir las elecciones, que se ha puesto sobre la mesa en estos días, es una equivocación profunda. No sólo porque insulta a los votantes venezolanos que tienen en sus manos las actas de su victoria (mientras que el oficialismo no ha podido presentar ni un asomo de prueba de la suya), sino porque peca imperdonablemente de inocencia: ¿alguien duda que el régimen volvería a hacer toda la trampa que ha hecho, y ahora con menos escrúpulos y más violencia, para manipular el resultado? Mientras tanto, con cada opositor encarcelado, con cada nueva víctima de la represión, con cada nueva ley de persecución y censura, a Maduro le va quedando más difícil abandonar por la vía negociada, como el dictador de la metáfora de Churchill, que va subido en un tigre y no puede bajarse porque el tigre tiene cada vez más hambre.

No sabemos cuál pueda ser el mejor de los escenarios, pero yo tengo muy claro cuál es el peor: una nueva Nicaragua. Que Maduro, el continuador de Chávez, se convierta de repente en el siguiente Daniel Ortega: atrincherado en el poder ilegítimo, obligado por sus propios crímenes a una represión permanente, aislado del mundo a lomos de su propio tigre. Este escenario de espanto vendría con violaciones a los derechos humanos y nuevas olas de desplazamientos masivos. Por eso digo que Lula y Petro tienen una responsabilidad enorme.

La revolución chavista parece estar de salida. Ahora se trata de que no se lleve por delante a los venezolanos.


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